Con ese cuidado escrupuloso vivimos; todos esos problemas conocemos; nos ocupamos firmemente, no en llevar a nuestra tierra invasiones ciegas, ni capitanías militares, ni arrogancias de partido ven­cedor, sino en amasar la levadura de república que hará falta mañana, que tal vez hará falta muy pronto, a un país cuya independencia parece inmediata, pero que está compuesto de elementos tan varios, tan sus­picaces, de amalgama tan difícil, que los choques que ya se vislumbran, y que han ayudado acaso a acelerar aquellos cuya única labor real era impedirlos, solo pueden evitarse con el exquisito tacto político que viene de la majestad del desinterés y de la soberanía del amor. ¡Y pasamos tal vez por agitadores perniciosos, los que, sujetando los impulsos menos dóciles, solo queremos tener limpio el camino por donde al fin ha de buscar su salvación la patria! Se amenaza con nosotros a Cuba;—se acusa de complicidades con nosotros a un partido cubano que ni aun por sus personas más inquietas solicitó ni aceptó nunca el menor roce con lo que creemos inevitable, aunque el pensarlo solo agobie, la guerra que parece ser por desdicha el único medio de rescatar a la patria de la persecución y el hambre;—se llega a suponer, con ligereza que devolvemos sin respuesta, que los que aquí meditamos con respeto de hijos el modo de ahorrar a nuestro país conmociones estériles, de subordinar a su mandato nuestros más gloriosos ímpetus, de alimentar en el silencio las virtudes que han de serle útiles, de dar tiempo a que se robustezca su carácter para la lucha que acaso sea precisa, de confundir en concordia todos sus elementos, de no enajenarnos ninguno de los factores  imprescindibles, de disponer cuanto en la hora suprema pueda abreviar el sacudimiento, acelerar el triunfo, y fundar la patria libre,—no somos más que una turba irreflexiva, tocada de monomanía sangrienta! Esta no es hora de decir cómo no han sido inútiles para la emigración cubana veinte años de experiencia, de manifestación y roce francos, de choque de ambiciones y noblezas, de prueba y quilate de los caracteres, de lucha entre la pasión desconsiderada y el juicio que desea someterla al desinterés de la virtud. No es hora de decir, cuando se conmemoran hazañas a cuyo lado palidece el simple cumplimiento del deber, cómo en la oscuridad, grata al verdadero patriotismo, se procura con sagrada pureza librar de estorbos, no para todos visibles, el porvenir del país, y en vez de trabajar sin fe y desconcertados en pro de una fórmula pos­tiza, condenada de antemano, por la fuerza de lo real, a corta duración, se atiende, con el oído puesto al suelo, que no ha cesado todavía de hervir, al espíritu vivo de la patria; a la recomposición de sus elementos histórico, más temibles mientras más desatendidos, y más reales, en su descanso natural e inacción aparente, que las sombras que solo tienen aparato de cuerpo palpable porque se amparan de ellos y les sirven de transitoria vestidura; a la preparación de la guerra posible,—puesto que mientras sea la guerra un peligro, será siempre un deber prepararla,—de manera que en el seno de ella vayan las semillas, ¡de no muy fácil siembra! que después de ella han de dar fruto. Agitar, lo pueden todos: recordar glorias, es fácil y bello: poner el pecho al deber inglorioso, ya es algo más difícil: prever es el deber de los verdaderos estadistas: dejar de prever es un delito público: y un delito mayor no obrar, por incapacidad o por miedo, en acuerdo con lo que se prevé. No es hora de decir que puesto que la guerra es, por lo menos, probable en Cuba, serán políticos incapaces todos los que no hayan pensado en el modo de evitar los males que pueden venir de ella. ¡Pero todas las horas son buenas para declarar que aquí los corazones no son urnas de devastación, prontas al menor empuje a volcarse sin miramiento sobre el país, sino aras valientemente defendidas, donde se guardan sus últimas esperanzas de manera que las pasiones interesadas no las pongan en manos del enemigo, ni la traición disimulada las defraude!

     ¿Guerra? Pues si se hubiese querido tenerla siempre encendida, ¿cuándo ha faltado una montaña inexpugnable ni un brazo impaciente? Refrenar es lo que nos cuesta trabajo, no empujar: lo que nos cuesta trabajo es convencer a los hombres decididos de que la mayor prueba de valor es contenerlo: pues ¿qué cosa más fácil que la gloria a los que han nacido para ella, ni qué deseo más impetuoso que el de la libertad en los que ya han conocido, en el brío del combate y en la vela de armas, que es digna de sus heraldos naturales, el sacrificio y la muerte? Las manos nos duelen de sujetar aquí el valor inoportuno. Si no lleva la emigración la guerra a Cuba, acaso será porque cree que no debe aún llevarla; acaso será porque hay en su seno mucho hombre sensato, que prefiere dar tiempo a que los hechos históricos culminen por sí en toda su fuerza natural, a precipitarlos por satisfacer impaciencias culpables, a compro­meterlos con una acción prematura, con una acción que, habiendo de conmover, de trastornar, de ensangrentar el país, debe esperar para ejer­cerse a que, por todo lo visible y de indudable manera, no solo necesite el país la conmoción, sino que la desee, por el extremo de su desdicha y lo irrevocable de su desengaño. ¡Aquí no somos jueces, sino servidores! ¿Quién dice que aquí queremos llevar a nuestra patria en mala hora una guerra que tuviese más probabilidades de ser vencida que de vencer en corto plazo? Aun cuando la tuviéramos en nuestras manos, aun cuando solo aguardase la señal de partir, de partir para el viaje santo y ligero, corazón a corazón iríamos llamando, afrontándolo todo en la angustiosa súplica, para que no diesen rienda al valor impaciente hasta que ya no hubiera modo de salvar sin esa desventura a la patria!

     Acá, en esta tiniebla, precedido de sangre en nuestra historia como en la naturaleza, ya nos parece divisar el día; ya, confundiendo con el miedo el recogimiento semejante a la duda que precede a las sacudi­das nacionales, irrita un desdén insolente la última paciencia del país, avergonzado de su credulidad; ya, con el favor inicuo de gobiernos que traicionan a su patria usurpando una autoridad que no osan ejercer con honra, se preparan nuestros dominadores a provocar la Isla a una guerra incompleta y prematura, a azuzar acaso a los inquietos y los ciegos de nuestro propio bando, para segar al país la flor nueva que ha echado en medio de los vicios, para pasear la hoz a cercén, antes de que vibre en los brazos la indignación madura, sobre el pueblo culpable de haber sabido perdonar a sus déspotas, creer en su honor, confiar en que con la generosidad heroica los obligaría a la justicia: ya parece menos lejano el instante doloroso, como todo nacimiento, en que se realicen al fin las esperanzas que enfrena la cordura, pero que no deben morir jamás, porque con ellas morirían la verdad y la grandeza. Mas si esperásemos en vano; si la zozobra en que vivimos, o el ardor del deseo, nos anublasen el conocimiento; si otra solución política fuera superior a la nuestra; si por la virtud de otros esfuerzos lograse nuestra patria, contra todo lo probable, una calma relativa; si tanto como por cualquier otro esfuerzo, se lograra por el de nuestra actitud sin plácemes y sin gloria, por nuestro poder secreto e imperante, por el látigo invisible que aquí todos tenemos en las manos,—lógrese en buena hora, aunque de esta última herida que le falta para ya morir, cese nuestro corazón de latir con la esperanza que lo alienta. ¡Lo que importa no es que nosotros triunfemos, sino que nuestra patria sea feliz! Pues ¿para qué se es hombre honrado, para qué se es hijo de un pueblo, sino para tener gozo en padecer por él, y en sacrificarle hasta las mismas pasiones grandiosas que nos inspira?

     Pero si, como anuncian los tiempos, fracasa el empeño de obtener de España para los cubanos la suma de derechos que pudiese hacer lle­vadera la vida a un pueblo visiblemente dispuesto a volver a arrostrarla por su libertad; si con invenciones satánicas o ardides felices arrastra al país a una guerra, que no nos hallará desprevenidos, aquella parte perniciosa del elemento español que lo perturba; si la ira heroica o la palabra imprudente contribuyesen de parte nuestra a acelerar la lucha armada porque suspira, procurando escoger la hora y lugar de la batalla, nuestro astuto enemigo, ¡aquí habremos mantenido, sin avergonzarnos de ella, sin abatirla, sin ondearla como mercancía temible, sin asustar con ella a los políticos flojos e imprevisores, la bandera que no adorna hoy nuestros muros porque mientras no pueda conducirnos a la victoria, mejor está plegada! ¡Aquí, en el trato abierto y en el estudio de nuestras pasiones, hemos robustecido, mientras nos acusaban y tenían en poco, los hábitos que harán mañana imposible el establecimiento en Cuba de una República incompleta, parcial en sus propósitos o métodos, encogida o injusta en su espíritu! ¡Aquí hemos aprendido a conocer, y a resistir, los obstáculos con que pudiera tropezar la patria nueva: el interés del hombre de guerra, la pasión del hombre de raza, la soberbia de los letrados, la desvergüenza del intrigante político! ¡Aquí, en el conflicto diario con el pueblo de espíritu hostil donde nos retiene, por única causa, la cercanía a nuestro país, hemos amontonado, y son tantas que ya llegan al cielo, las razones que harían odiosa e infecunda la sumisión a un pueblo áspero que necesita de nuestro suelo y desdeña a sus habitantes! ¡Aquí hemos aprendido a amar aquella patria sincera donde podrán vivir en paz los mismos que nos oprimen, si aprenden a respetar los derechos que sus hijos hayan sabido conquistarse; donde podrán vivir en amor los esclavos azotados, y los que los azotamos!

     ¡Oh, no!: no es visión de la fantasía esa patria venidera donde, con la fuerza gloriosa de las islas, que parecen hechas para recoger del ambiente el genio y la luz, prosperará, sin ayudas extrañas que lo consuman, el hombre en quien la libertad ha infundido a la vez la virtud de morir por ella y la inteligencia necesaria para ejercitarla: el hombre que reúne a la industria con que los pueblos se edifican, el brío que salva a la libertad de los que para explotarla o desviarla suelen saltar, con la agilidad del ambicioso, a su cabeza: el hombre cubano. ¿Aniquilado el cubano? ¿Des­mayado el cubano? ¿Indigno el cubano de que, por esperar la ocasión de servirlo, desdeñemos, con tenacidad misteriosa, el bienestar seguro y los más gratos honores? ¿Quién nos impele, quién nos aconseja, quién nos conduce, que besamos con amor la mano que nos arrastra por la vía oscura y terrible? ¡Todo, oh patria, porque cuando la muerte haya puesto fin a esta fatiga de amarte con honor, puedas tú decir, aunque no te oiga nadie: “fuiste mi hijo!” ¡No hay más gloria verdadera que la de servirte sin interés, y morir sin manchas! ¿Indigno el cubano? ¡Antes debemos, con todas las fuerzas de la admiración y todo el cariño del alma, saludar a los que surgen radiantes de aquella podredumbre, como las frutas más lúcidas y jugosas brotan de la tierra fecundada por el pestilente abono, y echar por sobre el mar, con las alas tendidas, un entrañable abrazo hacia los que en aquel aire enlutado insisten en la virtud, nutren el valor, enriquecen la ciencia, practican la literatura viril, improvisan con nunca vista rapidez las cualidades de los pueblos en sazón, y guardan la casa santa del contacto impuro! Como la libertad es la sombra de la tiranía, como las virtudes florecen sobre los cadáveres de los que las poseyeron, como la juventud orea los pueblos cansados, allí donde el sol brilla, donde las palmeras visitadas del rayo ya retoñan, donde cruzan centelleando por el aire las almas de los héroes, donde en el silencio de los caminos hay aún bastante sombra para el honor, se levanta con nuevo poder, con el poder de la indignación contenida, aquel pueblo que han dado por muerto los que, aunque vivan en su seno, lo desconocen u olvidan, los que no cambian todas las glorias y bienes del mundo por el placer inefable de oírlo palpitar! A los que confían en tener aún por mucho tiempo sujeto a un régimen que es el oprobio de los que lo mantienen, aquel pueblo nuestro que sin más conspiración que la de su desdicha, ya se lleva la mano a la frente, ya se pone en pie, ya recuerda de qué lado se cargan las armas, decidles lo que vi yo en los fríos de New York hace siete años:—Era un anciano. En su alma inmaculada no cabía el odio: no era hombre de libros: ¡los libros suelen estorbar para la gloria verdadera! Cuando despertó nuestro Oriente, dejó sola, para ir a pelear, la mujer de su cariño, y la rica hacienda que levantó con sus propias ma­nos. La guerra lo había curtido: había estado los diez años en la guerra. Después de aquella paz, lo prendieron con sus tres hijos.[11] Huyó con ellos de su prisión en España. No le esperaba la pobreza en el extranjero. Se hablaba entonces de sujetar, con un renacimiento de la guerra mal apagada, las aspiraciones temibles y activas que se disponían a sustituirlas. Y aquel anciano de setenta y tres años, que ya había peleado por su patria diez, vino a decirme: “Quiero irme a la guerra con mis tres hijos”. La vida seca las lágrimas; pero aquella vez me corrieron sin miedo de los ojos. ¿Qué tiene la historia antigua de más bello?—Y decidles lo que vi ayer:—Es un niño, recién llegado de Cuba. Lleva en la frente pensativa la tristeza de quien vive entre esclavos, la determinación de quien decide dejar de serlo. ¡La tiranía no corrompe, sino prepara! ¡Qué cólera, la de un pueblo forzado a acorralar su alma! Trae en los ojos la cólera de su pueblo. Él sabe de dónde viene la injuria, cómo no se espera remedio pacífico, cómo el país está dejando ya caer los brazos, para levantarlos! Habla poco. Se pone a cada instante en pie. “Iré, iré de los primeros”, dice. Y espera impaciente, como un potro enfrenado.

     Dicen que es bello vivir, que es grande y consoladora la naturaleza, que los días, henchidos de trabajos dichosos, pueden levantarse al cielo como cantos dignos de él, que la noche es algo más que una procesión de fantasmas que piden justicia, de mejillas que chispean en la oscuridad, de hombres avergonzados y pálidos. Nosotros no sabemos si es bella la vida. Nosotros no sabemos si el sueño es tranquilo. ¡Nosotros solo sabemos sacarnos de un solo vuelco el corazón del pecho inútil, y ponerlo a que lo guíe, a que lo aflija, a que lo muerda, a que lo desconozca la patria! ¿Con qué palabras, que no sean nuestras propias entrañas, podremos ofrecer otra vez a la patria afligida nuestro amor, y decir adiós, adiós hasta mañana, a las sombras ilustres que pueblan el aire que está ungiendo esta noche nuestras cabezas? ¡Con velar por la patria sin violentar sus destinos con nuestras pasiones: con preparar la libertad de modo que sea digna de ella!

[El 10 de Octubre en New York, 1887. Discursos pronunciados ante los cubanos de New York, en Masonic Temple por Enrique Trujillo, Serafín Bello, Rafael de Castro Palomino, Emilio Núñez, José Martí, New York, The Bruno Publishing and Printing Company, 1887, pp. 19-30]

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2017, t. 27, pp. 13-25.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[11] Silverio y Néstor del Prado fueron los dos hijos apresados junto con su padre, enviados a España y de allí huyen todos a Nueva York en 1880.