CARTAS DE MARTÍ

La procesión moderna.—Una columna de 20 000 trabajadores.—Problemas graves y paisajes nuevos.—Los politicianos.—Los irlandeses y su influjo.—El millonario Jay Gould.—El monopolio.—Desfile imponente.—Las máquinas alegres.—La prensa de Franklin.—El coche de Nellie.—Tipógrafos y sastres.—Cigarreros y carniceros.—Los hermosos negros.—Los alemanes silenciosos.—Alegorías y caricaturas.—La revolución del siglo xix.—Eficacia de la libertad.—Los trabajadores en la calle de los palacios. —Vestiditos blancos.—“Santo trabajo”.

Nueva York, septiembre 5 de 1884.

Señor Director de La Nación:

Han decidido los artesanos de los Estados Unidos que el primer lunes de cada septiembre[1] sea un inmenso día festivo para todos los trabajadores de la Nación: ¡martillos abajo! ¡almas arriba! ¡los niños, a caballo sobre sus padres! Los que edifican el mundo, quieren enseñarse una vez al año a él: así, ante el espectáculo solemne, se decidirán a obrar en justicia los abusadores, y entrarán en miedo los déspotas: mal le irá, al que quiera sentarse sobre todos esos hombres.

     ¡Qué ejército, qué ejército el que el 2 de septiembre[2] de este año paseó sus formidables escuadras por las calles más concurridas de Nueva York! ¡Qué hermosura, qué aseo, qué grandeza! Veinte mil eran, hombres y mujeres.—Antaño, con poner un rey la mano sobre el hombro de un calientachismes de palacio, o un cercenador de hombres, o un guardador de la puerta por donde entraba a robar placeres la Majestad, ya lo hacía caballero: hogaño, ver a estas gentes humildes, a estos pobres alegres, a estos viejos honrados, a estas mujeres enfermizas, a estos creadores de sí propios, es como recibir un título más decoroso y limpio de nobleza: “Hombre te hago”, dijo el Creador: y le puso en los labios la palabra, y entre el cabello y los ojos un cintillo de luz: desde entonces, ni ser duque, ni marqués, ni conde, ni vizconde, ni barón, es ser más que hombre: ¿cómo el que hereda una fortuna ha de ser más noble que el que la fomenta? ¿cómo el que vive a espaldas de los suyos, o al amparo de castas favorecidas, ha de merecer más respeto que el que forcejea por abrirse paso en la tierra difícil, con la pesadumbre del desdén humano encima, abandonado a sus esfuerzos propios? Gusanos me parecen todos esos despreciadores de los pobres: si se les levantan los músculos del pecho, y se mira debajo, de seguro que se ve el gusano.—Cuando el pobre exagera sus derechos, rebánensele sus pretensiones en buena hora, que nadie tiene un derecho que lastime el de otro; pero repudiar como a criaturas que manchan y avergüenzan, a aquellos cuyas virtudes pacientes y admirables ni por un solo día serían capaces de imitar los que las repudian,—es una vileza digna de un castigo público.

     Este año, no hubo aún aquel día general de asueto y regocijo que los trabajadores quieren que sea cada lunes primero de septiembre. La idea es nueva, y, aunque creció pronto, ni los dueños de fábricas han asentido todavía a la demanda de los obreros, ni todos estos pudieron, por ir a la fiesta, privarse del salario del día que habrían perdido: de modo que se organizó una procesión ostentosa a que las corporaciones más entusiastas o ricas acudieron en masa, y otras enviaron, como a la fiesta campestre con que dio fin, centenares de representantes.

     Pero en las calles y plazas por donde había de pasar la procesión, todo era desde por la mañanita, en las copas de los árboles, en los botones de bronce del uniforme de gala de los policías, en los vestidos alegres de las familias que iban a ver marchar a sus padres, en los pabellones que engalanaban muchos de los establecimientos de la carrera, y en todas aquellas almas tan a menudo acongojadas, todo era sol.

     Sol hubiera habido, aunque el del cielo se hubiera entoldado: dondequiera que el hombre se afirma, el sol brilla.—Rayos de sol traveseaban por entre la festosa muchedumbre que llenaba las calles la mañanita de la procesión de los trabajadores. De entre los crespos rubios de los niños de los pobres, salían los rayos de sol, cuchicheando y revoloteando. Resplandecían, como premios, sobre los martillos de los artesanos. Subían, como duendes, por los postes de la luz eléctrica. Daban sobre las ventanas, como invitando a las gentes dormidas a que se levantasen y las abriesen, para ver pasar a los héroes humildes, que cual los hindúes a las plantas del elefante blanco, se acuestan en la tierra para que la humanidad pase: como andas son los trabajadores, en que viaja el mundo. Y se quebraban los rayos de sol sobre los alambres del telégrafo, y se detenían a ver pasar la procesión, como pilluelos, cabalgando en ellos.—Mera casualidad es que haya día bueno o malo, y poesía barata y desdeñable la que hiciese hincapié en ello; pero da gozo ver que la Naturaleza une sus galas a las del espíritu, y se pone de fiesta cuando lo está él; lo cual agradece el alma, que se place en el bello conjunto, como si la Naturaleza hubiera contribuido a él intencionalmente.

     Ya viene, ya viene la procesión.—La gente está apretada en las aceras. Limpísimo está Broadway, como las calles de Roma cuando iban a entrar los triunfadores. Los politicianos, que no son los politicastros o malos políticos, sino los políticos de ruin ralea que trabajan en los bastidores de la gobernación pública por logrería y oficio, culebrean por entre la turba, como serpientes de ancho vientre y rostro rojo, con diamantes, grandes como crímenes, en la pechera de la camisa: como plata bruñida brilla la camisa de estos rufianes de las ideas: nótase siempre que los que no poseen una cualidad, son los que ponen más empeño en aparentarla: cuidan mucho de su limpieza exterior estos politicianos. Y van gordos, macizos, sonrientes, relucientes, como quien vive de holganza provechosa: se parecen grandísimamente a los canónigos de antaño; solo que estos rezan sus Horas[3] en la ley del sufragio universal. La religión de la libertad, como todas las religiones, tiene sus augures; y la lámpara del espíritu, como todas las lámparas, tiene sus vampiros. El mundo animal está en concreción, en toda asociación o persona humana: cada hombre lleva dentro de sí todo el mundo animal, en que a veces el león gruñe, y la paloma arrulla, y el cerdo hocea;—y toda la virtud está en hacer que del cerdo y del león triunfe la paloma.[4] Y estos politicianos, de cervecerías y esquinas, estos falseadores de la opinión pública, estos corredores de votos, son como los cerdos de las instituciones políticas: solo el ojo vulgar puede confundirlos con el león, que fulmina y arremete, o con la paloma que del suyo propio y de todo dolor ajeno, suplicando, muere.—¿Y la procesión? ¡Ya viene, ya viene!

     Cuesta trabajo reprimir las ideas cuando el sol esplende, los trabajadores marchan, y el mundo se hincha. Parece que se ve en el aire una bandera nueva, y se la sigue. Cuando se ve surgir el pabellón que guía a la redención humana, el hombre, como un manto que le estorba, deja caer a sus pies la vida diaria y común, que le ha sido impuesta como un uniforme de conscripto que lo enmascara y oculta,—y luce, con sus arreos de batallar, claro y brillante como un astro.

     Los politicianos, gente de bajos, que no alcanzan a ver lo que sucede en las alturas, continúan su camino por entre la muchedumbre, aguzando las pasiones de la gente inculta, dejando caer en sus oídos, como áspides, suposiciones que en aquellos pechos lastimados y sencillos, se convierten luego de serpientes en llamas, que cansadas de comer en lo interior el pecho que las aposenta, les encienden la lengua y los brazos, y se salen de ellos por todos los poros, y se juntan con todos los que sufren y llamean, y queman y devastan, en una hora de mortal incendio, que limpia pero que aterra el mundo. Los politicianos malogran y envenenan todas las grandes batallas del espíritu. Criminales públicos son estos calumniadores de oficio. Y como ahora hay cuatro candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, y los cuatro apetecen el voto de los obreros, los politicianos están muy ocupados: unos, que prefieren a Blaine porque no les lleva a mal su modo de trabajar en política y sacar provecho de ella; acusando a Cleveland, el candidato de los demócratas, que no tiene alas en la mente, mas sí pies macizos, hechos a hollar abusos; otros que sin querer bien a Blaine sirven a los que tienen miedo de ciertas aficiones librecambistas de Cleveland, encendiendo, con encomios a Butler, que usa ahora de estas armas, los odios de la gente de trabajo contra la de dineros, y los de los irlandeses naturalizados contra Inglaterra:—y la verdad es que los odios de los irlandeses, como que estos representan innumerables votos en la hora de las elecciones, votos que los candidatos ignominiosamente cortejan, influyen de manera lastimosa en la política norteamericana, y en asuntos gravísimos la dirigen: ¡si en la misma ciudad pasa, por la cual, como una secreción contagiosa, se va extendiendo, no el marcial espíritu de los irlandeses preclaros que batallan por las libertades de su tierra, sino cierta alma harapienta y canina, que trae consigo, arrebujada en sus andrajos, la muchedumbre páupera de Irlanda!

     Da miedo ver cómo crece esta alma interesada, odiadora y dura. ¿Que se derriben templos? Aquellos donde se predique el odio, o la intolerancia, vénganse abajo en buen hora: pero ¿templos? ahora se necesitan más que nunca, templos de amor y humanidad que desaten todo lo que en el hombre hay de generoso y sujeten todo lo que en él, de crudo y vil. Se está en peligro de una revuelta enorme. Y en estas ciudades grandes, hechas de residuos de pueblos enconados y coléricos, donde el dolor, cuando no se exhala en grito de venganza, se petrifica en egoísmo; en estas ciudades populosas, hechas de retazos ardientes, los templos han de erigirse a toda prisa. A barcadas viene el odio de Europa: a barcadas hay que echar sobre él el amor balsámico.

     Ahora sí que viene la procesión, ahora sí que viene: no en las aceras solo, sino en las ventanas de estas altísimas casas rebosa la gente; castellanas no son ni señorías, asomadas a los balcones de piedra del castillo, en sus vestidos de talle largo con mangas colgantes, a ver pasar, trémulo el corazón y enamorados los ojos, los fuertes caballeros que van, con su gente de armas a la zaga, camino de la guerra: son mozos y mozas, con blusas y delantales de trabajo, que se han levantado un momento de sus máquinas de hilar, de coser, de recortar, de plegar, de engomar, de agujerear, de colorear, de escribir, de encuadernar, de parar letras, para ir a saludar con sus pañuelos a los que por la ciudad pasean en procesión, como santidades nuevas, sus méritos y sus dolores.

     A sí mismos se ven en los que pasan, y se les llena de amor de hermano el pecho, y los ojos de lágrimas de lástima por sí propios, por su rincón doméstico, sin sosiego y sin abundancia, por sus largas desocupaciones sin salario y sin consuelo, por sus niños y sus viejos, siempre coléricos y necesitados; pero la atmósfera está tan encendida y lúcida, los procesionarios llevan tan buena apariencia, tan altos hurras da al verlos la gente, que las lágrimas se les secan en los ojos a los obreros asomados a las ventanas, y se vuelven a sus máquinas consolados como la tierra después de una ligera lluvia.

     Repliégase la muchedumbre sobre las aceras. Aparecen, abriendo el campo, los policías fornidos a caballo; casco blanco lucen, mas no es ya de acero, sino de felpa, lo que indica que otros tiempos nacen aunque los viejos no han desaparecido todavía. Ya los aplausos vuelan por los aires; ya se escuchan los pífanos alegres y los atambores; pero el que viene a caballo, y muy bien montado, a la cabeza del séquito no es, como antes, el trompetero de ricas vestiduras, con su trompeta de banderín bordado, caballero en animal de pro, de suntuosos paramentos; ni el tamborilero de chupa roja y calzón corto, encaramado en el arzón de la montura, colgándole las piernas por entre ambos tamboriles, montados entre enaguas de carmesí y de oro al uno y otro lado de la cruz de la cabalgadura: gran mariscal de los trabajadores es el que abre la marcha,[5] y tras él, como precediendo a los diversos gremios que vienen en el séquito, rompe en encendidas músicas una banda de la milicia voluntaria:—la música de las bandas es como un hada invisible: en las ciudades invita a la alegría, al perdón y al movimiento: en campaña, pone las armas en manos de los combatientes.—Estruendo se oye; pero no de arcabuces: mástiles se ven, pero no de lanzas: son las lanzas de la guerra nueva, las chimeneas delgadas de las pequeñas máquinas de vapor que por las mañanas, no bien rompe el día, comienzan a subir por las alturas, a no parar hasta los bordes de las nubes, los materiales con que fabrica New York sus casas gigantescas. Por el cielo se están entrando los hombres: Babel es la tierra toda: solo que ya no se confunden las lenguas.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Se refiere al Día del Trabajo o Labor Day.

 [2] En realidad, el desfile tuvo lugar en la mañana del lunes, 1ro. de septiembre de 1884.

 [3] Se refiere a las horas canónicas: Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nonas, Vísperas, Completas y Maitines, que forman el Oficio Divino.

 [4] “Los tiempos no son más que esto: el tránsito del hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en el ser humano, en que los dientes tienen necesidad de morder, y la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los puños crispados buscan cuerpo donde caer? Enfrenar esta bestia, y sentar sobre ella un ángel, es la victoria humana”. (JM: “Una pelea de premio”, La Opinión Nacional, Caracas, 4 de marzo de 1882, OCEC, t. 9, p. 259).

“Todo hombre es una fiera dormida. Es necesario poner riendas a la fiera. Y el hombre es una fiera admirable: le es dado llevar las riendas de sí mismo”. (JM: “Cuentos de hoy y de mañana por Rafael de C. Palomino”, La América, Nueva York, octubre de 1883, OCEC, t. 18, p. 198).

 [5] William McCabe.