Al fin, se está librando la batalla. La libertad está frente a la iglesia. No combaten la iglesia sus enemigos, sino sus mejores hijos. ¿Se puede ser hombre y católico, o para ser católico se ha de tener alma de lacayo? ¿Peca el sol con lucir?: pues ¡cómo he de pecar yo con pensar! ¡Comparezca el que me dio el alma y a él se la daré! ¿Dónde tienes tú escrita, arzobispo: papa, dónde tienes tú escrita la credencial que te da derecho a mi alma? ¡Ya no vestimos sayo de cutí, ya leemos historia, ya tenemos curas buenos que nos expliquen la verdadera teología, ya sabemos que los obispos no vienen del cielo, ya sabemos por qué medios humanos, por qué conveniencias de mera administración, por qué ligas culpables con los príncipes, por qué contratos inmundos e indulgencias vergonzosas se ha ido levantando, todo de manos de hombres, todo como simple forma de gobierno, ese edificio impuro del Papado![13] ¡Jesús es nuestro Papa!
Como si los hubieran llamado a batalla salieron de sus casas los católicos, fuertes como para pelear, el día en que se publicó la excomunión. ¡Ni un santo descolgó de la pared ninguna de aquellas devotas, ni un solo dogma suspendió en sus rezos! “Dios mío: ¿qué ha hecho este padre de los pobres, este enamorado de la Iglesia, este cura de almas, para que lo echen de su altar esos codiciosos, intrigantes, glotones, lamerricos, que viven, chismeando como dueñas, aleteando como brujas, en el arzobispado de mármol? ¿Conque el Papa lo ha excomulgado, y mi conciencia no me remuerde, sino que me llena de ardor, y Dios me dice de adentro que vaya a besar la mano del Padre, y porque se las voy a mandar con mi hijo me parecen más lindas las rosas?” Y los hombres con las levitas a medio poner, daban con el puño sobre los diarios, en los corillos de las aceras: “¡Como si un italiano que no sabe dónde está Nueva York pudiera venir a decirnos cómo debemos cobrar en Nueva York las contribuciones![14] Conque el sol no se enoja porque se le diga que tiene manchas, y el hijo de un país libre, porque lleva la túnica del que murió por sacar a los hombres de pena, no puede decir, cuando ya se tiene el hambre encima, cómo se remedia el hambre?—Di, Smith,[15] ¿te sientes tú excomulgado?”
“No, Jones,[16] me parece que empiezo a ser católico ahora”. Así, al llegar la noche, cuando se acercó la hora en que Eduardo McGlynn, expulso de la Iglesia aquella mañana, debía hablar en la reunión del domingo de la Sociedad contra la Pobreza,[17] miles de católicos, vestidos de fiesta, acudían de todos los barrios de la ciudad y los pueblos vecinos,—la abuela, la madre, el hombre mayor, los niños y las niñas,—¡a recibir al excomulgado!
No era la hez de las ciudades europeas que viene aquí ya a medio podrir, y como torre viva hincha las casas fétidas de los barrios bajos, y horada y hormiguea, como los gusanos en los quesos.
Era la casta[18] llana, la familia burguesa, el obrero alemán que canta y lee, el periodista ardiente y los americanos originarios de Irlanda: era la gente justa, educada racionalmente en el trabajo, que sabiendo que en las buenas obras no puede haber mal, da de lado como a indigna estantigua al que usa el nombre de Dios para castigar al que obra bien.
¡Oh, la ciencia que se aprende en el libro de todos los días, con la pluma, con las riendas, con el cepillo, con la lezna!
La verdad se revela al hombre en el trabajo con tal poder y armonía, que no hay papa que pueda conmover en las almas de los trabajadores la superior justicia que les ha enseñado el mundo.
¡Pues qué! ¿ni la libertad había de abatir la Iglesia corrompida? Los apetitos, ¿habían de vencer otra vez a los derechos? Como un pulpo braceando en la sombra, se le iba viniendo encima el mal catolicismo a la República. Se le entraba pidiendo vestido de mujer, con una huerfanita de la mano, “¡Para los huérfanos!” Les dieron tierras, les fabricaron casas. El centavo irlandés da para todo, para hospitales, para conventos, para asilos, para templos, para palacios de mármol.
Al principio, mientras les resbalaba el pie, qué obsequiosos con la libertad! ¡ellos no pedían nada, más que un rincón donde alabar a Dios! ¡excelentes las escuelas públicas! ¡la Iglesia y la libertad pueden vivir unidas! Todo era sonrisas, facilidades, hacerse a un lado para no estorbar el paso, oír amablemente la opinión ajena.[19]—Pero todas las iglesias se juntan, las de la religión como las de la política: los intereses comunes reúnen hasta lo que dividió la fe: las autoridades, por instinto, se coaligan contra los que padecen de ellas. Al político: —“Dame esta tierra, esta ley, este derecho exclusivo: yo haré que vote por tu candidato mi rebaño”. Al rico:—“Las masas se están echando encima: solo la Iglesia prometiéndoles justicia en el cielo, puede contenerlas: es necesario hacer frente a las masas”. Al pobre:—“La pobreza es divina: ¡qué cosa más bella que un alma fortificada por la resignación! Allá en el cielo se encuentra luego el premio y el descanso”.
¿Y aquí, donde cada mañana, como se aventa en la era el trigo, se aventa al sol la vida pública, donde todo se inquiere y se comenta, donde lo descarnado y ansioso de la existencia habitúa al hombre a la realidad brutal;[20] aquí, entre esta gente sanguínea y musculosa, hecha a la verdad y el puñetazo, ¿no habían de verse esos manejos, esas traiciones, esas ventas del voto a los políticos, esas ligas de los ricos de todas las sectas, esa osadía de hablar de la pobreza de Jesús, y vivir de faisán con vino de oro en pompa de palacio, deslizando la púrpura suave entre altas damas, que gustan de los clérigos blandílocuos?
Así, cuando cayeron sobre el piadoso sacerdote que con la discreción de la sabiduría busca remedio en las leyes para evitar la revuelta sangrienta de los desesperados, se alzó contra estas excrecencias de Jesús el pueblo indignado que de veras lo ama, y a la excomunión de la iglesia, que castiga al buen cura por amar al hombre, ha respondido el pueblo católico excomulgando a la iglesia. Esta es nuestra iglesia, ese cura pálido!
Sí: hervían aquellas calles en torno a la Academia de Música. Había como un silencio en aquel ruido. ¿Dónde aquel miedo viejo por la excomunión?: ¡los rayos se prostituyen y se cansan! Se leía en las caras decisión y prisa. Ni un harapo en el gentío, todo de ropa buena. Mucha mano ancha, cabello blanco, paso de pelear. ¿Quién dice que se ha extinguido la poesía? Por cada gusano, nacen dos rosas! Donde luce un espíritu sincero, los hombres se congregan y siguen el camino, como detrás del manso la majada. Aún había sol, y ya estaba lleno el teatro. Arriendan otro en frente, y ya está lleno! Las calles mismas parecían iglesia. Y la gente llegaba, llegaba.
Quién que entró en el teatro aquella noche, a la media luz que precede a la plena de la fiesta olvidará aquella escena que parecía una apoteosis: ni un asiento sin dueño, hileras y pasillos apiñados, ya caídos a las manos los sombreros, y cierto aire de amor y de bravura a que los mismos que por su mal han visto tierras no hallaban nada comparable? Calor y olor tienen las almas.
Aquella era una batalla de la paz: una victoria! Caballos blancos y espadones fieros cruzaban por aquel aire acerado. Según, con la cercanía de la hora, avivaban la luz, se iban viendo aquellos rostros férvidos, que con esfuerzo reprimían el grito; aquellos hombres asidos de la baranda de los palcos, como jinete que enfrena a su corcel;[21] aquellas mujeres animosas a quienes venía el asiento estrecho aquellos estandartes de seda blanca y oro que adornaban el escenario con frases de McGlynn, con el retrato de McGlynn, con este lema: “La tierra es de la nación”,[22] con este otro: “Con él hasta la muerte!”
A cada instante, aquel vigor crecía. ¿Cuándo vendría el Padre, para darle el alma? Se oía ya uno u otro grito, como aquellos edecanes veloces que al empezar la revista recorren la parada. Preocupados, no aplaudieron la luz. Por donde el entusiasmo se mostró primero fue por el aplauso, tierno y nutrido, con que el teatro saludó la entrada de las jóvenes del coro, vestidas de blanco. ¡Solo el dolor de ver a nuestras mujeres indiferentes a las noblezas del espíritu, iguala al gozo, casi perfecto, de verlas padecer y conmoverse a nuestro lado! Empieza la sesión. El coro canta, canta con voces tímidas de nido, voces vírgenes. Preside, entre hurras, un hombre[23] que cabe en un grano de anís, todo giboso y muengo, pero que, por venir a esta cruzada de los pobres, perdió su puesto lucrativo sin pesar. ¿Decir el rumor, el estremecimiento, la ola, cuando se puso en pie el coro en la escena, mirando a la puerta por donde venía el padre McGlynn? ¡Ni rey ni Papa nunca, ni orador ni guerrero, oyeron estruendo de almas semejante!
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[13] Se añade signo de admiración.
[14] Por errata signo de interrogación.
[15] Nombre alegórico para nombres muy comunes en Estados Unidos.
[16] Ídem.
[17] Errata en La Nación: “Sociedad Central la Pobreza”.
[18] Errata en La Nación: “casa”. Se sigue la lección de El Partido Liberal.
[19] Se añade punto.
[20] Coma en La Nación.
[21] Coma en La Nación.
[22] El padre McGlynn, en su prédica, usaba esta idea que tomó de Progreso y miseria, de Henry George.
[23] James J. Gaham. Editor del Catholic Herald.