CARTA DE LOS ESTADOS UNIDOS [1]

(De nuestro corresponsal)

Muerte de Guiteau.[2]―Lances singulares.―Los periódicos: el público: el reverendo: los hermanos.[3]―El reo.―La oración y el canto del patíbulo.―Capitalistas y obreros.―Grandes huelgas.―Últimos debates del Congreso.―Descomposición del Partido Republicano.―Campamentos religiosos.―Escuela de filósofos cristianos.―Congreso de educadores.

Nueva York, julio 15 de 1882.

Nació este mes a la sombra de un cadalso. Ante ávidos espectadores, cayó colgando al aire el cuerpo del asesino de Garfield. Parecía Guiteau, más que criatura animada en que se hospedasen humanos afectos y defectos, una caja de resortes. No era de especie humana, sino felina: pobre de carnes, rico de nervios, lustroso de ojos, hecho para destruir. A otros devora el amor de los demás; a este lo devoró el amor de sí mismo. Pensar en él, daña; verlo dañaba. El orden general de la Creación está repetido, como en todos los órdenes parciales, en el orden humano. Guiteau era un insecto humano. Su vida fue la de una fiera cobarde, flaca y hambrienta. Su muerte fue la de un niño infeliz que juega a héroe, en medio de un circo. Otros crímenes son producto de la labor de una época en la mente de un hombre: el crimen de este fue solitario y espontáneo, no hijo de la locura de la mente, sino de la del apetito. Cansado de desear en vano, se vengó en un solo hombre de todos aquellos que se habían negado a satisfacer sus deseos. Y para que su venganza fuese más cumplida, eligió el hombre más alto. Hay montañas que invaden con sus cimas serenas los aires azules―y hay abismos que se entran como lenguas de colosales serpientes, por los senos de la tierra. Hay hombres en quienes el bien reposa,―que son los apóstoles; y otros en quienes el mal rebosa,―que son los asesinos,―como hay buitres y hay palomas.

     Apena recordar los días últimos de la vida de ese mísero. Apena ver cómo los narraron los diarios de esta tierra: cómo―luego de muerto―quemaban por las plazas sus efigies; cómo halaban de los pies y llenaban de lodo los vestidos de una imagen suya, ahorcada en un farol de Nueva York, los niños de la calle; cómo se recibió con festejos públicos, con cañonazos, como en Trenton,―con libre beber en las cervecerías, como en Washington, ―con silbar de máquinas de vapor, y vuelo de campanas, como en Pittsburg, la noticia de su muerte. Cuando se abrió bajo sus pies la trampa por que se deslizó con gran caída, camino de la vida venidera, su cuerpo mezquino―rompió en impíos aplausos la muchedumbre de presos de la cárcel, que prolongó luego con vítores y hurras, la que danzaba y reía, como en verbena o día de gorja, a las puertas de la prisión del malaventurado. Aunque no sea más que porque recuerda la posibilidad de que exista un hombre vil, no debiera ser motivo de júbilo para los hombres la muerte de un ser humano.[4]

     Y el Herald, de Nueva York, habló del mísero, y de los lances de sus postrimerías, y de los de su muerte, con mofa abominable. De Guiteau antes de morir decía que estaba “fresco como un pepino”, “tranquilo como una mañana de verano”, “ágil como una pulga”, pintaba al hermano del reo, que iba y venía como por casa propia, por la cárcel donde había de recibir horas después su hermano ignominiosa muerte, y andaba jovialmente por entre los grupos de curiosos favorecidos que repletaban el patio de la cárcel, y con sus mismas manos examinó las cuerdas, las tablas, el gorro de los ahorcados, los resortes, la trampa: palpó con fría curiosidad todos los escondrijos del fúnebre aparato.

     Concíbese en caso semejante, que un hombre quede en pie ante el cadalso de su hermano, convertido en piedra. Este más parecía inspector de fiesta que hermano de ahorcado. Desde el amanecer, estaba henchida de gente la ancha rotonda. Examinaban el patíbulo, como se examinan las barras peligrosas de donde va a dar el salto mortal el favorito gimnasta. No había esa solemnidad imponente que precede a la muerte misteriosa. Todo era ir y venir, y fumar sin tasa, y preguntar con insana avaricia, como cuando se está en vísperas de un espectáculo animado.

     El reo mismo, vestido con singular limpieza, ensayaba, sentado en su lecho de la cárcel, con el jocundo reverendo que le asistía, el canto de una rastrera trenodia que se proponía entonar desde el patíbulo.―Era de verle el día anterior, platicando con serenidad y agudeza en la puerta de su celda con el cronista de un periódico, y pidiéndole excusas corteses por apartarse de él un momento para ir a cerrar una ventana de la celda por donde le entraba aire frío. El cronista le argumentaba implacablemente sobre su crimen:―¡que importa poco revolver con punta de puñal la conciencia de un desventurado, si se da con ello pasto al apetito de un público avariento de extrañas noticias! Y Guiteau se desembarazaba de sus argumentos con nerviosa presteza. Era su modo de hablar, violento, saltante, airado, arrojadizo. Oyéndole y viéndole, se pensaba en zorras y lobos. Respondía apresurado con sus palabras inquietas, coléricas, abruptas, que parecían disparos de cohetes.

     Todo el día estuvo de pie ante la reja de su celda, recibiendo visitas. Veíanse en él los esfuerzos de un domador de fieras: adivinábase que con mano de hierro ponía dique a torrentes de lágrimas, y reprimía los saltos tremendos de un tigre invisible.―“¡Estopa, y disparate! ¡estupidez y estopa!” exclamaba interrumpiendo con rudeza a su hermana, que le venía a decir adiós, con la sobrina del reo de la mano, y le prometió su reunión en el cielo, y el bien merecido por la inocencia de su alma.―Y al punto estrechaba blandamente la mano de la niña, y le hablaba con súbita ternura, como si a los pies de una maga se rindiese el tigre. En tanto, el reverendo[5] sacaba de la celda el ramo de flores que había traído al reo su hermana piadosa, en que había una flor blanca envenenada. Desatada ya la lengua, con esa volubilidad convulsiva y extrema de los sentenciados a morir, y con esa mirada selvática y extraña, como de quien pone el pie en un mundo terrible y desconocido, rogaba a su alcaide que consintiese en ausentarse de la prisión a la hora señalada para su muerte, con lo que esta no podría hacerse, por faltar el alcaide, ni luego por haber pasado ya la hora.

     Ni se ocultaban a sus ojos los diarios que enumeraban los detalles del próximo suceso. Se anunció el programa de la ejecución como el de una exhibición curiosa. Jamás sufrimientos de hombre honrado, ni celestiales dolores de mártir, fueron contados con mayor menudez que las palabras y actos de este reo, los hilos de la cuerda que lo ahorcó, los matices del vestido que le cubrió el cuerpo, las fibras de las tablas del cadalso. Decíase de qué pino era hecho y de qué árbol fue cortado el pino, y de qué país vino la cuerda fúnebre, y de qué menjurjes la untaban para suavizarla, y cómo lo iba a ahorcar “el ahorcador más afamado de esta tierra”.

     Lleno estaba en la cárcel un cuarto de guardar, de cuerdas numerosas, y gorros negros, ribeteados de rojo, y muñecos colgando por el cuello de extremos de lazos, y modelos de patíbulo―enviados, para servir al caso lúgubre, de todas partes de la Unión por gentes brutales.

     El reo aquella mañana en que murió, se acicaló esmeradamente, como quien va de bodas. No se notaba en él ya violencia, ni temor, ni disimulo. Parecía, por la exuberante gentileza con que recibió a su clérigo, novio feliz que oye del sacerdote los deberes del estado en que entra,―y por el teatral aspecto de cuanto le rodeaba, y su leer de papeles, y su cuidar del parecer de su persona, y su ensayar en alta voz discurso y cantos,―artista de fama que va a probar sus fuerzas ante público nuevo.

     Como quien va de viaje, registró cuidadosamente sus cartas, y rompió unas, y dio otras al clérigo. Vestía el clérigo ligero vestidillo, y cuando entró en la celda del preso para no abandonarle ya hasta el punto de morir, llevaba cubierta la cabeza con un sombrerín de paja, y los diarios del día bajo el brazo. Y Guiteau le enviaba a una y otra parte, cual director de función que no quiere que haya cosa que no esté en su puesto: a ver, si tal persona estaba entre los curiosos, a ver si todo había sido dispuesto de modo que no marrase la escena final, a ver si los menesteres del patíbulo estaban ya bien probados y aderezados.

     En la puerta oíase tumulto, y era que la hermana solicitaba permiso para ver ahorcar al reo, y venía con el carruaje lleno de anclas, coronas y cruces de flores, con que cubrir su cuerpo muerto. Ya van de procesión, de la celda al cadalso, por entre hileras de curiosos, de generales, de diputados, de cronistas de periódicos, de médicos. Hacen de incienso bocanadas de humo. El alcaide, con su bastón de oro, encabeza el séquito. Junto al reverendo, que lleva libros y papeles, va atado el asesino, firme el paso, pálido el rostro, recogido el continente. Oh! no haya miedo: no contaremos cosas demasiado horribles. Ya sube a la plataforma Guiteau sereno; ya en lidia odiosa se codean, precipitan y empujan los espectadores, por lograr buen puesto y amplia vista en torno al cadalso. Y el que mejor puesto logra, y más serena tiene la faz, y mejor ve, es el hermano.

     Mas ¿qué es eso? ¿Es un hombre que muere? ¿Es el vulgar servicio religioso de una iglesia pobre? ¿Es la exhibición de curiosidades en algún escenario de circo de pueblo? Porque el programa tiene varios lances, y al entrar en cada uno nuevo Guiteau lo anuncia al público, como los tarjetones de los cafés cantantes de París avisan a la concurrencia la canción que viene, y como los saltimbanquis encasacados de los museos introducen, con esbozos biográficos, cada una de las bestias humanas, enanos, contrahechos, gigantes fingidos, albinos improvisados e idiotas enseñados, que exhiben.

     Dice el clérigo una plegaría monótona. Guiteau anuncia que va a leer y lee con aquel tono de falsa unción e inspirada salmodia de los predicadores comunes, unos versículos del décimo capítulo de Mateo.[6]―Desenvuelve un papel el reverendo. “Ahora, dice Guiteau, voy a leer mi última plegaria”. Y lee, en el papel que mantiene a buena altura ante sus ojos el reverendo servicial, una oración al Salvador. ¡Parece una columna de humo negro, en que revolotean jóvenes buitres! ¡Parece una lluvia de culebrillas disparada al cielo! Parecían látigos las frases. Y las decía de modo que parecían puñales. No las pronunciaba: las clavaba. ¡Qué lenguaje! ¡Qué mezcla de dialecto bíblico y odio satánico! Hablaba con Jesús en la lengua de Luzbel.[7] Usaba giros religiosos para pronunciar anatemas enconados:―“El espíritu diabólico de esta nación, de su gobierno y de sus periódicos, hacia mí, te justificarán, Señor, para maldecirlos”. “¡Arthur (el Presidente) es un cobarde y un ingrato!” “Todos mis asesinos, desde el Ejecutivo hasta el verdugo, irán al infierno”. “Caiga mi sangre sobre este gobierno y estos periódicos”. “¡Adiós, hombres de la tierra!”

     Ya a este punto, el cadalso estaba como levantado sobre los hombros de las gentes. Los rostros no estaban tristes, ni espantados, ni airados,―sino ávidos.―“Ahora”―dice de nuevo la voz de Guiteau,―una voz extraña, hiriente y sin eco―“voy a leer unos versos que indican mis sentimientos al dejar este mundo. Puede ser que hagan buen efecto puestos en música. La idea es la de un niño que balbucea a su padre y a su madre. Los he escrito esta mañana―añadía como si hablase a la posteridad atenta―como a eso de las diez”.―Y comenzó entonces un espectáculo tristísimo. Aquella trenodia era una mísera aglomeración de frases pueriles, sin medida ni concierto. Aquel desventurado que había querido morir cantando como los mártires del Cristianismo, moría arrastrándose como si la culpa al fin, despierta en su recio pecho, le estuviese clavando los dientes ponzoñosos en la garganta. Idiótico y salvaje parecía a la vez el cántico. Coros de sollozos que a borbotones entorpecían la rajada voz del triste, rompían al término de cada estrofa, a modo de estribillos o de épodos.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Publicamos hoy la primera carta de nuestro corresponsal en los Estados Unidos, de cuya preparación y competencia, podrá juzgar el lector, leyendo los siguientes párrafos de un artículo en que el distinguido escritor colombiano Adriano Páez, director de la revista literaria La Pluma, de Bogotá, se ocupa del Sr. Martí, con motivo de un trabajo de este último sobre la muerte del Presidente Garfield. Dice el Sr. Páez en su citado escrito: “Creemos que si el Dr. Martí, autor de estas páginas que publicamos, se resuelve a escribir despacio y concienzudamente las biografías de aquellos dos justos ―y las escribe en inglés y español, pues que domina ambos idiomas―, esas obras lo colocarán entre los grandes escritores de América y de España, y serán populares y clásicos en dos literaturas. Emerson no hablaría de Garfield, en inglés, con más originalidad y sentimiento que Martí, y la descripción de la agonía y exequias del presidente mártir es tan hermosa, tan elocuente, tan sublime, como las mejores páginas de Castelar. Hace pocos días que, al analizar en La Pluma un trabajo de Martí sobre la poesía española contemporánea, anunciábamos que ese hombre sería pronto célebre. Ahora, en vista de otros trabajos del escritor, que es también orador notabilísimo, diremos lo que decía en 1875 Campoamor del malogrado Revilla: ‘Su talento es tan inmenso que es imposible predecir hasta qué punto llegará con el tiempo’. No vemos en España ni en Suramérica un prosista mejor dotado ni más brillante. Es la encarnación de la facilidad, de la naturalidad y de la elocuencia. Es un río caudaloso, de aguas clarísimas, que corre sobre arenas doradas.

Su estilo tiene la limpieza, el brillo y las irradiaciones del diamante. Hay en la literatura española otro Donoso cortés, con todas las cualidades y sin los defectos de este insigne orador.

Ha muerto un grande hombre y ha nacido un grande escritor. Sobre la tumba de Larra apareció el pálido Zorrilla, ‘gladiador que hoy clama al cielo en un circo desierto’. El presidente mártir desde su tumba de Cleveland, continúa guiando al pueblo americano e inspirando a los escritores, oradores y poetas.

El espectáculo de sus padecimientos y de su muerte, ha sido fecundo en bienes y en enseñanzas: nada más sublime que la lucha de ese justo, primero contra la corrupción política y luego contra la muerte. Esta triunfó de la carne, pero el mal fue vencido por la virtud.

Cuantos lean estas páginas llorarán como nosotros hemos llorado, amarán a Garfield, como nosotros lo amamos, admirarán al historiador de ese gran muerto como nosotros lo admiramos, y sentirán ‘aquel aire fresco que resulta del movimiento del ala de un genio’. Entonces volverán su corazón hacia Dios ―y le dirán con el elocuentísimo Pastor de la Iglesia presbiteriana de Long Branch: ‘¡Señor! Haz que de las tinieblas de esta noche de amargura, surja un día más sereno, para gloria, de Dios y el bien del hombre’. ―Gracias te damos por el recuerdo de esta vida que se extingue, víctima de su consagración heroica a los principios. ―Acompaña a estos tristes viajeros en este amargo viaje, fortifícalos y anímalos, buen Dios, y llévanos a todos presto a la mañana que no tiene noche, al hogar que no tiene lágrimas, a la tierra que no tiene muerte!―” Adriano Páez. [Nota de la redacción de La Nación, de Buenos Aires].

Véase, además, de este periodista y poeta colombiano el texto “Conversaciones semanales. II” (La Pluma. Periódico Literario, Bogotá, no. 50, 10 de septiembre de 1881), ACEM, La Habana, 2011, no. 34, pp. 218-221. (N. del E. del sitio web).

[2] José Martí siguió todo el proceso judicial de Charles J. Guiteau en sus crónicas para La Opinión Nacional, de Caracas. Véase el t. 9 de OCEC.

[3] Frances Scoville, John W. y Flora Guiteau.

[4] Véanse, además, las reflexiones de Martí sobre la pena de muerte….

[5] William W. Hicks.

[6] Se refiere al Evangelio de San Mateo.

[7] Luzbel. Personaje bíblico infernal. Lucifer en su primera acepción, príncipe de los ángeles rebeldes.