MANUEL BARRANCO

Revuelto el cabello, limpia la frente, callados los ojos, comido de la vida el rostro triste, yacía en su ataúd de hierro el buen Manuel Barranco. A sus pies, arrodillada, se le juraba de nuevo su esposa, se le juraba para lo que falta de esta vida, y oían el gran dolor los ocho hijos,[1] y los amigos reverentes. Así debía salir del mundo, sin pompa mortuoria, como entre la familia que se reúne para despedir al viajero, el hombre llano y real que de la niñez sana del campo subió, aún en el primer bozo, a maestro,—que de los brazos de la madre enérgica se arrancó para ir a pelear por su país,—que en la pobreza del destierro levantó, a puño diario, una fortuna que jamás contribuyó a la opresión, sino a la libertad, ni al lujo ofensivo, sino a las necesidades ajenas,—y una familia donde no hay ley más alta que la del trabajo, y la del amor.—Algo había, en la blancura y dureza del hielo donde lo fuimos a enterrar, del carácter tenaz y leal del niño precoz, del expedicionario valiente, del trabajador ávido, del rico útil, del maestro original y libre.

     De la vida de Manuel Barranco se saca una sana lección, y más de una; y la más beneficiosa de todas, porque alcanza a mayor número, es la de la capacidad del hombre cubano para crear de sí, en condiciones hostiles, un ente social, productivo y decoroso. Otros, menguados, ahogados en la vida como una flor seca entre las páginas de un libro, van, sin savia ni color, mendigando coléricos por el mundo, que solo respeta a los que fundan y batallan. Manuel Barranco, de niño, vivió con pocas letras en su Camagüey laborioso; por su afán de saber empezó a tener fama, y por lo osado y franco de su pensamiento, y lo enviaron a la Escuela Normal de la Habana, a aprender a enseñar, que es lo más bello y honroso del mundo, y cría alma de padre, amorosa y augusta: no quiso que sus discípulos aprendiesen moral servil, como la exigía un texto astuto del gobierno despótico, y los cubanos buenos de Las Villas le pusieron una escuela libre, adonde iban a oír al maestro hermano los padres y los hijos, y hombres de más barba que él: surgió la guerra, y él fue a ella en un barco desgraciado, y para ella dio el trabajo de sus manos, el calor de su corazón, el servicio de su palabra, desbordada unas veces, y como confusa por la impaciencia del pensamiento, y muchas veces sagaz y decisiva: vino la tregua necesaria, para que la libertad fatigada recobrase las fuerzas, y al erguirse de nuevo, halló fiel y enamorado como siempre a Manuel Barranco. A otros los envilece la prosperidad, y el primer servicio a que la ponen es emanciparse, desde su seguro inhumano e insolente, de los deberes por donde es respetable el hombre. A Barranco le era grata la noble riqueza, porque con ella podía ir levantando como cubanos útiles a sus hijos, y con ella podía ayudar a poner arma al brazo bravo y alas a la mar: no era él de los cobardes y ladrones que gozarán mañana en calma, y aun con clamor de especial privilegio, de la libertad que en su hora de agonía dejaron sin ayuda: él, que se veía morir, servía a la patria en silencio, ya de tesoro, ya de pensador, ya de criado: ¡lo que él quería era ver su tierra poblada de hombres! Así, escondido, iba en las noches frías, ya visitado por la muerte, a enseñar a las almas limpias de La Liga, más que la gramática práctica o la geografía pintoresca, aquel arte de querer por donde las repúblicas son fuertes, y los hombres dichosos. El vendaval soplaba afuera; y adentro, en la escuela bella alzada a hombros del trabajo, los cubanos se preparaban, alegres y fuertes como niños, para las luchas abiertas y benéficas de la libertad. Negarse, y recogerse en sí, y huir de la necesidad del mundo, y adularle el poder, es el pálido oficio de las almas inferiores: de Barranco fue el darse, el salir de sí,[2] el juntarse con los demás hombres, el padecer con alma ardiente por la iniquidad humana, y el ponerse a la obra contra ella, que es el único modo viril de lamentarla. Ámese al hombre entusiasta y desinteresado.

     Su fosa está cubierta de flores: sus amigos ven con desconsuelo la silla vacía: sus discípulos recuerdan agradecidos aquella palabra cordial y abundosa: sus criaturitas, prendidas a la madre, le preguntan si es verdad que de este viaje su padre no va a volver: pero más pura y de mayor majestad aún, es la ofrenda que deja sobre la tumba de Manuel Barranco, la patria agradecida: ¡bien puede, y bien debe, la patria que él amó, poner una flor, tallada en su corazón, sobre la nieve silenciosa de la sepultura![3]

[José Martí]

Patria, Nueva York, 2 de enero de 1895, no. 143, p. 2; OC, t. 4, pp. 480-482.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Patria se llamó una de sus hijas, de quien fue padrino de bautismo José Martí junto con Juana Varona de Quesada. Al conocer su prematura muerte con apenas dos años de edad, le pide a María Mantilla desde Cabo Haitiano que acompañe a Mercedes, la madre de la niña, “a llevarle flores a mi pobrecita Patria” (EJM, t. V, p. 90).

[2] Véase “salir de sí”.

[3] Véase la nota “Un fundador” incluida en la sección “En casa” de este mismo número de Patria, p. 3; OC, t. 5, p. 463.