BOLÍVAR
Discurso de José Martí el 28 de octubre de 1893 en la velada de la Sociedad Literaria Hispanoamericana en Nueva York en honor de Simón Bolívar.

Señoras, señores:
Con la frente contrita de los americanos que no han podido entrar aún en América; con el sereno conocimiento del puesto y valer reales del gran caraqueño en la obra espontánea y múltiple de la emancipación americana; con el asombro y reverencia de quien ve aún ante sí, demandándole la cuota, a aquel que fue como el samán de sus llanuras, en la pompa y generosidad, y como los ríos que caen atormentados de las cumbres, y como los peñascos que vienen ardiendo, con luz y fragor, de las entrañas de la tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras, menos profundo y elocuente que el de mi silencio, al que desclavó del Cuzco el gonfalón de Pizarro.[1] Por sobre tachas y cargos, por sobre la pasión del elogio y la del denuesto, por sobre las flaquezas mismas, ápice negro en el plumón del cóndor, de aquel príncipe de la libertad, surge radioso aquel hombre verdadero. Quema, y arroba. Pensar en él, asomarse a su vida, leerle una arenga, verlo deshecho y jadeante en una carta de amores, es como sentirse orlado de oro el pensamiento. Su ardor fue el de nuestra redención, su lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su cúspide fue la de nuestro continente: su caída, para el corazón. Dícese Bolívar, y ya se ve delante el monte a que, más que la nieve, sirve el encapotado jinete de corona, ya el pantano en que se revuelven, con tres repúblicas en el morral, los libertadores que van a rematar la redención de un mundo. ¡Oh, no! En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño, y la tiranía descabezada a los pies…! Ni a la justa admiración ha de tenerse miedo, porque esté de moda continua en cierta especie de hombres el desamor por lo extraordinario; ni el deseo bajo del aplauso ha de ahogar con la palabra hinchada los decretos del juicio, ni hay palabra que diga el misterio y fulgor de aquella frente cuando en el desastre de Casacoima,[2] en la fiebre de su cuerpo y la soledad de sus ejércitos huidos, vio claros, allá en la cresta de los Andes, los caminos por donde derramaría la libertad sobre las cuencas del Perú y Bolivia. Pero cuanto dijéramos, y aun lo excesivo, estaría bien en nuestros labios esta noche, porque cuantos nos reunimos hoy aquí, somos los hijos de su espada.
Ni la presencia de nuestras mujeres puede, por temor de parecerles enojoso, sofocar en los labios el tributo; porque ante las mujeres americanas se puede hablar sin miedo de la libertad. Mujer fue aquella hija de Juan de Mena,[3] la brava paraguaya, que al saber que a su paisano Antequera[4] lo ahorcaban por criollo, se quitó el luto del marido que vestía, y se puso de gala, porque “es día de celebrar aquel en que un hombre bueno muere gloriosamente por su patria”;—mujer fue la colombiana, de saya y cotón, que antes que los comuneros, arrancó en el Socorro el edicto de impuestos insolentes que sacó a pelear a veinte mil hombres;[5]—mujer la de Arismendi,[6] pura cual la mejor perla de la Margarita, que a quien la pasea presa por el terrado de donde la puede ver el esposo sitiador, dice, mientras el esposo riega de metralla la puerta del fuerte: “jamás lograréis de mí que le aconseje faltar a sus deberes”;—mujer aquella soberana Pola,[7] que armó a su novio para que se fuese a pelear, y cayó en el patíbulo junto a él;—mujer Mercedes Abrego,[8] de trenzas hermosas, a quien cortaron la cabeza porque bordó, de su oro más fino, el uniforme del Libertador;—mujeres, las que el piadoso Bolívar llevaba a la grupa, compañeras indómitas de sus soldados, cuando a pechos juntos vadeaban los hombres el agua enfurecida por donde iba la redención a Boyacá, y de los montes andinos, siglos de la naturaleza, bajaban torvos y despedazados los torrentes.
Hombre fue aquel en realidad extraordinario. Vivió como entre llamas, y lo era. Ama, y lo que dice es como florón de fuego. Amigo, se le muere el hombre honrado a quien quería, y manda que todo cese a su alrededor. Enclenque, en lo que anda el posta más ligero barre con un ejército naciente todo lo que hay de Tenerife a Cúcuta.[9] Pelea, y en lo más afligido del combate, cuando se le vuelven suplicantes todos los ojos, manda que le desensillen el caballo. Escribe, y es como cuando en lo alto de una cordillera se coge y cierra de súbito la tormenta, y es bruma y lobreguez el valle todo; y a tajos abre la luz celeste la cerrazón, y cuelgan de un lado y otro las nubes por los picos, mientras en lo hondo luce el valle fresco con el primor de todos sus colores. Como los montes era él ancho en la base, con las raíces en las del mundo, y por la cumbre enhiesto y afilado, como para penetrar mejor en el cielo rebelde. Se le ve golpeando, con el sable de puño de oro; en las puertas de la gloria. Cree en el cielo, en los dioses, en los inmortales, en el dios de Colombia, en el genio de América, y en su destino. Su gloria lo circunda, inflama y arrebata. Vencer ¿no es el sello de la divinidad? ¿vencer a los hombres, a los ríos hinchados, a los volcanes, a los siglos, a la naturaleza? Siglos, ¿cómo los desharía, si no pudiera hacerlos? ¿no desata razas, no desencanta el continente, no evoca pueblos, no ha recorrido con las banderas de la redención más mundo que ningún conquistador con las de la tiranía, no habla desde el Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas en el Potosí, bajo el pabellón de Colombia picado de cóndores, una de las obras más bárbaras y tenaces de la historia humana? ¿no le acatan las ciudades, y los poderes de esta vida, y los émulos enamorados o sumisos, y los genios del orbe nuevo, y las hermosuras? Como el sol llega a creerse, por lo que deshiela y fecunda, y por lo que ilumina y abrasa. Hay senado en el cielo, y él será, sin duda, de él. Ya ve el mundo allá arriba, áureo de sol cuajado, y los asientos de la roca de la creación, y el piso de las nubes, y el techo de centellas que le recuerden, en el cruzarse y chispear, los reflejos del mediodía de Apure en los rejones de sus lanzas, y descienden de aquella altura, como dispensación paterna, la dicha y el orden sobre los humanos.—¡Y no es así el mundo, sino suma de la divinidad que asciende ensangrentada y dolorosa del sacrificio y prueba de los hombres todos! Y muere él en Santa Marta del trastorno y horror de ver hecho pedazos aquel astro suyo que creyó inmortal, en su error de confundir la gloria de ser útil, que sin cesar le crece, y es divina de veras, y corona que nadie arranca de las sienes, con el mero accidente del poder humano, merced y encargo casi siempre impuro de los que sin mérito u osadía lo anhelan para sí, o estéril triunfo de un bando sobre otro, o fiel inseguro de los intereses y pasiones, que solo recae en el genio o la virtud en los instantes de suma angustia o pasajero pudor en que los pueblos, enternecidos por el peligro, aclaman la idea o desinterés por donde vislumbran su rescate. ¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía![10]
América hervía, a principios de siglo, y él fue como su horno. Aún cabecea y fermenta, como los gusanos bajo la costra de las viejas raíces, la América de entonces, larva enorme y confusa. Bajo las sotanas de los canónigos y en la mente de los viajeros próceres venía de Francia y de Norteamérica el libro revolucionario, a avivar el descontento del criollo de decoro y letras, mandado desde allende a horca y tributo; y esta revolución de lo alto, más la levadura rebelde y en cierto modo democrática del español segundón y desheredado, iba a la par creciendo, con la cólera baja, la del gaucho y el roto y el cholo y el llanero, todos tocados en su punto de hombre: en el sordo oleaje, surcado de lágrimas el rostro inerme, vagaban con el consuelo de la guerra por el bosque las majadas de indígenas, como fuegos errantes sobre una colosal sepultura. La independencia de América venía de un siglo atrás sangrando:—¡ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma!—Así, en las noches amorosas de su jardín solariego de San Jacinto,[11] o por las riberas de aquel pintado Anauco por donde guió tal vez los pies menudos de la esposa[12] que se le murió en flor, vería Bolívar, con el puño al corazón, la procesión terrible de los precursores de la independencia de América: ¡van y vienen los muertos por el aire, y no reposan hasta que no está su obra satisfecha! Él vio, sin duda, en el crepúsculo del Ávila, el séquito cruento…
Pasa Antequera, el del Paraguay, el primero de todos, alzando de sobre su cuello rebanado la cabeza: la familia entera del pobre inca pasa, muerta a los ojos de su padre atado, y recogiendo los cuartos de su cuerpo: pasa Tupac Amaru:[13] el rey de los mestizos de Venezuela[14] viene luego, desvanecido por el aire, como una[15] fantasma: dormido en su sangre va después Salinas,[16] y Quiroga muerto sobre su plato de comer, y Morales como viva carnicería, porque en la cárcel de Quito amaban a su patria; sin casa adonde volver, porque se la regaron de sal, sigue León,[17] moribundo en la cueva: en garfios van los miembros de José España,[18] que murió sonriendo en la horca, y va humeando el tronco de Galán,[19] quemado ante el patíbulo: y Berbeo[20] pasa, más muerto que ninguno,—aunque de miedo a sus comuneros lo dejó el verdugo vivo,—porque para quien conoció la dicha de pelear por el honor de su país, no hay muerte mayor que estar en pie mientras dura la vergüenza patria: ¡y, de esta alma india y mestiza y blanca hecha una llama sola, se envolvió en ella el héroe, y en la constancia y la intrepidez con ella; en la hermandad de la aspiración común juntó, al calor de la gloria, los compuestos desemejantes; anuló o enfrenó émulos, pasó el páramo y revolvió montes, fue regando de repúblicas la artesa de los Andes, y cuando detuvo la carrera, porque la revolución argentina oponía su trama colectiva y democrática al ímpetu boliviano, ¡catorce generales españoles, acurrucados en el cerro de Ayacucho, se desceñían la espada de España!
De las palmas de las costas, puestas allí como para entonar canto perenne al héroe, sube la tierra, por tramos de plata y oro, a las copiosas planicies que acuchilló de sangre la revolución americana; y el cielo ha visto pocas veces escenas más hermosas, porque jamás movió a tantos pechos la determinación de ser libres, ni tuvieron teatro de más natural grandeza, ni el alma de un continente entró tan de lleno en la de un hombre. El cielo mismo parece haber sido actor, porque eran dignas de él, en aquellas batallas: ¡parece que los héroes todos de la libertad, y los mártires todos de toda la tierra, poblaban apiñados aquella bóveda hermosa, y cubrían, como gigante égida, el aprieto donde pujaban nuestras armas, o huían despavoridos por el cielo injusto, cuando la pelea nos negaba su favor! El cielo mismo debía, en verdad, detenerse a ver tanta hermosura:—de las eternas nieves, ruedan, desmontadas, las aguas portentosas: como menuda cabellera, o crespo vellón, visten las negras abras árboles seculares; las ruinas de los templos indios velan sobre el desierto de los lagos: por entre la bruma de los valles asoman las recias torres de la catedral española: los cráteres humean, y se ven las entrañas del universo por la boca del volcán descabezado: ¡y a la vez, por los rincones todos de la tierra, los americanos están peleando por la libertad! Unos cabalgan por el llano y caen al choque enemigo como luces que se apagan, en el montón de sus monturas; otros, rienda al diente, nadan, con la banderola a flor de agua, por el río crecido; otros, como selva que echa a andar, vienen costilla a costilla, con las lanzas por sobre las cabezas; otros trepan un volcán, y le clavan en el belfo encendido la bandera libertadora. ¡Pero ninguno es más bello que un hombre de frente montuosa, de mirada que le ha comido el rostro, de capa que le aletea sobre el potro volador, de busto inmóvil en la lluvia del fuego o la tormenta, de espada a cuya luz vencen cinco naciones![21] Enfrena su retinto, desmadejado el cabello en la tempestad del triunfo, y ve pasar, entre la muchedumbre que le ha ayudado a echar atrás la tiranía, el gorro frigio de Ribas, el caballo dócil de Sucre, la cabeza rizada de Piar, el dolmán rojo de Páez, el látigo desflecado de Córdoba, o el cadáver del coronel que sus soldados se llevan envuelto en la bandera. Yérguese en el estribo, suspenso como la naturaleza, a ver a Páez en las Queseras dar las caras con su puñado de lanceros, y a vuelo de caballo, plegándose y abriéndose, acorralar en el polvo y la tiniebla al hormiguero enemigo. ¡Mira, húmedos los ojos, el ejército de gala, antes de la batalla de Carabobo, al aire colores y divisas, los pabellones viejos cerrados por un muro vivo, las músicas todas sueltas a la vez, el sol en el acero alegre, y en todo el campamento el júbilo misterioso de la casa en que va a nacer un hijo! ¡Y más bello que nunca fue en Junín, envuelto entre las sombras de la noche, mientras que en pálido silencio se astillan contra el brazo triunfante de América las últimas lanzas españolas!
Y luego, poco tiempo después, desencajado, el pelo hundido por las sienes enjutas, la mano seca como echando atrás el mundo, el héroe dice en su cama de morir: “¡José! ¡José! vámonos, que de aquí nos echan: ¿a dónde iremos?”[22]—Su gobierno nada más se había venido abajo, pero él acaso creyó que lo que se derrumbaba era la república; acaso, como que de él se dejaron domar, mientras duró el encanto de la independencia, los recelos y personas locales, paró en desconocer, o dar por nulas o menores, estas fuerzas de realidad que reaparecían después del triunfo: acaso, temeroso de que las aspiraciones rivales le decorasen los pueblos recién nacidos, buscó en la sujeción, odiosa al hombre, el equilibrio político, solo constante cuando se fía a la expansión, infalible en un régimen de justicia, y más firme cuanto más desatada. Acaso, en su sueño de gloria, para la América y para sí, no vio que la unidad de espíritu, indispensable a la salvación y dicha de nuestros pueblos americanos, padecía, más que se ayudaba, con su unión en formas teóricas y artificiales que no se acomodaban sobre el seguro de la realidad: acaso el genio previsor que proclamó que la salvación de nuestra América está en la acción una y compacta de sus repúblicas, en cuanto a sus relaciones con el mundo y al sentido y conjunto de su porvenir, no pudo, por no tenerla en el redaño, ni venirle del hábito ni de la casta, conocer la fuerza moderadora del alma popular, de la pelea de todos en abierta lid, que salva, sin más ley que la libertad verdadera, a las repúblicas: erró acaso el padre angustiado en al instante supremo de los creadores políticos, cuando un deber les aconseja ceder a nuevo mando su creación, porque el titulo de usurpador no la desluzca o ponga en riesgo, y otro deber, tal vez en el misterio de su idea creadora superior, les mueve a arrostrar por ella hasta la deshonra de ser tenidos por usurpadores.
¡Y eran las hijas de su corazón, aquellas que sin él se desangraban en lucha infausta y lenta, aquellas que por su magnanimidad y tesón vinieron a la vida, las que le tomaban de las manos, como que de ellas era la sangre y el porvenir, el poder de regirse conforme a sus pueblos y necesidades! ¡Y desaparecía la conjunción, más larga que la de los astros del cielo, de América y Bolívar para la obra de la independencia, y se revelaba el desacuerdo patente entre Bolívar, empeñado en unir bajo un gobierno central y distante los países de la revolución, y la revolución americana, nacida, con múltiples cabezas, del ansia del gobierno local y con la gente de la casa propia! “¡José! ¡José! vámonos, que de aquí nos echan: ¿adónde iremos?“…
¿Adónde irá Bolívar? ¡Al respeto del mundo y a la ternura de los americanos! ¡A esta casa amorosa, donde cada hombre le debe el goce ardiente de sentirse como en brazos de los suyos en los de todo hijo de América, y cada mujer recuerda enamorada a aquel que se apeó siempre del caballo de la gloria para agradecer una corona o una flor a la hermosura! ¡A la justicia de los pueblos, que por el error posible de las formas, impacientes, o personales, sabrán ver el empuje que con ellas mismas, como de mano potente en lava blanda, dio Bolívar a las ideas madres de América! ¿Adónde irá Bolívar? ¡Al brazo de los hombres para que defiendan de la nueva codicia, y del terco espíritu viejo, la tierra donde será más dichosa y bella la humanidad! ¡A los pueblos callados, como un beso de padre! ¡A los hombres del rincón y de lo transitorio, a las panzas aldeanas y los cómodos harpagones, para que, a la hoguera que fue aquella existencia, vean la hermandad indispensable al continente y los peligros y la grandeza del porvenir americano! ¿Adónde irá Bolívar?…Ya el último virrey de España[23] yacía con cinco heridas, iban los tres siglos atados a la cola del caballo llanero, y con la casaca de la victoria y el elástico de lujo venía al paso el Libertador, entre el ejército, como de baile, y al balcón de los cerros asomado el gentío, y como flores en jarrón, saliéndose por las cuchillas de las lomas, los mazos de banderas. El Potosí aparece al fin, roído y ensangrentado: los cinco pabellones de los pueblos nuevos, con verdaderas llamas, flameaban en la cúspide de la América resucitada: estallan los morteros a anunciar al héroe,—y sobre las cabezas, descubiertas de respeto y espanto, rodó por largo tiempo el estampido con que de cumbre en cumbre respondían, saludándolo, los montes. ¡Así, de hijo en hijo, mientras la América viva, el eco de su nombre resonará en lo más viril y honrado de nuestras entrañas!
Patria, Nueva York, 4 de noviembre de 1893, no. 85, pp. 2-3.
Tomado De la historia a las letras: Bolívar por Martí. Antología crítica, introducción, selección y notas de Lourdes Ocampo Andina, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Ediciones Boloña, 2012, pp. 101-113.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Gonfalón de Pizarro. Un gonfalón es la bandera que, en el siglo XVI, era suspendida de una lanza de hierro o de la parte superior de un estandarte. Es aquí un modo tropológico de aludir a la conquista del Perú efectuada por Francisco Pizarro. Debe recordarse, además, que cuando José de San Martín abandona el Perú, para regresar a la Argentina, el Congreso peruano le entrega, como recuerdo, una enseña, tal vez precisamente un gonfalón, que se reputaba como perteneciente al propio Pizarro. Que Martí se refiera, pues, al gonfalón del conquistador, es quizás un modo de subrayar que la liberación definitiva del Perú se debió en efecto a Bolívar. (Nota tomada de Bolívar. Edición crítica, investigación y notas de Luis Álvarez Álvarez, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010).
[2] Casacoima es una gran laguna, próxima a Guayana la Antigua. Bolívar, en su avance hacia Angostura, hizo pasar, el 2 de julio de 1817, nueve embarcaciones, pero dos de ellas tuvieron que retroceder, por haberse dado cuenta los regimientos y la escuadra española que protegían el paso a Angostura. La escuadra española persiguió a la de Bolívar y la obligó a protegerse en el caño de Casacoima, a la orilla derecha del Orinoco. Bolívar intentó prestar auxilio a los buques asediados, y fue en persona a ayudarlos, pero los españoles hicieron un movimiento sorpresivo, que atacó por la espalda al Libertador, quien estaba con los generales Arismendi, Pedro León Torres, Soublette, Jacinto Lara y otros jefes, y los realistas lo atacaron a él y a su grupo de oficiales antes que al resto de la tropa, lo cual hizo más fuerte la sorpresa. Bolívar, mientras que otros oficiales podían huir a caballo, se tiró al río, diciéndoles que los cocodrilos sabían que él era demasiado delgado para servirles de alimento. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[3] Juan de Mena Ortiz y Velasco, rico propietario uruguayo de la primera mitad del siglo XVIII, vinculado con otros asunceños de importancia como Cristóbal Domínguez de Ovelar, José Avalos y Mendoza. Este grupo entró en conflicto con el gobernador, Diego de los Reyes Balmaceda, protector y protegido de los jesuitas en el Paraguay, y atendiendo reclamos de los comuneros de Castilla del siglo XVI, denunciaron a Reyes a la Audiencia de Charcas, la cual envió al licenciado José de Antequera y Castro para investigar. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[4] José Antequera y Castro, miembro de la Real Orden de Alcántara, fue enviado como Juez Pesquisidor a Asunción, el 15 de enero de 1721. Destituyó, temporalmente a Reyes, para investigar los cargos que se le hacían. Apoyó por completo al grupo de Juan de Mena, José de Avalos y otros. Sus medidas gubernativas, que afectaron la posición de los jesuitas en el Paraguay, y atendieron reclamos de los comuneros asunceños, provocaron a la larga el disgusto del virreinato de Lima, a cuya cabeza estaba fray Diego Morcillo, quien sustituyó a Antequera por Baltasar García Ros, el cual estableció el orden colonial anterior a los comuneros y Antequera. El destituido fue encarcelado y, tras cinco años de prisión, fue ahorcado en Lima. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[5] Fue Manuela Beltrán quien arrancó, rompió y pisoteó un edicto sobre nuevos impuestos del cabildo del Socorro. Ello dio origen al movimiento de los comuneros en Nueva Granada.
[6] Juan Bautista Arismendi fue uno de los héroes de las luchas independentistas en Venezuela. Mantuvo la isla Margarita en libertad desde 1811 hasta 1815, en que se vio obligado a rendirse, siquiera en apariencia, al general español Pablo Morillo, llegado a Venezuela para reprimir la revolución. En noviembre de ese mismo año, logró volver a liberar la isla y fue un auxiliar útil de Bolívar. En 1819, sin embargo, se negó a apoyar a Urdaneta con los soldados que este pedía en la región de Caracas, y esto lo enfrentó momentáneamente al liderazgo independentista, y aun lo llevó a la cárcel. Liberado más tarde, y reconciliado con el movimiento, asistió al Congreso de Angostura, del que ocupó la vicepresidencia. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[7] Policarpa Salabarrieta o Salavarrieta, llamada la Pola (1795-1817). Fue maestra en Graduas, su pueblo natal; luego vivió en Bogotá. Novia de Alejo Savaraín, oficial independentista que huyó a Casanare, núcleo de resistencia guerrillera, pero fue apresado por los españoles antes de llegar a su destino. Las cartas que llevaba comprometieron a la Pola, quien tenía varias relaciones con el movimiento insurgente. Así la mandó a apresar el virrey Juan Sámano. Fue fusilada, con Savaraín, el 14 de noviembre de 1817. Se hizo famoso el anagrama de su nombre: Yace por salvar a la patria. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[8] Mercedes Abrego (1775?-1813). Patriota colombiana, nacida en Cúcuta. Fue acusada de haber bordado un uniforme de brigadier para Bolívar, juzgada y condenada a decapitación, lo que cumplió Lizón, después de haber echado a suerte el privilegio de matar a tan peligrosa revolucionaria. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[9] Tenerife: poblado colombiano en las proximidades del río Magdalena. A fines de 1812, Bolívar, enrolado al servicio de la república neogranadina y desobedeciendo las órdenes expresas de su superior, el oficial Pedro Labaut, expulsa a la guarnición española del Peñón de Tenerife, que obstruía la navegación de los patriotas por el Magdalena. Labaut trató de llevarlo a un consejo de guerra, pero el gobernador de Cartagena, Manuel Rodríguez Torices, lo defendió y logró evitarlo. De inmediato, Bolívar avanzó sobre la villa de San José de Cúcuta, defendida por ochocientos soldados españoles; el prócer los vence con solo quinientos patriotas. En Cúcuta, volvió a quedar orientado en dirección a Venezuela.
[10] Véase la semejanza del discurso martiano con el de Juan de Montalvo, publicado en 1887: “¿En dónde está Bolívar? Él es, allí le veo que corona la cima de este monte. […] ¿En dónde está Bolívar? Él es, allí le veo: la sombra imperial de Huaina Capac se le aparece entre las nubes, y le dice que se ha de cumplir su profecía: él ha leído en el libro de las disposiciones eternas que el país de los Incas será liberado por un hijo del sol, vengada la memoria de sus descendientes”. (Juan de Montalvo: Siete tratados, Buenos Aires, Editorial Americalee, 1944, p. 363).
[11] Se refiere a la casa natal de Bolívar en Caracas, la cual estaba ubicada frente al convento de San Jacinto, y de aquí, por extensión, la denominación de “San Jacinto” para ella. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[12] María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza.
[13] Martí se refiere aquí, en forma condensada, pero estremecida, a las horrendas torturas que sufrió parte de la familia del luchador José Gabriel Condorcanqui, llamado popularmente Túpac Amaru, quien, prisionero después de mucho batallar, fue obligado, el 18 de mayo de 1781, a presenciar las torturas de su esposa, Micaela Bastidas, de su hijo Hipólito y otros familiares y colaboradores, como la cacica de Acos, Tomasa Condemaita. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[14] Debe referirse a Manuel Carlos Piar, prócer venezolano, nacido en Curazao (1782-1817). Su vida estuvo envuelta en la leyenda; se dijo que era hijo ilegítimo de un príncipe portugués. En realidad, era hijo de una mestiza, Isabel Gómez, y de un rico canario, capitán de Marina. (Esta identificación se debe al investigador Luis Álvarez Álvarez en Bolívar. Edición crítica, ob. cit., pp. 7 y 13).
[15] Así en Patria.
[16] José Salinas, jefe de la guardia de Quito, Juan de Dios Morales y Manuel Quiroga protagonizaron, junto a otros patriotas, la Revolución de 1809 en ese lugar. Derrotados por los españoles fueron encarcelados, y ante un intento por liberarlos, fueron ametrallados por los carceleros españoles.
[17] Juan Francisco León, venezolano que se alzó con un grupo de peones y cultivadores de cacao.
[18] José España (1761-1799). Político venezolano. Organizó una conspiración independentista que fue descubierta por las autoridades españolas el 13 de julio de 1797. Escapó junto a Manuel Gual a las Antillas, pero regresó a La Guaira para continuar la rebelión. Fue descubierto el 29 de abril de ese año, y condenado a muerte en juicio sumarísimo. Ejecutado el 8 de mayo de 1799 en la Plaza Mayor (actual Plaza Bolívar) de Caracas, su cuerpo fue descuartizado y los distintos restos se exhibieron en diversos lugares “para escarmiento”.
[19] José Antonio Galán (1740-1782), líder de los comuneros. Luchó y venció en varias poblaciones. Firmadas las capitulaciones, se negó a aceptarlas y continuó luchando. Fue capturado y condenado a muerte.
[20] Juan Francisco Berbeo (1739-1795). Insurgente colombiano, capitán del movimiento de los comuneros. Dirigió un ejército y en Zipaquirá entró en negociaciones con las autoridades y expuso las condiciones para el abandono de las armas por parte de los sublevados. En principio, el gobierno español aceptó las capitulaciones, pero después de la disolución del movimiento ordenó la ejecución y expropiación de bienes de los dirigentes. A Berbeo se le perdonó la vida y murió, en 1795, pobre y olvidado.
[21] Alude a las cinco naciones latinoamericanas cuya libertad dependió directamente de la actuación bolivariana: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. (Bolívar. Edición crítica, ob. cit.).
[22] Martí alude a las palabras que, según quienes lo acompañaban, fueron las últimas de Bolívar en su agonía, dirigidas a José Palacios.
[23] José de la Serna e Hinojosa