LA ORIGINALIDAD LITERARIA EN LOS ESTADOS UNIDOS

LOUISA MAY ALCOTT

No hay que andar buscando en los pueblos nuevos aquellas literaturas de copia y alfileres que enseñan catedráticos momias en las escuelas clásicas.—¿Y quién es ese secretario de usted que da tantos tropiezos?—preguntaban a un periodista de Chicago.—“Es un imbécil que habla dieciocho lenguas y sabe seis ciencias vivas. Dele usted un fin de verso latino y él le dirá si es de Juvenal o de Persio; pero no le pregunte por dónde va la vida humana, ni cómo se influye en ella, ni cómo se saca de ella la felicidad, ni cómo se anda por el mundo sin tropezar con los callos y juanetes del vecino; ¡esa es la ciencia, amigo, no tropezar con los juanetes!”

     No fue esa literatura científica por cierto la que dio fama a la escritora que acaba de morir,[1] Louisa May Alcott. De seguro que su nombre no es conocido en nuestros países, como no lo era el de su padre, el filósofo Bronson Alcott,[2] cuya vejez mantuvo ella decorosamente con el producto de su trabajo. Y su trabajo fue notable. Lo primero fue, más que estudiar, vivir; vivió pobre; vivió en el campo, cerca de Thoreau el naturalista ere­mita, y de Hawthorne el novelista del espíritu, y de aquella águila blanca que se llamó Emerson; vivió en su casa humilde, haciendo de hija mayor en la casa adonde traía poco pan el padre filósofo, y donde lo que la madre ganaba enseñando por el pueblo urbanidad y costura fue mermándose tanto, que Louisa, engolfada en lecturas sabihondas, dejó de escribir sendas cartas a Víctor Hugo, a Milton y a Goethe, para enseñar en una escuela vecina, donde la querían mucho por su arte de inventar cuentos. Los en­viaba a docenas a los diarios, por si se los querían imprimir; y al fin uno pareció bien a cierto editor compasivo, que le pagó cinco pesos, y diez por el segundo, hasta que un día de nieve se encontró al volver de sus lecciones un poste donde decía en letras muy grandes: Bertha,[3] novela nueva por la autora de Las primadonnas rivales.[4] La familia entera fue en procesión a ver aquel poste, que era la lengua primera de la fama, y arrancó los jirones del cartel, que guardan aun piadosamente las hermanas.

     Pero en vano escribía Louisa May Alcott novelas imaginadas, con más invención que observación y llenas de reminiscencias y trasuntos literarios. “Hará algo”—decían los que la conocían; mas con veinte libros que llevaba escritos aún no lo había hecho; hasta que, tocada en el noble corazón por los sufrimientos de los heridos en la guerra del Sur, se alistó de enfermera, vio la muerte, y halló este lenguaje: “Alrededor de la estufa, de la estufa roja y enorme, estaban encogidos, tendidos, caídos sobre el codo, reclinados uno contra otro, los hombres más infelices que vi jamás, desencajados, des­pedazados los vestidos, pálidos; con el fango hasta las rodillas, con vendas ensangrentadas de muchos días atrás; muchos acurrucados en sus mantas, con la levita a los pies o sin levita, y todos con aquella mirada de cansancio que proclama, más que el silencio de las ciudades y los despachos de los jefes, la derrota. Yo los compadecía tanto, que no me atrevía a hablarles. Me moría de deseo de servir al más miserable de ellos”. Y las historias del hospital las cuenta así, en sus Hospital Sketches:[5] trajeron de comer, y ella dio alimento a uno de los peor heridos y lo ofreció después al que tenía al lado.—“Gracias, mi señora; ya yo no creo que volveré a comer; tengo una bala en el vientre. Pero beber agua si quiero, si no está usted muy ocupada”. “Eché[6] a andar muy de prisa, pero acababan de llevarse los baldes para llenarlos y tardaron un mundo en volver. Yo no olvidé a mi herido, y fui a él con la primera jarra. Me pareció que dormía; pero algo en su cara pálida y cansada me hizo poner a sus labios el oído. No respiraba. Le toqué la frente. Estaba fría. Entonces entendí que, mientras yo aguardaba por el agua, otra enfermera mejor le dio a beber una medicina más fresca, y lo curó de una caricia de su mano. Tendí la sábana sobre aquel cuyo sueño ya no podía turbar ruido alguno, y media hora después la cama estaba vacía”.[7]

     Desde entonces Louisa May Alcott, iluminada por la ternura, no escri­bió más que la verdad. No se valió de la imaginación para inventar, sino para componer, que es su verdadero oficio; y lo que sabía de la literatura le sirvió mucho, por supuesto, pero no para construir edificios de cartón pintarrajeados de leyendas y mitología, con un puntal griego, otro hindú, otro alemán y otro latino, sino para distribuir lo suyo propio, que por sí vio de cerca y sabía, con aquella proporción, naturalidad y buen gusto que son la lección eterna y útil que se saca del estudio de la buena literatura. Louisa May Alcott contó entonces su vida de niña, las de sus hermanas, la de aquel buen padre que no comía carne, la de su madre que la crió como una flor, la de sus vecinos del pueblo de Concord,[8] refugio antes y aún hoy de las almas más claras y felices de entre aquella pléyade de bostonianos en quienes arraigó por igual el amor al hombre y el amor a las letras.[9] Pero no lo contaba en cabeza propia, porque eso hubiera privado a la narración de libertad y encanto; sino que, disponiendo los incidentes alrededor de un argumento propicio y urdiendo en una acción imaginada y siempre sencilla los caracteres reales, creó, con toda la fuerza de quien había vivido una niñez típica y original, la novela nueva del niño americano. De la niña americana sobre todo. No hay casa de campo ni de ciudad que no tenga sus Mujercitas,[10] sus Hombrecitos,[11] su Trabajo,[12] sus Ocho Primos,[13] su Biblioteca de Lulú,[14] su Bajo las lilas.[15] En Mujercitas y en Trabajo está su vida entera, porque ella es “aquel marimacho de Jo”, y ella es “aquella bonaza de Christie”. Y tan sanos y vigorosos son sus libros, que no los leen los niños solo con delicia, sino que la persona mayor que comienza uno, ya no sabe dejarlo de la mano. Mujercitas se ha vendido por centenares de miles; y Hombrecitos poco menos. Allí chispea la vida, sin imágenes vanas ni recias descripciones; la virtud se va entrando por el alma según se lee, como se entra el bálsamo por la herida.

José Martí[16]

El Economista Americano, Nueva York, marzo de 1888.

[OC, t. 13, pp. 191-195]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2018, t. 28, pp. 143-145.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Falleció el 6 de marzo de 1888.

[2] Amos Bronson Alcott. Véanse el homenaje de José Martí a su muerte en las crónicas homónimas “Caracteres norteamericanos”, publicadas en La Nación y El Partido Liberal. (OCEC, t. 28, pp. 108-114 y 115-121, respectivamente).

[3] Relato de Louisa May Alcott publicado en The Saturday Evening Gazette, de Boston, en 1856.

[4] The Rival Prima Donnas. Relato publicado en 1854 en The Saturday Evening Gazette, de Boston.

[5] Novela publicada en 1863.

[6] Se añaden comillas.

[7] Véase Hospital Sketches, capítulo III, p. 40 de la edición de James Redpath, Publisher, 221 Washington Street, Boston, 1863.

[8] Ciudad capital del estado de New Hampshire, Estados Unidos.

[9] La familia Bronson Alcott —Louisa, sus hermanas y su padre Amos Bron­son— vivieron muy cerca de la laguna de Walden donde Henry D. Thoreau construyó su cabaña de madera y donde vivieron además Ralph W. Emerson y el escritor Nathaniel Hawthorne. El camino para establecerse en ese lugar lo abrieron el reverendo Ezra y George Ripley, este último editor del New York Tribune y coeditor con Emerson de la revista trascendentalista The Dial.

[10] Novela autobiográfica escrita y publicada en­tre 1868-1869, en la que describe la vida de su familia en Nueva Inglaterra.

[11] Novela publicada en 1871.

[12] Work: A Story of Experience. Novela publicada en 1872.

[13] Novela publicada en 1875.

[14] Lulu’s Library. Compilación de cuentos para niños pu­blicado entre 1886 y 1889.

[15] Novela de Louisa May Alcott, publicada en 1878.

[16] En OC, sin firma.