LA CONFERENCIA MONETARIA DE LAS REPÚBLICAS DE AMÉRICA
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Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve. Hay que equilibrar el comercio, para asegurar la libertad. El pueblo que quiere morir, vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse, vende a más de uno. El influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político. La política es obra de los hombres, que rinden sus sentimientos al interés, o sacrifican al interés una parte de sus sentimientos. Cuando un pueblo fuerte da de comer a otro, se hace servir de él. Cuando un pueblo fuerte quiere dar batalla a otro, compele a la alianza y al servicio a los que necesitan de él. Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro, es separarlo de los demás pueblos. El pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios. Distribuya sus negocios entre países igualmente fuertes. Si ha de preferir a alguno, prefiera al que lo necesite menos, al que lo desdeñe menos. Ni uniones de América contra Europa, ni con Europa contra un pueblo de América. El caso geográfico de vivir juntos en América no obliga, sino en la mente de algún candidato o algún bachiller, a unión política. El comercio va por las vertientes de tierra y agua y detrás de quien tiene algo que cambiar por él, sea monarquía o república. La unión, con el mundo, y no con una parte de él; no con una parte de él, contra otra. Si algún oficio tiene la familia de repúblicas de América, no es ir de arria de una de ellas contra las repúblicas futuras.
Ni en los arreglos de la moneda, que es el instrumento del comercio, puede un pueblo sano prescindir—por acatamiento a un país que no le ayudó nunca, o lo ayuda por emulación y miedo de otro,—de las naciones que le anticipan el caudal necesario para sus empresas, que le obligan el cariño con su fe, que lo esperan en las crisis y le dan modo para salir de ellas, que lo tratan a la par, sin desdén arrogante, y le compran sus frutos. Por el universo todo debiera ser una la moneda. Será una. Todo lo primitivo, como la diferencia de monedas, desaparecerá, cuando ya no haya pueblos primitivos. Se ha de poblar la tierra, para que impere, en el comercio como en la política, la paz igual y culta. Ha de procurarse la moneda uniforme. Ha de hacerse cuanto prepare a ella. Ha de reconocerse el uso legal de los metales imprescindibles. Ha de establecerse una relación fija entre el oro y la plata. Ha de desearse, y de ayudar a realizar, cuanto acerque a los hombres y les haga la vida más moral y llevadera. Ha de realizarse cuanto acerque a los pueblos. Pero el modo de acercarlos no es levantarlos unos contra otros; ni se prepara la paz del mundo armando un continente contra las naciones que han dado vida y mantienen con sus compras a la mayor parte de los países de él; ni convidando a los pueblos de América, adeudados a Europa a combinar, con la nación que nunca les fio, un sistema de monedas cuyo fin es compeler a sus acreedores de Europa, que les fía, a aceptar una moneda que sus acreedores rechazan.
La moneda del comercio ha de ser aceptable a los países que comercian. Todo cambio en la moneda ha de hacerse, por lo menos, en acuerdo con los países con que se comercia más. El que vende no puede ofender a quien le compra mucho, y le da crédito, por complacer a quien le compra poco, o se niega a comprarle, y no le da crédito. Ni lastimar, ni alarmar siquiera, debe un deudor necesitado a sus acreedores. No debe levantarse entre países que comercian poco, o no dejan de comerciar por razones de moneda, una moneda que perturba a los países con quienes se comercia mucho. Cuando el mayor obstáculo al reconocimiento y fijeza de la moneda de plata es el temor de su producción excesiva en los Estados Unidos, y del valor ficticio que los Estados Unidos le pueden dar por su legislación, todo lo que aumente este temor, daña a la plata. El porvenir de la moneda de plata está en la moderación de sus productores. Forzarla, es depreciarla. La plata de Hispanoamérica se levantará o caerá con la plata universal. Si los países de Hispanoamérica venden, principalmente, cuando no exclusivamente, sus frutos en Europa, y reciben de Europa empréstitos y créditos, ¿qué conveniencia puede haber en entrar, por un sistema que quiere violentar al europeo, en un sistema de moneda que no se recibiría, o se recibiría depreciada, en Europa? Si el obstáculo mayor para la elevación de la plata y su relación fija con el oro es el temor de su producción excesiva y valor ficticio en los Estados Unidos, ¿qué conveniencia puede haber, ni para los países de Hispanoamérica que producen plata, ni para los Estados Unidos mismos, en una moneda que asegure mayor imperio y circulación a la plata de los Estados Unidos?
Pero el Congreso Panamericano, que pudo ver lo que no siempre vio; que debió librar a las repúblicas de América de compromisos futuros de que no las libró; que debió estudiar las propuestas de la convocatoria por sus antecedentes políticos y locales,—la plétora fabril traída por el proteccionismo desordenado,—la necesidad del Partido Republicano de halagar a sus mantenedores proteccionistas,—la ligereza con que un prestidigitador político,[3] poniéndole colorines de república a una idea imperial, podía lisonjear a la vez, como bandera de candidato, el interés de los productores ansiosos de vender y la conquista latente y poco menos que madura en la sangre nacional;—el Congreso Panamericano, que demoró lo que no quiso resolver, por un espíritu imprudente de concesión innecesaria, o no pudo resolver, por empeños sinuosos o escasez de tiempo,—recomendó la creación de una Unión Monetaria Internacional;—la creación de una o más monedas internacionales,—la reunión de una Comisión que acordase el tipo y reglamentación de la moneda. Las repúblicas de América atendieron, corteses, la recomendación. Los delegados de la mayoría de ellas se reunieron en Washington. México y Nicaragua, y el Brasil y el Perú, y Chile y la Argentina, delegaron a sus ministros residentes. El ministro argentino renunció el puesto, que ocupó más tarde otro delegado. Las otras repúblicas enviaron delegados especiales. El Paraguay no envió. Ni envió Centroamérica, fuera de Nicaragua, y de Honduras, cuyo delegado, hijo de un almirante norteamericano, no hablaba español. Presidió la Comisión, por acuerdo unánime, el Ministro de México. Sesiones de uso, comisiones previas, reglamento; lo uniforme no era allí la moneda, sino la duda, cambiada a chispazos en los debates,— la seguridad—de que no podía llegarse a acuerdo. Uno hablaba del “comercio real”. Otro se declaraba, antes de sazón, hostil “a esa idea imposible”. Pidió un delegado de los Estados Unidos una larga demora, “para tener tiempo de conocer la opinión pendiente de la Cámara de Representantes sobre la acuñación libre de la plata”; y un delegado,[4] al obtener que se redujese a términos de cortesía lícita la pretensión excesiva del delegado de los Estados Unidos, estableció que “se entendiese cómo la demora era para que la delegación del país invitante pudiera completar sus estudios preparatorios, puesto que de ningún modo se habría de suponer que la opinión de la Cámara de Representantes hubiese por necesidad de alterar las opiniones formadas de la Comisión”.
Cumplida la demora y desbandada la Cámara de Representantes sin haber votado la ley de plata libre, las delegaciones ocuparon de nuevo sus puestos en la mesa de la Comisión.[5] Acaso habían oído algunos lo que decían sin reserva gentes notables del país. Oyeron acaso que la Comisión no parecía bien a los que pasaban por amigos de la mayoría del gobierno. Que al gobierno no agradaba el interés de su minoría en mantener, por los que se tachan de artificios, la política continental. Que este alarde peligroso de la política continental, ni de una minoría era siquiera, sino de un solo hombre. Que esta Comisión hueca debía cesar: para que no sirviese de comodín político a un candidato que no se para en medios y sabe sacar montes de las hormigas.[6] Que la simple discusión de una moneda de plata común alarmaba y ofendía a los mantenedores del oro, que imperan en los consejos actuales del Partido Republicano. Que los países hispanoamericanos verían por sí, sin duda, si les quedan ojos, el peligro de abrirse, por concepto de cortesía o por impaciencia de falso progreso, a una política que los atrae, por el abalorio de la palabra y los hilos de la intriga, a una unión fraguada por los que la proponen con un concepto distinto del de los que la aceptan. Se puso en pie un delegado de los Estados Unidos, ante la Comisión por los Estados Unidos convocada para adoptar una moneda común de plata, y propuso, al pie de una robusta exposición de verdades monetarias, donde llamaba “sueño fascinador” a la moneda internacional, que declarase la Comisión inoportuna la creación de una o más monedas de plata comunes; que se opinase que el establecimiento del patrón doble de plata y oro, con relación universalmente acatada, facilitaría la creación de aquellas monedas; que recomendase que las repúblicas representadas en la Conferencia conviden juntas, por el conducto de sus respectivos gobiernos, a una Conferencia Monetaria Universal, para tratar del establecimiento de un sistema uniforme y proporcionado de monedas de oro y plata. “Hay otro mundo—decía el delegado—y un mundo muy vasto del otro lado del mar, y la insistencia de este mundo en no elevar la plata a la dignidad del oro es el obstáculo grande e insuperable que se presenta hoy para la adopción de la plata internacional”. ¡Los Estados Unidos, pues, marcaban a la América complaciente el peligro que hubiera corrido en acceder con demasiada prisa a las sugestiones de los Estados Unidos!
A cinco repúblicas—a Chile, Argentina, Brasil, Colombia y Uruguay—dio la Comisión el encargo de estudiar las proposiciones de los Estados Unidos, y la Comisión, unánime, acordó recomendar que se aceptase las proposiciones norteamericanas.[7] “No podía extrañar la Comisión que los delegados de los Estados Unidos reconociesen las verdades que la Comisión Internacional se hubiera visto obligada a reconocer por sí misma”. “La Comisión acataba, como que es de elemental justicia, el principio de someter a todos los pueblos del universo la proposición de fijar las sustancias y proporciones de la moneda en que han de comerciar los pueblos todos”. “Sueño sería, impropio de la generosidad y grandeza a que están obligadas las repúblicas, negarse directa o indirectamente, con violación de los intereses naturales y los deberes humanos, al trato libérrimo con los demás pueblos del globo”. Pero no propuso la Comisión, como los Estados Unidos, que se convidase “a las potencias del globo”, “por no correr el peligro, con una invitación no bastante justificada, de alarmar con temores, no por infundados menos ciertos, a los poderes que pudiesen ver en la convocatoria el empeño, por más que hábil y disimulado, de precipitarlos a una solución a que de seguro llegarán antes por sí propios, caso que quieran llegar, que si se les excita la suspicacia, o se lastima su puntillo con una insistencia que no tendría la razón de allegar al problema monetario un solo factor nuevo de importancia, ni un solo dato desconocido”. “La plata debe irse acercando al oro”. “La producción inmoderada aleja la plata del oro”. “A la moneda de plata no se la puede, ni se la debe, hacer desaparecer”. “Se ha de tender a la moneda uniforme, pero por el acuerdo confiado y sincero de todos los pueblos trabajadores del globo, para que tenga base que dure, y no por los recursos violentos del artificio llevado a la economía, que fomentan rencores y provocan venganzas, y no pueden durar”. “Pero el convite en conjunto no se recomienda”. Y cuando a su paso por los detalles monetarios tocaba a la Comisión marcar el espíritu con que Hispanoamérica los entendía, y entiende cuanto atañe a la vida individua1 e independiente de sus pueblos, lo marcó así:
“Los países representados en esta Conferencia no vinieron aquí por el falso atractivo de novedades que no están aún en sazón, ni porque desconociesen los factores todos que precedieron y acompañaron el hecho de su convocatoria sino para dar una muestra, fácil a los que están seguros de su destino propio y su capacidad para realizarlo, de aquella cortesía cordial que es tan grata y útil entre los pueblos como entre los hombres,—de su disposición a tratar con buena fe lo que se cree propuesto con buena voluntad—y del afectuoso deseo de ayudar, con los Estados Unidos como con los demás pueblos del mundo, a cuanto contribuya al bienestar y la paz de los hombres”. “No ha de haber prisa censurable en provocar, ni en contraer entre los pueblos compromisos innecesarios que estén fuera de la naturaleza y de la realidad”. “El oficio del continente americano no es perturbar el mundo con factores nuevos de rivalidad y de discordia, ni restablecer con otros métodos y nombres el sistema imperial, por donde se corrompen y mueren las repúblicas; sino tratar en paz y honradez con los pueblos que en la hora dudosa de la emancipación nos enviaron sus soldados, y en la época revuelta de la constitución nos mantienen abiertas sus cajas”. “Los pueblos todos deben reunirse en amistad, y con la mayor frecuencia dable, para ir reemplazando, con el sistema del acrecentamiento universal, por sobre la lengua de los istmos y la barrera de los mares, el sistema, muerto para siempre, de dinastías y de grupos”. “Las puertas de cada nación deben estar abiertas a la libertad fecundante y legítima de todos los pueblos. Las manos de cada nación deben estar libres para desenvolver sin trabas el país, con arreglo a su naturaleza distintiva y a sus elementos propios”.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[3]Alusión a James G. Blaine.
[4]Se trata del propio José Martí, representante de la República Oriental del Uruguay ante la Comisión Monetaria Internacional Americana, durante la tercera sesión de la misma, el 10 de febrero de 1891. Véase la carta de Martí a Gonzalo de Quesada de 11 de febrero de 1891, EJM, t. II, pp. 258-261. Consúltese además “Martí y el Uruguay”, un documentado análisis que hace Mario Benedetti de la actuación de José Martí como Delegado de la República Oriental del Uruguay en la Comisión Monetaria Internacional Americana.
[5]La Comisión reanudó su cuarta sesión el 23 de marzo.
[6]Otra vez Martí hace referencia a James G. Blaine.
[7]Véase el “Informe a la Comisión Monetaria Internacional Americana”, redactado y traducido al inglés por José Martí, el 30 de marzo de 1891, por encargo de la Comisión designada para valorar las propuestas de los delegados norteamericanos, en José Martí: Cónsul de la República Oriental del Uruguay, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2016, pp. 78-84.