Puesta ya en el deseo del poder, en que el misterio religioso y lo amenazante de los tiempos la favorecen tanto, echó la iglesia católica los ojos sobre el origen de él, que es aquí el voto público, como en las monarquías los echa sobre los soberanos. Y traficó en votos. La democracia era el partido vencido cuando arreció la inmigración irlandesa; y como siempre fue de partidos vencidos el parecer liberales, a él se iban los inmigrantes tan luego como entraban en sus derechos de ciudadanía, por lo que vino a ser formidable el elemento católico en el partido democrático, y a triunfar este en la ciudad de New York y aquellas otras donde se aglomeraban los irlandeses. Pronto midieron y cambiaron fuerzas la iglesia, que podía influir en los votos, y los que necesitaban de ellos para subir al goce de los puestos públicos. La iglesia católica comenzó a tener representantes interesados y sumisos en los ayuntamientos, asambleas y consejos de los gobernadores, y a vender su influjo sobre el sufragio a cambio de donaciones de terreno y de leyes amigas; y sintiéndose capaz de elegir los legisladores, o impedir que fuesen electos, quiso que hiciesen las leyes para el beneficio exclusivo de la iglesia, y en nombre de la libertad fue proponiendo poco a poco todos los medios de sustituirse a ella.
Todo lo osó la iglesia desde que se sintió fuerte entre las masas por una fe que no pregunta, entre los poderosos por la alianza que les ofrecía para la protección de los bienes mundanos, y entre los políticos por la necesidad que estos tienen del voto católico. En el barrio de los palacios[10] alzó una catedral de mármol, rodeada de edificios de beneficencia, donde los viera y alabara todo el mundo,—¡no como los que ha mantenido el padre McGlynn, que están en los barrios sombríos donde las almas saben de angustia! Comenzaron a verse los milagros de la influencia eclesiástica: abogados mediocres con clientela súbita, médicos untuosos que dejan preparada para el bálsamo a la atribulada enferma, banqueros favorecidos sin razón visible por la confianza de sus depositantes, cardenales de seda y de miel que venían de Inglaterra, frescos y lisos como una manzana nueva, a convertir a la fe en el Arzobispo [a] las familias ricas. Hubo hospitales y asilos deslumbrantes. Los candidatos de más empuje solicitaban el apoyo o la neutralidad de la iglesia. ¡Los periódicos mismos, que debían ser los verdaderos sacerdotes, atenúan o disimulan sus creencias, coquetean con el palacio arzobispal, y parecen aplaudir sus ataques a las libertades públicas, por miedo los unos de verse abandonados por sus lectores católicos, y los otros por el deseo de fortificar a un aliado valioso en la lucha para la conservación de sus privilegios! Se usó la amable influencia del Sogarth Aroon para llevar el voto irlandés por donde convenía a la autoridad arzobispal, confabulada para sacar ventaja de las leyes con los que, como ella, comercian con el voto. Y así creció en proporciones enormes la fuerza de la iglesia en los Estados Unidos, por lo numeroso de la inmigración europea, por la complicidad y servicio de las camarillas políticas, por lo temido de las aspiraciones de las masas de obreros, por lo desordenado y tibio de las sectas protestantes, por lo descuidado de la época en cosas religiosas, por lo poco conocido de la ambición y métodos del clero de Roma, por lo vano y necio de los advenedizos enamorados de la pompa nueva, y sobre todo, por aquella vil causa, propiamente nacida en este altar del dinero, de considerar el poder de la iglesia sobre las clases llanas como el valladar más firme a sus demandas de mejora, y el más seguro mampuesto de la fortuna de los ricos.
Tal parece que en los Estados Unidos han de plantearse y resolverse todos los problemas que interesan y confunden al linaje humano, que el ejercicio libre de la razón va a ahorrar a los hombres mucho tiempo de miseria y de duda, y que el fin del siglo diecinueve dejará en el cenit el sol que alboreó a fines del dieciocho entre caños de sangre, nubes de palabras y ruido de cabezas. Los hombres parecen determinados a conocerse y afirmarse, sin más trabas que las que acuerden entre sí para su seguridad y honra comunes. Tambalean, conmueven y destruyen, como todos los cuerpos gigantescos al levantarse de la tierra. Los extravía y suele cegarles el exceso de luz. Hay una gran trilla de ideas, y toda la paja se la está llevando el viento. Enormemente ha crecido la majestad humana. Se conocen repúblicas falsas, que cernidas en un tamiz solo producirían el alma de un lacayo; pero donde la libertad verdaderamente impera, sin más obstáculos que los que le pone nuestra naturaleza, no hay trono que se parezca a la mente de un hombre libre, ni autoridad más augusta que la de sus pensamientos! Todo lo que atormenta o empequeñece al hombre está siendo llamado a proceso, y ha de sometérsele. Cuanto no sea compatible con la dignidad humana, caerá. A las poesías del alma nadie podrá cortar las alas, y siempre habrá ese magnífico desasosiego, y esa mirada ansiosa hacia las nubes. Pero lo que quiera permanecer ha de conciliarse con el espíritu de libertad, o de darse por muerto. Cuanto abata o reduzca al hombre, será abatido.
Con las libertades, como con los privilegios, sucede que juntas triunfan o peligran, y que no puede pretenderse o lastimarse una sin que sientan todas el daño o el beneficio. Así la iglesia católica de los Estados Unidos, con sus elementos virtuosos e impuros, sale a juicio por esclavizadora y tiránica cuando los espíritus generosos del país deciden ponerse a la cabeza de los desdichados, para ayudar a mejorar la servidumbre de cuerpo y espíritu en que viven. Todas las autoridades se coaligan, como todos los sufrimientos. Hay la fraternidad del dolor, y la del despotismo.
Viva está aún en la memoria, como si se hubiese visto pasar una legión de apóstoles, la admirable campaña para las elecciones de corregidor de New York en el otoño de 1886. En ella apareció por primera vez con todo su poder el espíritu de reforma que anima a las masas obreras, y a los hombres piadosos que sufren de sus males. Hay hombres ardientes en quienes, con todos los tormentos del horno, se purifica la especie humana. Hay hombres dispuestos para guiar sin interés, para padecer por los demás, para consumirse iluminando!—En esa campaña se vio la maravilla de que un partido político nuevo, que apenas cuenta tres años de disensiones y errores preparatorios, combatiese sin amigos, sin tesoro, sin autoridades complacientes o serviles, sin castas cómplices, y estuviese a punto de vencer, porque no le animaba el mero entusiasmo de las campañas políticas, sino un ímpetu de redención, pedida en vano a los partidos ofrecedores y parleros.
Ya se saben los orígenes de este movimiento histórico. Henry George vino de California, y reimprimió su libro El Progreso y la Pobreza,[11] que ha cundido por la cristiandad como una Biblia. Es aquel mismo amor del Nazareno, puesto en la lengua práctica de nuestros días. En la obra, destinada a inquirir las causas de la pobreza creciente a pesar de los adelantos humanos, predomina como idea esencial la de que la tierra debe pertenecer a la nación. De allí deriva el libro todas las reformas necesarias:—Posea tierra el que la trabaje y la mejore. Pague por ella al Estado mientras la use. Nadie posea tierra sin pagar al Estado por usarla. No se pague al Estado más contribución que la renta de la tierra. Así el peso de los tributos a la nación caerá sobre los que reciban de ella manera de pagarlos, la vida sin tributos será barata y fácil, y el pobre tendrá casa y espacio para cultivar su mente, entender sus deberes públicos, y amar a sus hijos.
No solo para los obreros, sino para los pensadores, fue una revelación del libro de George. Solo Darwin[12] en las ciencias naturales ha dejado en nuestros tiempos una huella comparable a la de George en la ciencia de la sociedad.[13] Se ve la garra de Darwin en la política, en la historia y en la poesía; y dondequiera que se habla inglés, con ímpetu soberano se imprime en los pensamientos la idea amante de George. Él es de los que nacen padres de hombres: allí donde ve un infeliz, siente la bofetada en la mejilla! En torno suyo se agruparon los gremios de obreros:—¡Educarse, les dijo, es indispensable para vencer! En un pueblo donde el sufragio es el origen de la ley, la revolución está en el sufragio. El derecho se ha de defender con entereza; pero amar es más útil que odiar.—Cuando los obreros de New York se sintieron fuertes, todos, católicos, protestantes y judíos,—todos irlandeses, alemanes y húngaros,—todos, republicanos y demócratas, designaron a George como su candidato para dar, con motivo de las elecciones de corregidor de New York, la primera muestra de su voluntad y poder.
No era un partido que se formaba, sino una iglesia que crecía. Semejante fervor solo se ha visto en los movimientos religiosos. Hasta en los meros detalles físicos parecían aquellos hombres dotados de fuerza sobrenatural. El hablar no les enronquecía. El sueño no les hacía falta. Andaban como si hubieran descubierto en sí un ser nuevo. Tenían la alegría profunda de los recién casados. Improvisaron tesoro, máquina de elecciones, juntas, diario. Grande fue la alarma de las camarillas políticas, de las asociaciones de rufianes y logreros que viven regaladamente de la compra y venta del sufragio. Aquellas hordas de votantes se les escapaban, y entraban en la luz. “¡Buscad el remedio de vuestros males en la ley!” dicen los partidos políticos a los obreros, cuando censuran sus tentativas violentas o anárquicas, pero apenas forman los obreros un partido para buscar en la ley su remedio, los llamaron revolucionarios y anarquistas: los dejó solos la prensa: las castas superiores les negaron su ayuda: los republicanos, partidarios de los privilegios, los denunciaron como enemigos de la patria: y los demócratas, amenazados de cerca en sus empleos e influjo, pidieron auxilio a los poderes aliados a ellos para administrar la ley en el común beneficio. La iglesia entera cayó sobre los trabajadores que la han edificado. El Arzobispo que depone a un sacerdote por haber apoyado la política de las clases llanas, ordena en carta circular a sus párrocos que apoyen la política de los logreros y rufianes determinados a vencerlas. ¡Solo un párroco, el más ilustre de todos, el único ilustre, no abandonó a las clases llanas, el padre McGlynn!
Pues qué: si el Arzobispo, que ha de ser el ejemplo de los curas, puede favorecer una política, ¿cómo ha de ser delito en un cura hacer lo mismo que hace el Arzobispo? ¿Y de qué parte estará la santidad, de los que se ligan con los poderosos para sofocar el derecho de los infelices, o de los que, desafiando la ira de los poderosos, y estando sobre todos ellos en inteligencia y virtud, dan con el pie a la púrpura y van silenciosamente a sentarse entre los que padecen?
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[10] Manhattan.
[11] Progreso y miseria. Véase en la crónica “El millonario Stewart y su mujer”, publicada El Partido Liberal, de México, el 12 de noviembre de 1886, más juicios sobre esta obra. (OCEC, t. 24, pp. 287-289).
[12] Charles Robert Darwin. Véase la crónica “Darwin ha muerto”, publicada en La Opinión Nacional, el 17 de mayo de 1882. (OCEC, t. 11, pp. 180-210).
[13] Una idea muy similar sostenía Federico Engels, en 1883, pero comparando a Darwin con Carlos Marx. Véase el “Discurso ante la tumba de Marx”, Londres, 17 de marzo de 1883, en Carlos Marx y F. Engels: Obras escogidas, 3 t., Moscú, Editorial Progreso, 1974, t. III, p. 171. (N. del E. del sitio web).