CORRESPONDENCIA PARTICULAR
DE EL PARTIDO LIBERAL
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Es necesario que la juventud sea dura. Beecher fue al seminario: jamás aprendió el griego: supo mal sus latines: era el primero en los ejercicios corporales, en correr, en nadar, en luchar, en tirar a la pelota: también era el primero contra las brutalidades del colegio, el manteo, la bebida, el juego, el abuso de los menores. Pastor fue el padre, pastores eran sus amigos, pastor lo hicieron a él; estas carreras heredadas malogran [a] los hombres: la cogulla para aquel mozo indómito hubiera sido un insoportable freno, si no hubiese en la casta puritana el espíritu vehemente del sacerdocio, y la astucia que enseña cuán prudente es entrar por un camino hecho. El bosque se come a los exploradores. Los hombres abandonan a los que se deciden a vivir sin adularlos.
Beecher se casó joven, en lo que dio prueba de nobleza: “Me casaré con ella,[16] aunque no tengamos para vivir más que la punta noroeste de una mazorca”: y juntos se fueron [a] la aldea,[17] donde derribó él los árboles de que hizo su casa, ayudado por sus feligreses y vecinos. Él era el pastor, el sacristán, el apagaluces. Su parroquia era de ganapanes: recibía, como su padre, trescientos pesos al año. Pero, luego en una ciudad de más viso, la angustia fue mayor: allí a su mujer la envejecía la ira: el Oeste rudo la sacaba de juicio: ocho años vivió enferma. Y aquel pastor elocuente, a quien ya venían a oír de los lugares a la redonda; aquel defensor enérgico de los colonos que se resistían a permitir la esclavitud en el estado; aquel ministro del Señor que no tenía embarazo en convidar a las armas, como los obispos antiguos, ni en hacer reír a sus oyentes con chistes brutales, ni en hacerles llorar con sus tiernas memorias domésticas; aquel desenvuelto predicador que hablaba más de los derechos del hombre que de los dogmas de la Iglesia,—cultivaba una huerta para ayudar a los gastos de la casa; cuidaba de su caballo, su vaca y su cerdo; pintaba las paredes como su madre había pintado la alfombra; y cocinaba, y corría con la limpieza de la vajilla!
Al fin, lo oyó predicar un día un viajero, y lo llamaron de Brooklyn. ¡Brooklyn, del Este! Allá los pastores son gente de mucho libro: no dicen chistes en el púlpito, no cantan a voz en cuello con su congregación: usan zapatos finos y sombreros de copa: ¿qué va a hacer allá el pastor de rostro bermejo y cabellera suelta? Pero su mujer quiere ir, y van. Lo primero fue cambiarles el guardarropa, porque el que llevaban era para reír: ella, unas mangas abullonadas, y saya de vuelos: él, una levita flotante y locuaz, el sombrero risueño y caído sobre la oreja, el cuello a la Byron.[18]
Para reír también era la oratoria del pastor. ¡Qué ademanes, qué chascarrillos, qué transiciones súbitas, qué hablar de las costumbres de las ardillas y de los amores de los pájaros! Pues no discurría sobre política en el púlpito! el mejor modo de servir a Dios es ser hombre libre, y cuidar de que no se menoscabe la libertad. Unos períodos parecían arrullos: otros columnas de humo perfumado: de pronto un manotazo en los faldones, o un círculo dibujado en el aire con el brazo. Y qué herejías! Él no creía en la caída de Adán: el hombre estaba cayendo siempre: la divinidad se estaba revelando sin cesar: cada nido es una nueva revelación de la divinidad: los domingos deben ser alegres. Zumbaba el encono alrededor del púlpito. “¡Por Dios, sáquenme al hijo del Este!”, decía Lyman Beecher: “allí se sabe demasiado”.
Ah! sí! pero allí no se tiene la altivez pujante de los que se crían alejados de las ciudades populosas. Él traía su religión oreada por la vida. Él venía del Oeste domador, que abatía la selva, el búfalo y el indio. La nostalgia misma de su iglesia pobre le inspiró una elocuencia sincera y graciosa. Hacía tiempo que no se oían en los púlpitos acentos humanos. Le decían payaso, profanador, hereje. Él hacía reír. Él se dejaba aplaudir: ¡culpable pastor! que se atrevía a arrancar aplausos! Él no tomaba jamás sus textos del Viejo Testamento, henchido de iras, sino que predicaba sobre el amor de Dios y la dignidad del hombre, con abundancia de símiles de la naturaleza. En lógica, cojeaba. Su latín, era un entuerto. Su sintaxis, toda talones. Por los dogmas, pasaba como escaldado. Pero en aquella iglesia cantaban las aves, como en la primavera, los ojos solían llorar sin dolor, y los hombres experimentaban emociones viriles!
¿Qué importaba que sus mismos feligreses creyeran exagerada la propaganda de su pastor contra la esclavitud? Ellos le habían admirado cuando, afrontando la cólera pública, cedió su púlpito al evangelista de la abolición, a Wendell Phillips. ¡Quién ha de atreverse, les dijo él, con el pensamiento del hombre! Y ellos fueron, como él les aconsejó, armados de garrotes. El púlpito crecía: de la nación entera venían a oír aquella palabra famosa: “¡Siga al gentío!” decían los policías a quienes les preguntaban por la iglesia. Allí solía encresparse la elocuencia del pastor, y subir, como las olas del mar, en torres de encaje. Tundir solía, como el garrote de sus feligreses. Pero era en lo común su discurso, coloreado y melodioso, como un fresco boscaje, por cuyos árboles de escasa altura trepan cuajadas de flores las enredaderas, ya la roja campánula, ya la blanca nochebuena, ya la ipomea morada. A veces un chiste brusco hacía parecer como si, por desdicha, hubiese asomado entre los florales un titiritero, pero de súbito, con arte de mago, un recuerdo de niño cruzaba volando como una paloma, e iba a esconderse, despertando a las lágrimas, en un árbol de lilas.
Corría el estilo de Beecher como las cañadas del valle, argentando la arena, meciendo las frutas caídas y las florecillas, sombreándose con las nubes que pasan, serpeando por entre las guijas relucientes, derramándose en mil canales, entrándose por los bosques de la orilla, y volviendo de ellos más retozona y traviesa. Cuando se ahondaba el camino, cuando enardecía aquel estilo la pasión, despeñábanse sus múltiples aguas, y allá iban, reunidas y potentes, con sus hojas de flores y sus guijas; mas luego que el camino se serenaba, volvía aquella agua, que no tenía fuerza de río, a esparcirse en cañadas juguetonas.
No tenía la palabra nueva, el giro abrupto, la concreción montuosa de los creadores. Él era criatura de reflejo, en quien su pueblo se manifestaba por una voz sensible y rica. Tenía de actor, de mímico, de títere. Lo gigantesco en él era la fuerza: fuerza en la cantidad y los matices de la palabra, fuerza para adorar la libertad, con una pasión frenética de mancebo. ¡A todo se tocase, menos [a] ella! Aquel orador, acusado con justicia de mal gusto, hallaba ejemplos apropiados en el tesoro de sus impresiones de la naturaleza: aquellos ojos azules centellaban, y se veía en el fondo el mar: aquel predicador de gestos burdos producía sin esfuerzo arengas sublimes. Ya era una nota inesperada y vibrante, que subía hendiendo el aire, y quedaba azotándolo en lo alto, como un gallardete de bronce. Ya era un magnífico puñetazo, dado con acierto mortal entre las cejas.
No recargaba el raciocinio con ornamentos inútiles, pero solía debilitar la frase por su misma abundancia. Escribió libros sin cuento, por el cebo de la paga, que llegó al millón de pesos; mas nunca fue maestro de la palabra escrita; y se buscarían en él en vano, a pesar de su amor a la naturaleza, la expresión triste y jugosa de Thoreau, y aquella lengua raizal de Emerson. No hay que buscar en él la prosa caldeada, transparente y fina de Nathaniel Hawthorne; pero eso bien se puede perdonar al que, descubriendo en todos los credos dignos del hombre el amor a este en que todos se reúnen, desmintió la frase fanática de aquel otro Nathaniel, Nathaniel Ward: “la propiedad es la impiedad del mundo”. La lengua inglesa, es verdad, no debe a Beecher ningún cuño nuevo, ningún ingrediente desconocido u olvidado, ningún injerto brioso. No ilustraba su asunto con anécdotas, como Lincoln, sino con símiles. La imagen era la forma natural de su pensamiento. El hombre era su libro. Casi puede decirse de él, aunque no en tan alto grado, lo mismo que él decía de Burns: “Fue un verdadero poeta, no creado por las escuelas, sino educado sin ayuda ni cultivo exterior”. Él, como Burns, pedía “una chispa del fuego de la naturaleza: esa era toda la ciencia que él deseaba”.
Grande era la iglesia de Plymouth en aquellos días en que, marcado en la frente por Wendell Phillips, se decidía el Norte herido en sus derechos a protestar al fin contra la esclavitud: un flagelo de llamas era la elocuencia de Beecher: no se salía sin llorar un solo domingo de su iglesia: exhibía en su púlpito a una niña esclava de diez años, y despertaba el horror de la nación: con las joyas que llevaban puestas libertaban al41 otro día sus feligreses a una madre y su hija. Cuando el rufián Brooks[19] golpeó brutalmente en el Senado con el puño de su bastón al elocuente abolicionista Sumner, los magnates de New York no invitaron a Beecher a protestar con ellos en su reunión solemne; pero Beecher fue a ella; lo vieron, lo echaron sobre la tribuna, abandonada por los magnates medrosos, y halló en aquel instante de soberbia emoción palabras históricas que todavía flamean, tal como lloran las que dijo cuando voló la luz de Lincoln!
Mas ¿qué era el entusiasmo de sus compatriotas, el saludarlo por las calles, el llenarle el púlpito de lirios, el recibirlo en triunfo las ciudades, comparado a su gloriosa defensa de la Unión Americana en Inglaterra?[20] Los ingleses, menos enemigos de la esclavitud que de la prosperidad de los Estados Unidos, ayudaban a los confederados. La Unión corría peligro, aquella Unión mirada entonces como la primera prueba feliz de la capacidad del hombre para gobernarse sin tiranos. ¡No en balde, con tal causa, halló Beecher en sus debates de Inglaterra aquellos arranques portentosos! Para eso se han hecho los montes, para subir a ellos! Quien ha visto abatir toros, ha visto aquella lucha. Hablaba bajo tormentas de silbidos. Las deshacía con un chiste inesperado. Su auditorio, compuesto en su mayor parte de muchedumbre sobornada e ignorante, tenía a los pocos momentos húmedos los ojos. ¡Cómo les movía con alusiones a sus propias desdichas las entrañas! ¡Con qué fortuna, de un revés del discurso, echaba a tierra una interrupción insolente! Era duelo mortal: él, con sus hechos, sus chistes, sus argumentos, sus cóleras, sus lágrimas; ellos: cercando su tribuna, frenéticos, enseñándole los puños, vociferando,—mas siempre al fin domados! Era invencible, porque llevaba la patria por coraza.
¡Ah, cuán fácil es lo enorme! ¡cuán poco pesan las tareas grandiosas!
Vinieron luego los días del triunfo, cuando él, que defendió a la Unión en Inglaterra, fue llamado a proclamarla en nombre de Dios sobre aquellas mismas murallas de Sumter[21] que por primera vez la vieron abatida. Vinieron los días amargos de la política mezquina, cuando él, que había ayudado a levantar a la nación contra el Sur esclavista, pidió luego en vano, con palabras que cayeron al suelo con las alas rotas, que los vencidos entraran en la Unión con su derecho pleno de hijos. Vinieron luego los días del escándalo, cuando a él, al pastor adorado, lo acusó el orador celoso a quien alzó a la fama y casó con una de sus feligresas, de haber deslucido la majestad de su vejez con el hurto de la mujer ajena.
Bien pudo ser, porque el amor de una mujer joven trastorna a los ancianos, como si volviera a llenarles la copa vacía de la vida. Sentaron al pastor en el banquillo. Fue su proceso la befa nacional. Que se había insinuado en el alma de su oveja: que no había dejado el hombre a la puerta, como debe el pastor cuando va de visita a las casas, que le había bebido la mente con místicos hechizos: que había caído sobre Dánae, merced a las vestiduras divinas. El jurado era un teatro: se oyeron cosas que daban vergüenza de vivir: cien mil pesos pedía Tilton, el orador celoso, por su honra: la esposa del pastor se sentó siempre a su lado, con adorable fortaleza. Protestó Beecher ante Dios en escena dramática, de su inocencia: complacíase su acusador en darle vueltas por el lodo, como a su presa un perro envenenado. El tribunal, ni absolvió ni condenó a Beecher, que declarado por su iglesia exento de culpa, ni entonces, ni luego, abatió la cabeza. Un diario[22] implacable ha estado en vano exigiéndole confesión con amenazas dantescas. Beecher, regocijado y rubicundo, era el primero en las juntas políticas, en las reformas, en las campañas de elecciones, en las reuniones de teatro, en los festines. La opinión, agradecida o indiferente, continuó honrando en público a aquel a quien en privado creía culpable.
Hurto o no hurto, su pecado será siempre menor que su grandeza. Grande ha sido, porque fustigó sin miedo a su pueblo cuando lo creyó malvado o cobarde; y, para extirpar de su país la esclavitud del hombre, hizo a su lengua himno, a su iglesia cuartel y a su hijo[23] soldado. Grande ha sido, porque la naturaleza le ungió con la palabra, y aunque la usó en un oficio que apoca y estrecha, nunca la puso de disfraz de su interés ni engañó con ella a los hombres, ni le recortó jamás las alas. Grande ha sido, porque como el cielo se refleja en el mar con sus luminares y tinieblas, su pueblo, que es aún la mejor casa del derecho, se reflejó en él como era, amigo del hombre y ciclópeo. Grande ha sido, porque creado a los pechos de una secta, no predicó el apartamiento de la especie humana en religiones enemigas, sino el concierto de todo lo creado en el amor y la elegancia, el orden de la libertad y la ventura de la muerte. Y cuando salió de su iglesia para no volver a ella jamás, a la hora en que el sol de la tarde coloreaba el pórtico con su última luz, iba de la mano de dos niños.
El Partido Liberal, México, 2 de abril de 1887.
[Mf. en CEM]
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2015, t. 25, pp. 194-206.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[16] Eunice W. Beecher. Su apellido de soltera era Bullard.
[17] Lawrenceburg. Población en el estado de Indiana, Estados Unidos de América.
[18] Estilo de vestir atribuido a Lord Byron.
[19] Preston Brooks. Senador estadounidense. Atacó a bastonazos e hirió gravemente al senador Charles Sumner, consagrado abolicionista, en plena sesión del Senado, el 22 de mayo de 1856.
[20] Beecher fue enviado por Abraham Lincoln a Gran Bretaña para pedir su neutralidad ante la Guerra de Secesión.
[21] Fuerte Sumter. El discurso fue pronunciado en esta fortaleza, en abril de 1865, para recordar el ataque de los confederados que dio inicio a la Guerra de Secesión.
[22] Fueron varios los diarios estadounidenses que atacaron a Beecher.
[23] Henry W. Beecher Jr.