LA GUERRA
A nada se va con la hipocresía.
Porque cerremos los ojos, no desaparece de nuestra vista lo que está delante de ella. Con ponerle las manos al paso, no se desvía el rayo de nuestras cabezas. La guerra no se puede desear, por su horror y desdicha; aunque un observador atento no puede desconocer que la guerra fomenta en vez de mermar, la bondad y justicia entre los hombres, y que estos adquieren, en los oficios diarios y sublimes del combate, tal conocimiento de las fuerzas naturales y modo de servirse de ellas, tal práctica de unión, y tal poder de improvisación que, en un pueblo nuevo y heterogéneo sobre todo, los beneficios de la guerra, por el desarrollo y unificación del carácter del país y de los modos de emplearlo son mayores que el desastre parcial, por la destrucción de la riqueza reparable y la viudez de las familias. La conservación de la propiedad que se puede reponer, importa menos que la conservación, o la creación del carácter, que ha de producir y mantener la propiedad. Las propiedades de un país valen en razón de lo que valen sus caracteres. Y en lo que aflojan los caracteres, o faltan, en eso aflojan o faltan las propiedades. Las propiedades hay que cuidarlas en la raíz, la cual es el prestigio y firmeza del pueblo donde se tienen; y al que por ahí no las cuide, le sucederá como al que lleve en la médula un tumor, y por el miedo al bisturí, no se ponga más medicinas que las pomadas y colonias con que el peluquero lo adereza para el baile. Mejor es un año de cama que veinticinco de muerte. Los propietarios que no se determinan, ya que todo se puede hacer con cautela en este mundo, a contribuir con los productos de su hacienda amenazada a crear un estado en que prospere sin cargas ajenas y con el entusiasmo de lo propio, su hacienda libre; los propietarios que, en las regiones más castigadas, no se decidan a sacrificar unos cuantos años de producción agonizante, o meses acaso, al bien perenne y mayor de levantar un pueblo cuya producción se quede en la casa y en manos de sus hijos, en vez de ir por el mar a pagar gustos de pollos de Antequera, o nutrir en nuestro pueblo los vicios insolentes que nos lo queman; los propietarios incautos e indecisos, que, como padres culpables, miran más su comodidad de hoy; aunque vean que apenas les durará lo que la vida, que la obligación de asegurar el porvenir a los hijos que trajeron al mundo, son como el indio poblano, cuando iba a Puebla a vender sus haces de leña al español que le ponía de marca un medio por cada cinco haces, que le valían una peseta fuerte, y el indio, cuando el astuto español hacía como quien no ve, se robaba un medio de los de la marca. Así son los propietarios tímidos; se roban el medio, y pierden los veinticinco centavos.
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Aunque cerremos los ojos, y pongamos las manos, lo que está ante nuestra vista, está, y el rayo caerá sobre nuestras cabezas.—¿Y quién, dice el propietario tímido, me garantiza de que después del triunfo de la revolución, no continúe yo padeciendo bajo los revolucionarios ambiciosos o impotentes, bajo un país de abogados sin empleo y de caudillos encabezados, lo mismo que padezco bajo este gobierno español de prostitución y simonía? Todo se ha de admitir, porque todo es cierto, hasta esa penosa reducción de los deberes de la vida al menor de ellos, el de conservar la riqueza material, en virtud de cuya reducción llegan los hombres a ver serenamente, con tal que no les altere el balance anual, las ofensas que ensangrientan sus propias mejillas, y la de sus propios hijos. Pero los pueblos no están hechos de los hombres como debieran ser, sino de los hombres como son. Y las revoluciones no triunfan, y los pueblos no se mejoran si aguardan a que la naturaleza humana cambie; sino que han de obrar conforme a la naturaleza humana y de batallar con los hombres como son,—o contra ellos. Pena es que la sangre no le hierva al hombre en las venas,—como hirvió la de nuestros padres, mucho más ricos que nosotros,—cuando un dueño brutal se le sienta sobre toda la casa, y lo obliga a la perpetua cobardía de la mentira, y emplea en mantener escandalosos vicios, a la puerta de nuestros hogares arruinados, el tributo que tenemos que pagar con el alquiler de nuestra honra y la hipoteca de nuestras fincas. Pena es el que el hombre no vea que la riqueza material, aun cuando esté más segura que la de los hijos del sesenta y ocho está bajo el sable de sus deportadores, no da a la vida el goce y plenitud de la riqueza menor, o de la mayor pobreza, cuando por todo el rededor palpita, en la franca aspiración criolla, el hombre libre. ¿Qué diferencia hay, en el fondo, entre un esclavo que rompe la tierra, y un esclavo que gasta en el aturdimiento lo que le deja de su tierra una metrópoli voraz? El bochorno de su inercia hará más amarga, aunque él se lo disimule, la existencia del esclavo dorado. Pena es que el hombre no salte de su asiento al ver que vive sin poder sacar la verdad a los labios, que acata y besa la mano que lo burla y que lo azota, que crecen en la tiniebla y en la persecución sus hijos. Pero de ese argumento del interés se ha de tomar nota, por lo que tiene de humano, y de fuerte por tanto, y por lo que hay en él de justo. Pero no se ha de responder a él, con la arrogancia de la profecía que ofrece, por la potencia del deseo, democracias milagrosas y repúblicas de madreperla, con celajes de azul y oro; ni con la autoridad de la visión privilegiada, que descubre, en los encuentros venideros de las fuerzas generosas actuales, una firmeza, llena de vitalidad, que no es dable prever aún a los que de su estudio menos cordial y completo no pueden derivar la misma fe sensata. No se ha de responder a una duda positiva con una confianza romántica, o épodo de sentimiento, o augurio de adementado sacerdote. No se ha de alegar que tenemos un pueblo de fácil laboreo, con hijos aleccionados en la actividad por la desdicha y ansiosos y capaces de labrarlo. No se ha de decir, aunque sea cierto, que la república no puede ser ya en Cuba la lucha entre las castas ociosas y autoritarias contra el país productor e imberbe, como en otros pueblos de América, sino que la abundancia de empleos reales dará oficio a la inteligencia ambiciosa sacada de los quehaceres segundones de la vida colonial; y el hábito del voto, del examen y de la vigilancia, y el tráfico abierto de todas las regiones, evitará el mal de los caudillos. Lo que hay que decir es que, ya que vivimos en angustia continua, en inseguridad continua, en amenaza continua, valdría más, de todos modos, vivir así en nuestra casa propia, donde el cariño natural de la tierra iría remediando nuestros males, donde el producto de nuestras depredaciones posibles quedaría dentro del país y entre sus hijos, donde el súbito decoro de nuestra vida revelaría a nuestro espíritu cultivado supremas obligaciones,—que vivir en una agonía de que solo aprovecha el extranjero y cuyos productos no quedan en nuestra casa.
Patria, Nueva York, 9 de julio de 1892, no. 18, p. 1; OC, t. 2, pp. 61-63.