Estudio íntimo de un político americano.—La oratoria famosa de Conkling.—Los bastidores de la política.—Querella célebre de Conkling y Garfield.—Carácter y grandeza de Conkling.
Nueva York, abril 25 de 1888.
Señor Director de La Nación:
Jamás hubo ejemplo tan patente de la esterilidad del genio egoísta como el orador magnífico que ha muerto ayer,[2] el comisario imperial de Grant, el cismático en la presidencia de Garfield,[3] enemigo implacable de Blaine, el más gallardo y literario de los oradores de los Estados Unidos, Roscoe Conkling.
Era majestuoso de persona, y de andar tan arrogante que no pudiendo compararlo Blaine con exactitud a un pavo real, porque cuidaba de sus pies tanto como del resto de su atavío, le llamó pavo, “pavo olímpico, pechirredondo[4] y supereminente”,[5] en un debate pueril en que estalló con furia la rivalidad sorda de los dos caudillos del Partido Republicano en la Casa de Representantes.[6]
La rivalidad de estos dos hombres, más que los pretextos políticos con que la encubrían, mantuvo en división tan honda a los republicanos, que ni la muerte del uno será bastante tal vez para que se decidan a unirse a sus adversarios aquellos que año tras año han tenido por bandera cuanto pudiese ofender y desprestigiar al otro.
Pero ¿qué es por desdicha la política práctica, más que la lucha por el goce del poder?
¿No se vio Conkling mismo, después de treinta años de imperioso y absoluto caudillaje, abandonado por casi todos sus amigos, cuando, seguro de su triunfante reelección por la Legislatura, renunció al[7] puesto de senador,[8] en cuyo privilegio se creyó desdeñado por Garfield y por Blaine, que propusieron al Senado un colector de Aduana hostil a Conkling prescindiendo de pedir la venia al senador, como es aquí costumbre en todos los nombramientos de importancia en los estados? No bien lo vieron reñido con el poder que da los puestos, los más cansados de su dominio y los más serviles de naturaleza votaron contra su jefe y representante de treinta años, votaron por el senador grato a la Casa Blanca!
Los rencores de Conkling están clavados, como penachos de batalla, en la historia de los Estados Unidos. Su apoyo solía salvar y su silencio derrotar. Su oratoria era fastuosa y rizada como su cabellera, ya resonante y con visos de carmín y oro, como aquellos clarines de pendón carmesí que paseaban en las fiestas feudales los heraldos de a caballo, ya incisiva y ligera como un puñal con alas.
Se opuso a Washburne, ―y le cerró el camino a la presidencia. Se opuso a Blaine, y con sus ataques derrotó su candidatura en dos convenciones,[9] y con su retraimiento le impidió triunfar en la campaña contra Cleveland.
Se opuso a Garfield, y murió Garfield. ¿Cómo surgió, cómo influyó en el poder, cómo dirigió la política, cómo salió limpio de un gobierno corrupto, cómo muere―a pesar de sus faltas, rodeado de estimación, este hombre extraordinario? Su vida es una lección solemne y un capítulo interesantísimo de política práctica.[10]
Desde la adolescencia, rodeado en la casa paterna de abogados, políticos y jueces, se revelaron a la vez en el hermoso niño de Utica[11] las condiciones extraordinarias que habían de sacarlo por encima de la masa común y la determinación de mostrar a los hombres su capacidad y voluntad de dominarlos.
Él no buscaba para sí riqueza, sino preeminencia; mas si con la habilidad que disimulaba en vano no se hubiera puesto del lado de los que gozan del mando y distribuyen sus beneficios, ni la fuerza de su mente ni el prestigio de su oratoria hubieran bastado para que los hombres mantuviesen por tan largo tiempo en triunfo al que los ofendía con el alarde constante de la superioridad, crimen involuntario de quien la posee, que el hombre apenas perdona a los que saben emplearla en su bien sin enseñarla[12] demasiado.
No están por fuerza excluidas de las regiones del gobierno las virtudes, por más que los espíritus briosos que persiguen en la tierra el bien ideal, se complazcan y brillen con más luz donde las transacciones y silencios que en el gobierno son esenciales,[13] no entraben o amengüen la defensa de las ideas que salvan o de las criaturas que sufren. Pero a Conkling, que nació con los ojos puestos en la presidencia, y vio en su espíritu claro y ambicioso la confirmación de aquella aristocracia de la Naturaleza que él creía violada por la constitución democrática de la República, a Conkling no lo sedujeron, como al generoso Wendell Phillips, las delicias secretas y premios ocultos de defender a los humildes, sino las pompas del combate ostentoso en las asambleas donde el poder es el premio de los que encuentran en ellas séquito fácil, porque ocupan sus talentos en la defensa siempre socorrida de los intereses.
La historia salda estas cuentas consagrando a los que lidian por el hombre y olvidando a los que lidian por el poder.
No era de los que recibían de la Naturaleza el don de pensar como un deber de emplearlo en el servicio de sus semejantes, sino como el título de su derecho, a hacerse servir de ellos. Cruzó por la República con paso imperial. No tomaba opinión de la masa, sino que le echaba su opinión. Su política tenía por objeto principal vencer, aún antes que a sus enemigos, a sus rivales.
No vivía en el mundo de las ideas, sino en el de los empleos. Y fuera de aquellas ocasiones en que la importancia de los problemas nacionales levantaba naturalmente hasta la grandeza a los que tenían en sí algún grano de ella, la oratoria grandilocuente de Conkling empleó sus artes, desató sus rayos, desencadenó sus olas en asuntos de interés propio, o interés de partido, mezquino y pasajero, tal como la quimera de Rabelais[14] que en el vacío chispeaba y caracoleaba, o como quien echa manto bordado de exquisita púrpura sobre una estatua de paja de maíz.
El lenguaje es humo cuando no sirve de vestido al sentimiento generoso o [a] la idea eterna.
Lo notable de este hombre es eso: el haber sobresalido en una democracia sin cortejarla. Él era orador confirmado por los aplausos a los diecinueve años; y fiscal a los veinte; y a los veintiuno abogado tan temible, que los más hábiles de Utica aconsejaban a sus clientes que lo retuvieran de su parte para que no lo contratase la contraria.
Su amor al deber, su celo en el despacho de su empleo, su estudiar continuo, su maestría en los detalles, su oratoria imponente cuando meditada, y cuando improvisada pintoresca y viva, y su misma persona altanera, atlética y hermosa, tenían en constante deslumbramiento a la ciudad, que no bien lo había elegido corregidor cuando lo sacó de este puesto para darle el de representante en el Congreso. Y lo fue todo: representante, senador, caudillo de su partido en el Estado,[15] poder predominante en la nación durante el gobierno de Grant: y presidente hubiera llegado a ser, porque los partidos, desdeñosos con quienes los solicitan, acaban por solicitar a quienes los desdeñan. Pero ni esa carrera brillante fue en él lo más original, ni la majestad y limpieza personales con que dio apariencias de grandeza, y aun grandeza verdadera, a luchas ínfimas, sino aquella mezcla sabia de habilidad oculta y visible altanería, aquel modo nuevo de adular sin parecer que se adula, que sirviendo con los actos los intereses y aun los vicios de los mismos cuya compañía se rehúye, y la frenética y teatral arrogancia con que se hacía admirar y seguir de la opinión aquel hombre que solo le era superior en las condiciones de integridad y elocuencia con que manejaba las pasiones públicas para el logro de sus fines: ¡Como si no fuera cómplice del robo el que cuelga una cortina de tisú a la entrada de la madriguera de ladrones!
Creía en el aparato y la reserva, y guardaba su persona del contacto público en cuanto no le permitiese aparecer con todos los arreos de la dignidad senatorial.
No manejaba a las masas directamente, sino por intermediarios, que le servían por sincera admiración y porque “el senador no es hombre que deje a un amigo suyo sin empleo”. Servía a sus sectarios lo mismo en sus necesidades que en sus rencores. “Jamás, dijo una vez con razón, he pedido a nadie que vote por mí”.
¿Cómo votaban, pues, por él?
Porque con su consejo les enseñaba el modo de vencer; porque sirviendo a los demás continuamente se hizo de servidores; porque con el influjo que le daba el caudillaje de su partido en el Estado pudo este beneficiarse del dominio que, gracias a él obtuvo en el partido entero, y en el gobierno nacional; porque aquel arrogante que, sin más deseo cierto que la presidencia, rechazó los nombramientos de Presidente del Tribunal Superior y Ministro en Inglaterra, “porque no quería más puestos que los que el pueblo le diese en las urnas”, sabía amenazar tan eficazmente con su hostilidad a la presidencia cuando esta dejaba el reparto de los empleos de su Estado al senador más antiguo, que la presidencia se apresuró a violar la costumbre y a poner en manos del rebelde todos los empleos.
A la soldadesca de su partido la tenía segura por ese cuidado de su interés y por el encanto que jamás deja de ejercer sobre los hombres el que los domina con su carácter, su palabra y su apariencia, sobre todo cuando, como Conkling, reunía en grado sumo todas estas dotes, porque en boxear era maestro: y en mandar no tenía rivales, como que sabía unir la fuerza de la pasión a la del juicio, y en perorar no era como los demás, sino como un Hércules de casaca y guante blanco, a quien la maza no se le veía sino cuando, con enorme floreo retórico, ya la tenía el enemigo sobre la cabeza. Y a sus mercurios y centuriones, a los jefes de turba, a los edecanes a quienes dejaba lo menos limpio de la dirección de la política, y la autoridad que los complace, no los retenía a su lado tanto por esas dotes magnas que con la impertinente arrogancia deslucía, como por tenerlos provistos de empleos cómodos, gracias a su estrategia casi siempre feliz y a la influencia que por el fiel apoyo de ellos había llegado a adquirir en la política de la nación, que él ayudaba u oponía, según conviniera a su interés y al de sus partidarios en el Estado.
Y otro modo de domar tenía él, más seguro que el encanto de su conversación y el poder memorable de sus discursos, y era el conocimiento superior de los asuntos y métodos políticos, de modo que nadie pudiera excederle en el debate sobre ellos, y aquellos que se resistieran a la soberanía de su carácter, tuviesen que ceder a la de su razón. Como todo fuerte, era paciente. El necio solo confía en los meros poderes naturales.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la crónica “El orador Roscoe Conkling”, publicada en El Partido Liberal, de México, el 9 de junio de 1888. (OCEC, t. 28, pp. 208-218).
[2] Roscoe Conkling falleció el 18 de abril de 1888.
[3] José Martí parece aludir a la renuncia de Conkling a su puesto de senador en 1881. Véase la nota 12 de esta crónica.
[4] Errata en La Nación: “pechiredondo”.
[5] Martí traduce y recrea libremente las palabras insultantes de James G. Blaine contra Conkling, pronunciadas en la Cámara de Representantes el 30 de abril de 1866: “The contempt of that large-minded gentleman is so wilting; his haughty disdain, his grandiloquent swell, his majestic, super-eminent, overpowering turkey-gobbler strut has been so crushing to myself and all the members of this House that I know it was an act of the greatest temerity for me to venture upon a controversy with him”.
[6] Cámara de Representantes. El debate ocurrió el 30 de abril de 1866.
[7] En La Nación: “el”.
[8] Roscoe Conkling renunció a su cargo en mayo de 1881 en protesta por la designación que hiciera el presidente Garfield, al influyente y bien remunerado cargo de cobrador de la Aduana del Puerto de Nueva York, en detrimento de su propio candidato.
[9] Conkling se opuso a la nominación de Washburne en la Convención republicana de 1880, en la que apoyó a Grant. También fue contrario a las nominaciones de Blaine para la candidatura presidencial del Partido Republicano en las convenciones de 1876 y 1880.
[10] José Martí ya abordó una idea similar en las crónicas “La muerte del presidente Arthur. Estudio político” y “Muerte del presidente Arthur. Análisis de carácter”, publicadas en El Partido Liberal y La Nación, el 19 de diciembre de 1886, y el 4 y 5 de febrero de 1887, respectivamente. (OCEC, t. 25, pp. 39-52 y pp. 92-104).
[11] Ciudad de Estados Unidos de América.
[12] En La Nación: “enseñarse”.
[13] Se añade coma.
[14] François Rabelais. Alusión a la frase de su obra satírica clásica Pantagruel, Libro II, Capítulo VII: “La más sutil pregunta: si una Quimera, revoleteando en el vacío puede devorar segundas intenciones, debatida durante diez semanas ante el Consejo de Constance”.
[15] Nueva York.