LA PRIMERA CONFERENCIA

El domingo se juntó el Club “José Martí” como anunció Patria,[1] para inaugurar las Conferencias Políticas, las Conversaciones Políticas, que dará mensualmente. La conferencia improvisada comenzó a las tres de la tarde, de un día de calor recio, y a las siete no había aún quien quisiera abandonar el salón. A la salida, después de la hermosa lid de pensamientos, iban los miembros del club, y los visitantes, como más amigos y apretados.

     Y fue que el Club, desdeñando con razón el aparato vanidoso y la retórica compuesta, no convoca a estas Conferencias para agrupar una cohorte de palmeadores en torno a un bailarín de la palabra, sino para atacar virilmente los problemas que nos van al corazón, para estudiar nuestras culpas políticas y ver cómo nos podremos limpiar de ellas, para ver por dónde caímos antes a fin de no caer ahora en lo mismo, para decirnos como hombres, de ceja a ceja, las dudas francas que podamos tener sobre los fines de nuestra política o sobre sus métodos, sobre la relación entre los derechos sociales del hombre y sus deberes patrios, sobre la necesidad de emprender unidos la campaña que el enemigo puede sofocar en flor si la emprendemos sueltos. De pie, y de lo más puro y elevado de las almas, fue la Conferencia toda, y al fin de ella, el contento de la propia fortaleza y el orgullo de la unanimidad animaban los rostros. Allí los veteranos de la guerra y el destierro; allí los puertorriqueños recién llegados, que por todas partes llevan su alteza y su fervor; allí la enardecida juventud, la del aula junto a la del taller, que a la impaciencia del sacrificio, y la emulación inquieta de los héroes, une el conocimiento saludable y sereno de las fuerzas de brazo y de idea que son indispensables para vencer. Allí, en aquella ardiente plática, se fundían en la idea común los ánimos. Y se decía la verdad entera. Ni asomos de odio, ni asomos de exclusión. Decía un comandante: “¡pero si estoy gozando como un niño, si he crecido un palmo oyendo este debate, si hacía quince años, desde la guerra, que yo no oía hablar así a los hombres!” Es la verdad que la Conferencia, levantada desde los primeros momentos a la más noble altura, dejó en las almas una impresión solemne.—Las puertas estaban de par en par, y no pecamos al reseñarlo de ligero.

     Fue Sotero Figueroa, el laureado puertorriqueño, quien, a la invitación que hizo a la concurrencia, con el discurso sentido que le mana del corazón, el presidente Leal, propuso el tema que había de desenvolverse, y apoyó él mismo con su palabra jugosa e incisiva. “¿Ha sido o no oportuna la actual organización de las emigraciones?” Para él lo era, era indispensable, hubiese sido criminal que no se organizaran. Puerto Rico nada puede esperar de la España mítica a quien se ha ido a pedir lo que no tiene, de una España científica y piadosa. Cuanta fe y humildad se pudo poner sinceramente en la política autonómica, Puerto Rico, las puso. No engañaba a España; pedía con la cabeza alta del ofendido, pedía como quien pide lo suyo, pero pedía con lealtad. Los pueblos perdonan a quien ahorra su sangre, y llegan a aborrecer a quien se la envenena. Puerto Rico, al cabo de tanta espera y mansedumbre, no tiene hoy seguridad para sus negocios, ni calma para sus casas, ni empleo para sus talentos, ni trabajo para sus jóvenes. Los puertorriqueños de la emigración, lo mismo que los cubanos, han debido reunirse a tiempo de impedir que su patria se desmigaje en la miseria y en el deshonor.

     Gonzalo de Quesada, con el fervor respetuoso de quien pone palabra a la verdad, con el poder de juicio y composición, raro en sus años, que da fuerza y peso a su vibrante elocuencia, pintó, sin encono ni perdón, el desorden político de Cuba, el viaje al garete de los partidos coloniales, el trastorno de la Unión Constitucional[2] que niega, por la culpa del nacimiento, al cubano que la preside; la pena de oír decir al partido autonomista que su timbre mejor es el de haber ahogado la tentativa cubana del setenta y nueve[3] para ahorrar al país la espera inútil; lo parcial y nulo de la tentativa económica, último pretexto a que se ase el patriotismo sobrado cauto, o sobrado miedoso. Y cuando en la Isla, llena de necesidades, fracasan todos los partidos que pretenden satisfacerlas; cuando el descontento general se manifiesta con los mismos síntomas con que se manifestó en 1868; cuando el hijo del país, que ve sus propiedades inútiles y el decoro y trabajo imposibles, vuelve otra vez los ojos a la guerra; cuando el español, cansado del gobierno que lo esquilma, parece dispuesto a procurarse con el cubano un gobierno de libertad; cuando afuera pueden los cubanos allegar los recursos de la guerra inevitable que no pueden allegar los de adentro ¿deberemos merecer la pregunta que Eduardo Agramonte hizo a sus amigos del Camagüey al volver de Barcelona?: “¿Y qué han hecho en estos diecisiete años?” Era deber supremo de los emigrados el organizarse, para que la guerra no vuelva a perecer por la falta de acuerdo y socorro continuo entre los cubanos del campo de batalla y los de las emigraciones. Cuando todo tiende a la guerra en Cuba, deséesela o no, el deber de los cubanos es prepararse para la guerra.

     Vicente Díaz Comas, activo y entusiasta, habló entonces, con cordura persuasiva, de los servicios infatigables de las primeras emigraciones, delincuentes solo  por su exceso de confianza, e hizo calurosa justicia a aquellos ricos y pobres que nunca esquivaron la contribución ni la fe, que pagaron a la patria el tributo de sangre y de dinero, que nunca cerraron las puertas a la petición de ayuda: ¡nunca hubo barcos bastantes para llevar a Cuba los emigrados que querían ir! “¡La guerra se hubiese salvado si le hubiesen ido los recursos que las emigraciones le mandaban!” Y con tacto y cordialidad señaló los yerros de aquellos tiempos: “señalemos el error, y no al que erró, que esta es época de allegar y componer”: “señalemos el error que no estuvo en las emigraciones generosas, para que no se pierdan hoy sus esfuerzos como se perdían ayer”: “dígase, porque es verdad, que la abnegación y la confianza, y toda especie de virtudes, no pudieran ir más lejos, a pesar de la grande y continua tentación de desconfiar, de lo que fueron en la emigración de la primera guerra”.

     José Ramírez, que con sus muletas de inválido halla siempre el camino a donde se prepare la independencia, que no ha huido nunca el cuerpo a los peligros ni la bolsa a la contribución; que padeció en el presidio de la primera guerra y ha tenido la mano en las más varías y osadas tentativas, narró con el fuego de su alma generosa tanto yerro y sacrificio inútil, tanto engaño del entusiasmo alocado, tanta obra suelta que paró necesariamente en desastre, tanta equivocación de empresas y tanta injusticia contra hombres; y decía conmovido, al aplaudir esta época nueva en que se trabaja en conjunto y se discute en hermandad: “Yo estaré siempre con los buenos: yo no estaré nunca con los malos”.

     El presidente convidó a José Martí, sentado en las bancas de los miembros, a ampliar el tema de la organización. Dos horas duró aquel discurso,[4] y no pareció la concurrencia sentir la fatiga. Nuestra historia revolucionaria entera se desenvolvía, punto tras punto, y las razones apremiantes que hacían vivísima ya la necesidad de la obra unida. Era el discurso coreado por exclamaciones de asentimiento:—“Es verdad”: “Yo estaba allí”: “No caeremos en eso otra vez”: “Nada de eso sabíamos!”. Era una conversación fogosa e íntima entre todos aquellos corazones. Martí bosquejó las causas de la derrota de la primera guerra; explicó las causas de la derrota de la segunda guerra, cuando él mismo presidía el Comité de New York; pintó el estado del país después de ambas caídas, y la necesidad de poner remedio, una por una, a las causas que nos hicieron caer; describió la labor silenciosa de estos doce años para congregar a los elementos que quedaron desamistados; para disipar el recelo justo de los revolucionarios de campaña contra los de la emigración; para impedir que España venciese en su tarea pertinaz de mantener desunidas las emigraciones; para evitar que la impaciencia del carácter activo quitase a los militares gloriosos el civismo que les hermosea el valor y les asegurará su fama; para esperar a que el descrédito en que de sí propio cayese el autonomismo le privara de la excusa de que no se le había dejado libre acción; para salvar la revolución del peligro inminente de que la compongan los autoritarios de la Isla sin la suma de libertad y franca justicia necesarias al éxito de la guerra y al de la república; para reunir los elementos revolucionarios de manera que creen en Cuba una república pacífica e industriosa antes de que, maduro ya el vecino poderoso para la conquista disimulada, pueda alegar como excusa de ella ante el mundo la ruina irremediable y la incapacidad política de una Isla indispensable al comercio del mundo para tener a la mano, prontos a la obra, los elementos de la guerra cuando el país se viera, como se ve hoy, en la necesidad de la guerra y en la imposibilidad de organizarla: “Hemos llegado a nuestra hora; sin odio y sin ambición, y no seremos ya culpables de haber dejado la guerra peligrosa abandonada a la codicia de los hombres, al desorden de las ideas, y a las sorpresas de la fortuna”. Así, felicitándose todos, con viril placer, terminó la primera Conferencia,[5] la primera Conversación Política del Club “José Martí”.

[José Martí]

Patria, Nueva York, 18 de junio de 1892, no. 15, p. 3; OC, t. 2, pp. 29-32.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1]Véase, al respecto, la breve nota “Conferencias”, publicada en Patria, Nueva York, el 16 de abril, no. 6, p. 4.

[2]Partido Unión Constitucional.

[3]Referencia a la llamada Guerra Chiquita.

[4]No se conserva este discurso.

[5]Véase el anuncio de la segunda conferencia en la breve nota titulada “Club ‘José Martí’”, publicada en Patria, Nueva York, el 2 de julio de 1892, no. 17, p. 4.