CARTAS DE MARTÍ

[…]—El puente de Brooklyn.

Nueva York, 14 de mayo de 1883.

Señor Director de La Nación:

     […]

Pero ¿por qué limpian los soldados urbanos sus almetes, y aquellos peinan con esmero los penachos de sus cascos, y estos sacuden al sol, rica de botones de oro, su casaca azul? ¿Por qué en las casas todas, como si la ciudad tuviera un invitado, que se sentara a la vez en todas las mesas, no se habla más que del invitado misterioso? ¿Por qué se nota en la ciudad entera, en los rostros mismos de los hombres, súbita virilidad y expresión de fuerza, como si les viniera del reflejo de un poder ciclópeo? No hay bandera que ya no esté buscando el asta; ni farolillo de colores que no aguarde ya luz ni palabra que no sea de admiración y de piedad para un hombre encorvado, ya enjuto, de ojos vibrantes a la par que dulces, con ese brío de las almas bravas, que han puesto mano al cielo, y esa tristeza tierna y desconsolada que viene del contacto de las grandes fuerzas; no hay ojos que no busquen, en el rincón de una ventana saliente, que se empina sobre una altura de Brooklyn, al ingeniero enfermo y melancólico, que recogiendo y ahilando cada mañana los retazos de su vida, que parecían desasirse de él con desprendimientos eléctricos, con la una mano sujetaba, como mendigo sus harapos sueltos, los restos de su existencia, y con la otra trazaba, en montes de papel, el modo de levantar sobre las aguas montes de piedra.

     Era Washington Roebling, a quien sacaron un día moribundo del cajón mefítico que había de sustentar, desde su cueva tallada en la roca a ochenta pies bajo la faz del agua, las portentosas torres de granito que a los 276 pies de altura se interrumpen en cima graciosa para que por sobre ellas corran los cables suspensores de 1 595 pies, con dieciocho dientes de hierro, sujetos bajo una lámina de acero por hercúleos cerrojos, sobre cuyas raíces se levanta colosal mampostería, como para que tales hilos soporten la aérea calzada de hierro, que con su pavimento complicado, su doble vía para carruajes, su vía central para peatones, su ferrocarril de ida y de vuelta, pesa 8 120 toneladas.

     El hombre enfermo es Washington Roebling, a quien el hablar fatiga, y el mirar ofusca, y el andar postra, víctima ya perpetua de ese mal venenoso que a manera de venganza del misterio vencido, disloca y pudre los gérmenes de vida en quien desciende, en una lóbrega cueva de madera que llevaba ya a su espalda el cimiento de la torre ponderosa, a conquistar, capitaneando los soldados del cerebro, una ley más del Universo.

     De Roebling, que no puede leer ni conversar, que da sus órdenes a trozos, porque su extraño mal le tortura cruelmente apenas habla, de Roebling han surgido esos cables tendidos por sobre las torres, cada uno de los cuales aprieta bajo su corteza de alambre diecinueve hilos tamaños, que cada hilo alcanza un millón de pies que va y viene de una a otra raíz del puente, sin quebrarse ni torcerse nunca, 278 veces. De Roebling, como vapor acaso de la suave música con que en los primeros años de su enfermedad solía templar en el violín sus males, surgieron esas torres corpulentas, que los arcos del Puente de Gard no igualan en gracia, y la Gran Pirámide de Egipto solo vence en altura: ¡la naturaleza es el brazo de la idea! Y ya la grande obra está acabada: ya levantan sobre los bordes del camino farolillos graciosos; ya pasan por bajo el arco central del puente que se eleva a 135 pies, los más altos buques; ya, desde su altura de 108 pies, se levanta del medio de las torres hacia el centro la armazón del piso a unirse con los cables que cuelgan de las cimas de granito como un arcoíris vuelto, y se entran de uno y otro lado del río, por New York y por Brooklyn, a morder, bajo su pesadumbre de mampostería, la tierra a 930 pies de cada margen.

     ¡Y aquellos arcos parecen montañas vacías! Y cuando entran en los costados de ambas ciudades, ya parecen, cercados de casas envidiosas y edificios raquíticos, montañas arrodilladas. A los monumentos hace falta, como a los hombres extraordinarios, espacio limpio en torno. Las casas pequeñas, los carros que pasan, los hombres que vocean, distraen los ojos—puertas de monumentos interiores—de la masa empinada e imponente. Las casas de habitación, que por una y otra margen rodean el puente colgante, roen los pies e hincan de rodillas a esas fábricas ciclópeas, casas del tiempo!

     ¡Oh! Ya viene, ya viene el día de la fiesta. ¡Han querido trabajadores indiscretos e irlandeses odiadores, impedir que el puente se abriese al público entre bosques y mares de fuego, y ruido de campanas, tambores y cañones, y flamear de banderas y de almas, el 24 de mayo, porque es día en que Victoria, reina de Inglaterra, de Irlanda odiada, cumple años! Mas no ha sido homenaje de este pueblo, sino coincidencia! Indiscreción hubiera sido procurarlo: ahora, descortesía dejar de hacerlo. Se abre el puente el día 24;—y lo veremos todo; y palparemos todo desde el cable que muerde la tierra, sobre a 276 pies, baja a 185, vuelve a subir a 276 y, como monte que camina, entra rompiendo la ciudad, en Brooklyn, y se clava cerca de su plaza mayor, hasta la bandera del tope, que parece avisar ya al cielo que el hombre anda cerca de él.

     Iremos a la fiesta.[1]

José Martí

 La Nación, Buenos Aires, 20 de junio de 1883.
[Mf. en CEM]

Tomado de José Martí: “La nueva Liga Irlandesa”, La Nación, Buenos Aires, 20 de junio de 1883, OCEC, t. 17, pp. 98-100.

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Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Dada la importancia que revistió la inauguración oficial del puente de Brooklyn, celebrada el 24 de mayo de 1883, era lógico que Martí redactara una crónica sobre el acto, máxime cuando lo anuncia al final de esta. Sin embargo, esa crónica no aparece en la colección de La Nación. A pesar de que su compromiso con el periódico era remitir una crónica mensualmente, la siguiente a esta del 14 de mayo de 1883 está fechada el 2 de julio de 1883 y aborda otros temas. O sea, falta la correspondiente al mes de junio de 1883 que, obviamente, debió referirse a la inauguración del puente.