PETER COOPER
Nueva York, 9 de abril de 1883.
Señor Director de La Nación:
Las banderas están a media asta,—y los corazones: Peter Cooper ha muerto.[1] Este que deja es un pueblo de hijos. Yo no he nacido en esta tierra—ni él supo jamás de mí,—y yo lo amaba como a padre. Si lo hubiera hallado en mi camino, le hubiera besado la mano. Y cuando se abran en sus tallos frescos, al aire y a la luz de mayo, las flores aromosas de la Primavera;—no estas que crecen bajo cristales,—flores pálidas y enfermas de invierno!—cogeré en algún campo vecino un ramo de flores silvestres, y las dejaré a la puerta de la tumba donde, cual manto de ángel caído a tierra al emprender el vuelo el dueño alado, yace el cuerpo del anciano amoroso.—Y murió, y los que le conocían bien, con aplauso de toda la ciudad, le pusieron un lirio sobre el pecho: así fue a la tumba: ¡oh pecho maravilloso aquel en que, tras de noventa y tres años de vida en la tierra, se abre un lirio!—La vida es ahora como la batalla de un mancebo vestido de túnica blanca, que con las manos febriles debátese en medio de la noche porque no manchen con sus mordidas su alba túnica ejércitos de fieras rastreras, y satánicas, que le asaltan por todos los recodos del camino, arrastrando los vientres pesados; iluminando, con la llamarada siniestra de los ojos, sus rostros humanos; destilando los dientes azuzados—famélicos de túnicas—licor fangoso. Póstrase la tierra con justicia a ver morir a un hombre que ha sacado la túnica inmaculada de su paso por el ejército de fieras.
Amó, fundó, consoló. Practicó el Evangelio humano. Puso paz en los corazones rencorosos, pan en las manos tendidas, alimento en las inteligencias avarientas, dignidad en la vida, ventura en sí, y gloria en su pueblo. Deja un colegio donde aprenden dos mil artesanos, donde leen,— con lo que se apaciguan,—millares de hombres; ¡pues no hay altar en catedral alguna que levante a su santo más alto que a Peter Cooper levanta este colegio! Durante su vida cavó la tierra, desmontó bosques, zurció telas, inventó máquinas de cortarlas, máquinas para hacer tranquilo el sueño de los niños, para vaciar las minas, para navegar los canales, para enfrenar el vapor, antes de él rebelde, como colérico de verse preso. La tierra, como próvida madre, le abría su seno. Hirvió metales, que es ejercicio que da singular fuerza: parece que en las hornallas bullen mundos nuevos: el resplandor de estos hornos da a los hombres aspecto de dioses.
Vivió serenamente, porque vivió sin pecado. Su esposa[2] no fue para él, como otras esposas, amazona impía que lleva mal al caballo de la brida—sino ala.—Era tan tierno que parecía débil; pero tenía esa magnífica energía de los hombres tiernos. Lloraba de oír a un niño; pero echaba a andar por las selvas la primera locomotora que cruzó con éxito tierras de América; y de hacer, con su arte de sombrerero, un gorro a una anciana vecina, se levantaba para dibujar con mano firme una máquina de avasallar y utilizar el poder de las mareas.
Fue cincuenta y dos veces, y no más, a la escuela. Y cada año, de la escuela que él fundó, salen centenares de hombres y mujeres, preparados de arte y de ciencia, como de escudos, para la batalla de la vida. Sus padres fueron míseros. A los 5 años, Peter Cooper ayudaba a su padre[3] a vender cerveza. A los 10, ya hacía sombreros; a los 15, cuando quería zapatos, se hacía con sus propias manos la horma, y el zapato luego; a poco hacía coches, y ahorros, que daba a su padre en penuria. Con la guerra inglesa, se ve la nación pobre de vestidos, y de máquinas de cortarlos, y él las fabrica—el pobre cervecerillo! Con lo que le dan las máquinas, y a pesar de cuanto él da, porque vivía de darse,—viene a New York a vender especias,—frente a donde hoy, con su generoso Instituto rescata almas; y edifica; compra fabricas; inventa sustancias de comercio; seca pantanos, vacía arenales, rompe montes, sustenta a miles de hombres, descubre cuanto ha menester, doma cuanto le sale al paso, levanta colosales fábricas de hierro, abandona cuanto inventa a que otros lo gocen, da a sus hijos sus bienes, y se crea otros, crece como los mares.—¡Y siempre tiene tendidas las manos patriarcales y serenas sobre las cabezas atormentadas de los hombres!
Para Peter Cooper, no era un mérito hacer el bien, sino un crimen dejar de hacerlo. Hubiera temblado de espanto, como si sobre él fuera a descargarse mano tremenda y monstruosa, el día en que no hubiese hecho una buena acción. Creía que la vida humana es un sacerdocio, y el bienestar egoísta una apostasía. No se encaró a Dios, airado de sentirlo y de no verlo, ni volvió el puño al cielo desdeñoso; sino que vivió mansamente, como quien entrevé deleites sumos: y fue venturoso, porque conoció el objeto de la vida. Solo una llave abre las puertas de la felicidad: Amor. No sufre quien ama, aun cuando sufre, porque del alma a quien devora el amor a los hombres, surgen como de una copa de incienso que se quema, aromas embriagadores. Él vio que el mayor goce viene de hacer bien, y la mayor tortura de no poder hacerlo; que el dolor puro nutre, pero que el impuro o mezquino, cual la mayor suma de los dolores humanos, azota el alma, como los manojos de alambres erizados—los ijares de los caballos enloquecidos en las carreras bárbaras del carnaval de Roma.
Y él vio que quien se encierra en sí, vive con leones: y quien se saca de sí, y se da a los otros, vive entre palomas. Y si le hincan los malvados el diente colérico, él no siente dolor de ser mordido, sino de que haya aún un diente que muerda. Y apoyará la mano en la frente del mordedor, y le mirará en los ojos de tan tierna manera, que el mordedor vencido sacará al cabo los dientes de la herida.
En suma, Peter Cooper vivió seguro de una existencia posterior, cuyos albores le inundaban ya de luz. Jamás placer alguno de la tierra, ni música de orquesta alguna, le pareció comparable a aquella música y gozos de su espíritu.—“¿Por qué me dais este título de Doctor en Leyes?”, dijo una vez al canciller que le traía las letras latinas en el honroso pergamino con que la universidad premiaba a aquel que tan alto grado tuvo en la Universidad de la Naturaleza. “Si me lo dais porque he predicado el modo de ser venturoso, que es ser bueno; porque pruebo con mi larga vida que dar fuerzas a los demás robustece las propias; porque voy enseñando con mis canas limpias y mis mejillas aún rosadas, que quien se alimenta de ideas jóvenes, vive siempre joven; porque propago que la ciencia no es caperuza de dómine, ni misterio de iniciados, ni privilegio de los aristócratas de la mente, sino el medio único que tiene el hombre de explicarse las leyes de la vida;—dadme acá vuestro generoso pergamino, por más que no sea yo caballero de escuela, y todo ese latín esté para mí en griego”.——Y ya tenía quien así hablaba 90 años!
Nunca fue fuerte de cuerpo, lo cual no precisa siéndolo de alma. Jamás se detuvo en un intento, sino hasta hallarlo, y acudir a otro. A cada maravilla de fuerza en la naturaleza, oponía otra maravilla de fuerza mental. Su mano, como el sol los huevos de los peces, calentaba invenciones. Aquello sobre que él ponía mano, salía mejorado. En sus años de pan duro y mesa de pino, como que su mujer atendía el guiso, él había de mecer mientras tanto en la cuna al pequeñuelo; y se saca de la mente fértil una maquinilla que a la par mecía la cuna, espantaba las moscas, y ponía en son una caja de música. Le hacen comprar un gran trozo de costa, en que todos ven ruina; pero él lo fecunda. Llevaría bien un ferrocarril los minerales del terreno, pero están aquellas regiones selvosas muy llenas de vueltas,—y las máquinas de entonces, cual cocodrilos de hierro, vuelven mal las curvas: él se entra por las paredes de la máquina, rehace sus entrañas, crea la caldera tubular, y echa a andar por América la primera locomotora. El pueblo paga muy caro, como que le vienen en ferrocarril, los frutos que podría comprar a menor precio si le vinieran por canales; mas los caballos tiran muy lentamente desde las orillas las balsas que traen los frutos canal arriba: él imagina un sistema ciclópeo de cadenas, que corren por las orillas del canal, y hacen andar a las embarcaciones una milla en seis minutos. De una mina muy alta necesita llevar, por riscosa pendiente, el mineral a lejano depósito: ni se sabe cómo irán los baldes cargados del mineral, ni cómo volverán los vacíos;—mas él crea un aparato circular, que tira por sobre la pendiente, y mide tres millas: llena en la mina los baldes, que por su propio peso ruedan sobre el aparato monte abajo, a la par que, empujados por los que nuevamente despiden llenos de la cima, los ya vacios ligeros vuelven de rechazo cuesta arriba. Oye que Turquía sofoca y tiñe de sangre a Grecia: ¿qué tiene el alarde de independencia de los pueblos que trueca en apóstoles a los mismos malvados, y en leones devastadores a las palomas? Peter Cooper se sienta a maquinar un aparato de destruir, un torpedo, que se guiará desde la orilla, por muy luengos alambres, como por las riendas un caballo, y de un choque hará trizas un barco mahometano.—Piensa que fuera bueno—porque no extinga el fuego de las maderas el ara donde ha de estar encendido el del espíritu—fabricar a prueba de fuego el Instituto de Artes y Ciencias y gasta $ 75 000 en maquinaria preparatoria para producir vigas de hierro. Y las produce. Se mira a veces como un Satán del bien. Cuando vence a una fuerza maligna de la naturaleza, se le esparce por los anchos labios sonrisa llena de malicia angélica.—Gusta de encerrarse a solas entre retortas y sopletes. No busca el oro, pues que lo tiene en sí; sino el medio de arrebatar un secreto a la naturaleza, después de lo cual ríe alegremente, como jugador satisfecho que ha ganado una difícil partida, o niño que halla al cabo el juego que le tenía escondido su madre. Busca el modo de producir a poco costo sustancias caras, para que el pobre goce de ellas, que es su amigo. Está siempre sentado entre sus trabajadores, preguntándoles si quieren más salario, o si la labor les fatiga mucho, o qué quieren que él haga para que ellos sufran menos, mas en su torno nadie sufre. Cuanto su genio le produce, su mano lo vierte sobre la almohada de los infortunados. Cada centavo que ganaba le parecía un deber darlo. Se veía como el administrador de su riqueza, y no como su dueño. A cada buena ventura en los negocios, añadía a su Instituto una buena sala. Millones le traía su industria, millones devolvía su caridad. Y calladamente, y sin que nunca permitiera premio fastuoso, ni formal reconocimiento, ni alabanza pública. Él está a la cabeza de toda grande empresa; por él se mejora el telégrafo, por él, que al ver el cable una y otra vez roto no desmaya y anticipa cuantiosísima suma, se tiende al fin el cable. Él está en sus asuntos privados y en su Escuela, que vela todos los días, y en los asuntos públicos. No le preguntéis si tiene hijos, que os dirá que lo son todos los trabajadores. Él lleva sus llagas en el pecho, él ruega a los acaudalados que sean piadosos, él pide a los descontentos que sean pacientes, y se les da en muestra y les enseña todos los tesoros, que como cintas mágicas de sombrero de prestidigitador, han surgido de aquel pobre gorrillo que cosió en sus mocedades para la anciana vecina. Él no cree en la eficacia de la ira, sino en la de la ciencia. Él predica que la ignorancia llega a veces a hacer aborrecible la justicia. Él les anuncia que no hay pujanza que resista a la inteligencia humana cultivada. De la armonía de todas las leyes conocidas, y de la imperfección y brutal rudeza de la actual vida humana, infiérese que el hombre no vislumbra todavía las reglas suaves y amplias de la vida, y que la tierra guarda con exceso bienes holgados con que aquietar los deseos de todos los que la habitan. Estudiar las fuerzas de la naturaleza, y aprender a manejarlas, es la manera más derecha de resolver los problemas sociales. El comercio intelectual ennoblece. El hombre ignorante no ha empezado a ser hombre. El hombre lleva todas sus espadas y todas sus lanzas en la frente.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Peter Cooper falleció el 4 de abril de 1883.
[2] Sarah Cooper.
[3] John Cooper.