Darwin ha muerto.— El jardín del naturalista.—Sus libros famosos.—El origen de las especies.—El origen del hombre.[2]—La teoría de la selección natural.—La teoría del hombre arboreal y velludo.—Viaje con Darwin por la América del Sur.—Influencia de América en Darwin.—Sus dos libros sobre nuestra América.—Lo que vio en el Brasil.—Lo que vio en Buenos Aires.—Darwin en Patagonia.—En la Tierra del Fuego.—En Chile. —En la abadía de Westminster.
Nueva York, 6 de mayo de 1882
Señor director de La Opinión Nacional.
Darwin era un anciano grave, en quien resplandecía el orgullo de haber visto. El cabello, cual manto blanco, le caía sobre la espalda. La frente remataba en montículos en las cejas, como de quien ha cerrado mucho los ojos para ver mejor.[3] Su mirada era benévola, cual la de aquellos que viven en trato fecundo con la naturaleza, y su mano blanda y afectuosa, como hecha a cuidar pájaros y plantas. En torno suyo había congregado un mínimo universo,[4] a semejanza del que llevaba en su ancha mente, y acá era un cerrillo de polvo húmedo, en que observaba cómo los insectos van elaborando la capa de tierra; allá, en grupo elocuente, una familia de plantas semejantes, en que por varios y continuos modos, había venido a parar en ser planta florida la que al principio no lo era; bajo aquella urna, era una islilla de coral, que le había revelado la obra magna del insecto mínimo; en aquel rinconcillo del jardín, era un grupo de plantas voraces, que se alimentan de insectillos, como aquella terrible planta de África, que acuesta sus hojas en la tierra, y atrae a sí, como el león, al hombre, al que recoge, como con labios, con sus hojas, y estruja y desangra a manera de boa, para dejarlo caer ya yerto en tierra, abriendo sus hojas anchas, luego que ha satisfecho el hambre matadora:[5] con lo que van juntos en la vida humana, por el apetecer, fascinar y estrujar, el arbusto, el árbol, el león y la serpiente.[6] Ya se le veía, sentado junto a su copioso y pintoresco invernadero, memorando laboriosamente, y poniendo en junto los hábitos de los cuadrumanos y los del hombre,[7] por ver si hallaba razón nueva que añadir, con la de originación de la mente del hombre de la mente de los simios, a su teoría de la originación del ser humano en el cuadrúpedo velloso, de orejas y cola puntiaguda, habitante de árboles, de quien imaginaba, en sus soledades pobladas de hipótesis, que podría venir el hombre.[8] Ya se le hallaba en su hermosísimo cuarto de estudiar, repleto de huesos y de flores, y de cierta luz benigna que tienen los cuartos en que se piensa honestamente, hojeando con respeto los libros de su padre,[9] que fue poeta de ciencia, y estudió con celo y ternura los amores de las plantas, y los ensayos de su abuelo, que ardió como él en deseos de sacar respuestas vivas de la muda tierra. O ponía en junto sus obras magnas, humildes en el estilo, fidelísimas en la observación, fantaseadoras en la teoría que saca de ellas; y luego de dejar hueco para dos, ponía primero El origen de las especies,[10] en que mantiene que los seres vivos tienen la facultad de cambiar, y modificarse y mejorar, y legar a sus sucesores su existencia mejorada, de lo cual, examinando analogías, y descendiendo de la escala de los seres vivos, que todos son análogos, va a parar en que todos los animales que hoy pueblan la tierra, vienen de cuatro o cinco progenitores, y todas las plantas, con ser tan numerosas y varias, de otros cuatro o cinco, las cuales primitivas especies, en lucha permanente por la vida con seres de su especie o de especies distintas que quieren vivir a expensas de ellas, han venido desarrollándose, y mejorándose, y reproduciéndose en vástagos perfeccionados, siempre superiores a sus antecesores, y que legaban a sus hijos superioridades nuevas, merced a las cuales la creación sucesiva, mejoradora y continua, ha venido a rematar de las móneras, que son masa albuminosa e informe, o del bathybius,[11]que es mucílago vivo, en el magnífico hombre: cuya ley de creación, que asigna a cada ser la facultad de vencer en la batalla por la existencia, a los seres rivales que se oponen a su poder de modificarse durante su vida, y reproducir en su vástago su modificación,—es esa la ley, ya famosa, de la selección natural, que inspira hoy a los teorizantes cegables y noveles, que tienen ojos ligeros, y solo ven la faz de las cosas, y no lo hondo,—e influye en los pensadores alemanes, que la extreman y dan por segura,—e ilumina, por lo que la exagerada teoría lleva en sí de fundamentos de hechos lealmente observados, el seno oscuro de la tierra a todos los estudiadores nobles roídos del apetito enfermador de la verdad.[12] Y al lado de este Origen de las especies, que fue tal fiesta y asombro para el pensamiento humano como el Reino animal de Cuvier,[13] donde se cuentan cosas épicas y novelescas, o la Historia del desarrollo de Von Baër,[14] que reveló, a luz de relámpago, las maravillas de la tiniebla, o los libros de geología del caballero Carlos Lyell,[15] que ponen de nuevo en pie mundos caídos,—la mano blanda del sereno Darwin ponía su originación del hombre, en que supone que ha debido existir el animal velloso intermedio de quien cree que el animal humano se deriva, lo cual movió a buena parte de los hombres, no hechos a respetar la libertad del pensamiento soberano, y los esfuerzos del buscador sincero y afanoso, a cóleras injustas, que no siente nunca ante el error el que posee la fuerza de vencerla. Por de contado que la semejanza de todos los seres vivos prueba que son semejantes, sin que de eso sea necesario deducir que vienen los unos de los otros; por de contado que existe semejanza de inteligencia y afecto entre el hombre y el resto de los animales, como existe entre ellos semejanza de forma,—sin que por eso pueda probarse, con lo que no hay alarma para los que mantienen que el espíritu es una brotación de la materia, que el espíritu ha venido ascendiendo en los animales, en desarrollo paralelo, a medida que ascendía su forma. La alarma viene de pensar que cosas tan bellas como los afectos, y tan soberbias como los pensamientos, nazcan, a modo de flor de la carne, o evaporación del hueso, del cuerpo acabable; y el espíritu humano se aíra y se aterra de imaginar que serán vanos sus bárbaros dolores, y que es juguete ruin de magnífico loco, que se entretiene en sajar con grandes aceros en el pecho de los hombres, heridas que nadie ha de curar jamás, y en encender en la sedienta mente, pronta siempre a incendio, llamas que han de consumir con lengua impía el cráneo que lamen y enllagan! Mas no revela la naturaleza esa superior suma de espíritu en acuerdo con cada superior grado de forma; y quien mira en los ríos del Brasil, ve que el cerdo de mar, como madre humana amorosa, lleva a su espalda cuando nada a todos sus hijuelos; y que el mono de América, más lejano en su forma del hombre que el de África, está más cerca de él en su inteligencia; y que una menudísima araña construye, y recompone con singular presteza si se las quiebran, redes para cazar insectos en que está resuelto el problema de los eneágonos, de fórmula no revelada aún a los hombres.—¡Y es que es loca la ciencia del alma que cierra los ojos a las leyes del cuerpo que la mueve, la aposenta y la esclaviza,—y es loca la ciencia de los cuerpos que niega las leyes del alma radiante, que llena de celajes, y doseles, y arrebola, y empabellona la mente de los hombres! El pensamiento puede llevar la mano a hacer saltar en pedazos el cráneo, y puede hender la tierra, y llenar de mar fresco la arena ardiente del Sahara: y el cráneo frío enfría para la tierra el pensamiento, y el polvo del Sahara puede ahogar, en su revuelto torbellino, el cuerpo en que anida el espíritu de un héroe. La vida es doble. Yerra quien estudia la vida simple.[16] Perdón ¡oh mis lectores! por esta lengua mía parlera que se va siempre a cosas graves!
Estábamos en el gabinete [de] Darwin, y le veíamos allí,—poniendo de lado lo que el áspero Flourens, y Haeckel que lo venera y adiciona, y el respetuoso Kölliker han dicho de sus obras,—ahilar en un hueco de su estante, tras sus dos libros máximos, tantos otros suyos: Las plantas insectívoras, que parecen fantástico cuento;[17] La antefertilizacióndel reino vegetal, que saca de sí mismo los elementos de su vida; Las formas diferentes de las flores en plantas de las mismas especies; el Poder del movimiento de las plantas, donde se narran maravillas, y travesuras, y misterios de árboles, arbustos y algas, las cuales suelen, en la estación del amor, disputar una parte de sí a que busque en su hogar retirado la esposa apetecida;[18] y La estructura y distribución de las rocas de coral;[19] las Observaciones geológicas en las Islas Volcánicas;[20] y su monografía,[21] llena de revelaciones y sorpresas de los animales de la familia Cirripedis,[22] y ese último libro suyo, que mueve a cariño y agradecimiento por la ternura que revela su inefable amor a lo pequeño, y por la nueva gala de ciencia, siempre grata a la mente, que a él se debe, en el cual libro dice cómo los gusanillos generosos van labrando para habitación y sustento de los seres vivos, aquella parte de la tierra en que surgen después, perfumosos y frutados, los próvidos vegetales.[23] —Y allá por entre sus libros, rebosábanle muestras de la admiración humana, y diplomas, y collares de Prusia, medallas de Inglaterra, y títulos de maestro honorario de las Academias que ha poco le burlaban, y de las universidades que ponen en duda su teoría, mas inscriben los hechos varios, y numerosos, y por él descubiertos,—que son tantos que parecen bosque que enmaraña y ofusca a quien entra en ellos,—en la cuenta de las más grandes, ingenuas y venerables conquistas humanas.
Y ¿aquellos dos libros primeros, para los que dejó hueco en su estante? ¿Pues no lo sabíais? El genio de ese hombre dio flor en América: nuestro suelo [lo] incubó; nuestras maravillas lo avivaron; lo crearon nuestros bosques suntuosos; lo sacudió, y puso en pie, nuestra naturaleza potentísima. Él vino acá de joven, como naturalista de una expedición inglesa, que salió a correr mares de África y de América; se descubrió, movido de respeto, ante nuestras noches; se sentó, asombrado de la universal hermosura, en nuestras cúspides; loó con altas voces a aquellos indios muertos, que un pueblo romántico y avaro, hecho a matar y hambrear, segó en su primera flor; y se sentó, en el medio de las pampas, en medio de nuestros animales antidiluvianos. Acá recogió en las costas pedrezuelas muy ricas y de muy fino esmalte, duras como conchas, que imitaban a maravilla plantas elementales; allá observó pacientemente, escarbando y ahondando, cómo fue haciendo el mar los valles de Chile, llenos aún de incrustaciones salinas; y cómo la tierra llana de las pampas se fue, grano tras grano, acumulando en la garganta de la desembocadura primitiva del viejo río Plata; y estudió en Santa Cruz lavas basálticas, maderas salificadas en Chiloé, fósiles cetáceos en la Tierra del Fuego, y vio cuán lentamente se fue levantando en el lado del Orto la tierra de América; y cómo Lima del lado del Ocaso, ha subido ochenta y cinco pies de tierra desde que puso planta en ella el hombre; y cómo toda esta tierra americana, de un lado y del otro, ha ido ascendiendo gradual y lentamente, y no por catástrofe, ni de súbito: todo lo que está sencillamente dicho, no como autócrata que impone, sino como estudiador modesto, en su libro de Observaciones geológicas sobre Sud América.[24]
Y es el otro de sus libros sabrosísimo romance, en que las cosas graves van dichas de modo claro y airoso, y cuenta a par las gallardías del gaucho[25] y los hábitos de los insectos, y cuándo hubo caballos en la vieja América, y cómo los doman ahora. Es un jinete sabio, que se baja de su cabalgadura a examinar las cuentas azules que ciñen, a modo de brazalete, las muñecas de las indias de la Cordillera,[26] y a recoger el maxilar de un puma fétido, en cuya piel se ven clavadas aún las uñas de los cóndores. No hay en ese Diario de investigaciones de la geología e historia natural de los varios países visitados por el buque de Su Majestad Beagle, bajo el mando del capitán Fitz-Roy, de 1832 a 1836, esa arrogancia presuntuosa, ni ese culpable fantaseo de los científicos apasionados, que les mueven a callar los hechos de la naturaleza que contradicen sus doctrinas, y a exagerar los que las favorecen, y a completar a las veces con hechos imaginarios aquellos reales que necesiten de ellos para serles beneficiosos. El libro no es augusto, como pudo ser, sino ameno. Ni es profundo, sino sincero. No se ve al sectario que violenta el Universo, o llama a él con manos impacientes, sino al veedor pacífico que dirá implacablemente lo que ha visto. En cosas de mente, no ve más que lo que sale a la faz, y no profundiza hombres, ni le mueven mucho a curiosidad, ni se cuida de penetrar su mundo rico. En cosas de afectos, siéntase venerador a la sombra de los árboles de tronco blanco de la honda selva brasileña,[27] y esgrime marcador de hierro contra los que azotan a su vista esclavos a quienes tiene por miserables.[28] Es un fuerte, que no perdona bastante a los demás que sean débiles. Y es que, sobre haber nacido en Inglaterra, lo que hace soberbios a los hombres, porque es como venir al mundo en la cuna de la Libertad, —era Darwin mancebo feliz, de espíritu primerizo, y no conocía esa ciencia del perdón que viene con una larga o con una triste vida. La tristeza pone en el alma prematura vejez. Y desde su cabalgadura, o desde su choza ruin, medía la tierra, hundía su mano en la corteza de los árboles, bajaba a abruptas criptas, subía a fragantes montes, recogía insectos, huesos, hojas, semillas, arenas, conchas, cascos, flores; comparaba los dientes del caballo nuevo de la pampa rica, con las mandíbulas colosales, como ceñidor de tronco de árbol del caballo montuoso de la pampa primitiva, que murió tal vez de hambre, ante los árboles súbitamente secos en que saciaba su apetito, tal vez de sed, junto al gran cauce enjuto del río viejo.[29] Y fue aparejando hechos, pintando semejanzas, acotando en índices la suma de animales de que hallaba restos en diversas capas térreas;[30] viendo cómo las razas de animales de la tierra propia crecen y prosperan, y cómo las de los traídos de otras tierras se empobrecen y avillanan; cómo hay plantas que tienen de reptiles; cómo hay minerales que tienen de plantas;[31] cómo hay reptiles que tienen de ave. Y pone en suelta en el libro lo que después apareció, con El origen de las especies, puesto en su mente en cerrado conjunto.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Artículo publicado por José Martí a propósito de la muerte del científico el 19 de abril de 1882. En Cuba solo se publicó otro artículo al respecto: “Carlos Darwin”, por E.H.A., publicado en El Club de Matanzas. Matanzas, No. 11, 16 de junio de 1882, p. 88. En la confección del aparato crítico de este texto ha colaborado Luis Ernesto Martínez González, quien ha aportado las referencias en la obra de Darwin y valiosas observaciones sobre el uso de algunos vocablos.
[2] Alusión al libro de Darwin titulado Descent of Man and Selections in Relation to Sex.
[3] Una anécdota cuenta lo siguiente en relación con Martí y Darwin: “Hallándose Martí en La Habana, después del Pacto del Zanjón, trabajando en el bufete de Miguel F. Viondi, un empleado del abogado, un hombre sencillo y bueno, pero sin gran cultura, comentó en tono irreverente que el Dr. José A. Cortina disertaría aquella noche en el Liceo de Guanabacoa sobre un ‘inglés’ que pretendía demostrar que el hombre descendía del mono. Una explosión de risa recibieron sus palabras. Solo Martí calló, para exclamar luego, lleno de indignación, dejando al empleado estupefacto por el tono airado de su voz: —“Ese ‘inglés’ de quien usted habla se llama Carlos Darwin, y su frente es la ladera de una montaña”. (Gonzalo de Quesada, Así fue Martí, La Habana, Editorial Gente Nueva, 1977, p. 17.) En 1882, al comentar la muerte del científico John W. Draper (1811-1882), escribió: “Su frente era saliente y adoselada, como la del poeta Bryant, y la del naturalista Darwin”. (Véase “Carta de Nueva York (II)”, La Opinión Nacional”, Caracas, 21 de enero de 1882, OCEC, t. 9, p. 221).
[4] Después de regresar de su viaje alrededor del mundo en 1836, Darwin no gozó de buena salud, lo que le impidió desarrollar otras expediciones como hubiera sido su deseo. Para suplir esta dificultad se radicó en Down House, cerca de Londres, e instaló en su casa invernaderos, laboratorios, jardines y huertos para continuar sus investigaciones.
[5] En esa época, cuando avanzaban las exploraciones por el interior de África, se corrían fabulaciones acerca de plantas carnívoras en ese continente que devoraban hasta a seres humanos. Fue precisamente Charles Darwin quien inició observaciones sistemáticas y ensayos sobre las plantas insectívoras —llamadas también carnívoras—, cuyos resultados publicó en 1875, en Insectivorous Plants. Quizás esta idea de Martí esté relacionada con lo que anotó en uno de sus cuadernos: “Y se sabe de muchos científicos como los que, porque han oído hablar de los experimentos de Darwin en la drosera y sarracenia, tomaron a lo serio la novela del Prof. Lobel y su amigo Triedowitz (a la planta homicida)”. (Cuaderno de apuntes, 18, considerado de 1894).
[6] En este párrafo José Martí resumió las investigaciones de Darwin sobre las lombrices de tierra, la fertilización de las plantas, la formación de los arrecifes de coral y las plantas insectívoras, las cuales aparecieron publicadas en varios libros que son mencionados más adelante.
[7] Se trata del libro La expresión de las emociones en los animales y el hombre.
[8] Referencia a la teoría de Darwin sobre el origen del hombre.
[9] Robert Waring Darwin. Médico inglés.
[10] El origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
[11] Batibio.
[12] Martí destaca la revolución causada por la teoría de Darwin en la comunidad científica mundial. Entre los pensadores alemanes que la defendieron estaban H. Bronn (1800-1862), H. Schaaffhausen (1816-1893), F. Müller (1821-1897), H. Müller (1829-1883), A. Weismann (1834-1914), E. Krause (1839-1903) y G. Zeidlitz (1840-1917). Entre los ingleses se destacaron J. Hooker (1817-1911), H. Spencer (1820-1903), A. Wallace (1823-1913) y principalmente T. Huxley (1825-1895). En Estados Unidos sobresalieron C. Wright (1830-1875) y A. Gray (1810-1888). Sus principales oponentes fueron el suizo L. Agassiz (1807-1873), el alemán R. Virchow (1821-1902) y los ingleses G. Mivart (1827-1900), quien incluso falseó las citas de Darwin para intentar ridiculizarlo en su libro antidarwinista La génesis de las especies, y el obispo S. Wilberforce (1805-1873).
[13] Georges Cuvier se opuso a las teorías evolucionistas.
[14] Karl Ernst von Baër fue opositor del darwinismo. El título del libro era Historia de la evolución de los animales.
[15] Charles Lyell. Su teoría de la uniformidad, que explica la influencia de los fenómenos naturales sobre la superficie terrestre, permitió superar el catastrofismo y aportó fuertes evidencias a favor de las ideas evolucionistas de su época, sobre todo a las de su amigo Darwin, aunque Lyell no aceptó la teoría de la selección natural.
[16] En la “Sección constante”, “[Tito Vignoli; El mito y la ciencia]”, publicada en La Opinión Nacional, de Caracas, el 15 de junio de 1882, Martí afirma: “Tan metafísico son los que por ignorancia, o soberbia espiritual, niegan la importancia indiscutible del elemento material en nuestra vida, y la dependencia de la materia a que está sujeto el espíritu,—como aquellos que, por ignorancia también, y también por espiritual soberbia, niegan la importancia visible del espíritu en la vida del hombre, y la dependencia del espíritu a que la materia esta también sujeta!” (OCEC, t. 13, p. 88). (N. del E. del sitio web).
[17] Obra publicada por Darwin en 1875.
[18] El poder de movimiento en las plantas (1880), libro publicado en colaboración con su hijo Francis.
[19] La estructura y distribución de los arrecifes de coral (1842).
[20] “Volcanic Islands”.
[21] Monografía de la clase Cirripedia (1851-1854).
[22] Cirripedia.
[23] Formation of Vegetable Mould through the Action of Worms. En el propio año de 1882 Martí escribió sobre este libro: “Los periódicos ingleses abundan en alusiones a la última obra de Darwin. El famoso naturalista ha empleado largo tiempo en estudiar la inteligencia de los gusanos. Su libro tiene por esto la amenidad de una novela, a lo que contribuye la originalidad y gracia del asunto, y la tierna y profunda personalidad del filósofo, que ama vehementemente a la naturaleza, y departe con ella como en amoroso diálogo. El naturalista se ha enamorado de los insectos que describe, y ve a esos animalillos cuyos hábitos y espíritu revela a los hombres como vería a criaturas suyas, a lo que tiene derecho, pues en verdad los crea para la ciencia. ‘Hemos visto, dice en una parte de su libro, que los gusanos son tímidos. Apenas puede dudarse, a juzgar por las violentas contorsiones que hacen al ser maltratados, que experimentan todo el dolor que sus desesperadas contorsiones expresan, ni al verles buscar con ansia los manjares que prefieren, debe caber duda de que poseen el sentido del gusto. Su pasión sexual es tal que vence muy a menudo su miedo de la luz. Y tal vez hay en ellos algo de sentimiento de sociabilidad, puesto que no se inquietan de encaramarse los unos sobre los otros’”. (Sección constante, La Opinión Nacional, Caracas, 2 de enero de 1882).
[24] “Geological Observations”.
[25] Todas las referencias que aparecen a continuación han sido tomadas de la edición cubana del diario de Darwin: Viaje de un naturalista alrededor del mundo. La Habana, 2 tomos, Editorial Gente Nueva, 1978. “Durante los seis meses últimos he tenido ocasión de estudiar el carácter de los habitantes de estas provincias. Los gauchos o campesinos son muy superiores a los habitantes de la ciudad. Invariablemente, el gaucho es muy servicial, muy cortés, muy hospitalario; nunca he visto un ejemplo de grosería o de inhospitalidad. Lleno de modestia cuando habla de sí mismo o de su país, es al mismo tiempo atrevido y valiente”. (I, 267) “Sabido es que los gauchos son excelentes jinetes. No comprenden que se pueda ser derribado por un caballo, por más cerrero que esté. Para ellos es buen jinete quien puede dirigir un potro cerrero; quien, si llega a caerse su caballo, es capaz de quedar de pie o ejecutar otros lances análogos. He oído a un hombre apostar que tiraría veinte veces seguidas a su caballo y que él no se caería ni una sola de las veinte. Recuerdo a un gaucho que montaba un caballo muy rebelde: tres veces seguidas se encabritó este tan por completo, que se cayó de espaldas con gran violencia; el jinete, conservando toda su sangre fría, acertó cada vez con el momento en que era preciso tirarse al suelo; apenas el caballo volvía a estar de nuevo en pie, ya estaba otra vez el hombre saltándole sobre el lomo; y por fin, partieron al galope”. (I, 261). “Gran número de gauchos vienen por la noche a tomar bebidas alcohólicas y fumar tabacos. Su aspecto llama mucho la atención; son por lo común altos y hermosos, pero llevan impresas en el rostro todas las señales del orgullo y de la sensualidad; usan casi todos bigote y cabellos muy largos, recogidos por detrás. Los vestidos de vistosos colores, las formidables espuelas que les suenan en los talones, los cuchillos que llevan en la cintura a manera de dagas —cuchillos de los que tan frecuente uso hacen—, les dan un aspecto completamente diferente de lo que pudiera hacernos suponer su nombre de gauchos o simples campesinos. Son sumamente corteses; jamás beben sin antes invitarnos a probar su bebida; pero en tanto nos hacen un gracioso saludo, se diría que están dispuestos a asesinarnos, llegada la ocasión”. (I, 79-80) “En aquel día un gaucho me dio un divertido espectáculo por la destreza con que obligó a un caballo reacio a atravesar un río a nado. El gaucho se desnudó por completo, montó a caballo y obligó a este a entrar en el agua hasta perder pie; entonces se dejó escurrir entonces por la grupa y le agarró la cola; cada vez que el animal volvía la cabeza, el gaucho le arrojaba agua para asustarlo. En cuanto el caballo llegó a la margen opuesta, el gaucho se trepó de nuevo en la silla, y ya iba montado con firmeza, bridas en mano, antes de haber salido por completo del río. Bello espectáculo es ver a un hombre desnudo jinete sobre un caballo en pelo: nunca hubiera creído que ambos animales se vieran tan bien juntos”. (I, 246).
[26] “Durante mi permanencia en este sitio he oído hablar a menudo de la sierra de las Cuentas, colina situada varias millas al Norte. Me han asegurado que, en efecto, se encuentran allí a montones piedrecitas redondas de diferentes colores, atravesadas todas ellas por un agujerito cilíndrico. Los indios tenían en otro tiempo la costumbre de recogerlas para hacer collares y brazaletes; afición que comparten, conviene decirlo de paso, las naciones salvajes y los pueblos más civilizados”. (I, 255-56).
[27] “Abandonamos la costa y penetramos nuevamente en la selva. Los árboles son muy altos; la blancura de sus troncos contrasta notablemente con lo que uno está habituado a ver en Europa”. (I, 46-47).
[28] “Durante mi estancia en esta finca estuve a punto de ser testigo de uno de esos actos atroces que solo pueden darse en un país donde reine la esclavitud. Luego de una disputa y de un proceso judicial, el propietario estuvo a dos pasos de quitarles a los esclavos varones sus mujeres y sus hijos para ir a venderlos en subasta pública en Río. Fue el interés, y no un sentimiento de compasión, lo que impidió que se perpetrara este acto infame. No creo siquiera que el propietario haya pensado nunca que pudiera haber algo de inhumano en separar así a treinta familias que vivían juntas desde hacía muchos años, y sin embargo, lo afirmo, su humanidad y su bondad lo hacían muy superior a muchos hombres. Pero puede añadirse, creo, que la ceguera que producen el interés y el egoísmo no tiene límites. Voy a contar una anécdota insignificante que me conmovió más que cualquiera de los actos de crueldad de que he oído hablar. Atravesaba un pontón con un negro en extremo torpe. Para lograr hacerme entender le hablaba alto y le hacía señas; en esto una de mis manos pasó cerca de su cara. Él creyó, me parece, que yo estaba colérico y que iba a pegarle, pues inmediatamente bajó las manos y cerró a medias los ojos dirigiéndome una mirada de temor. Jamás olvidaré la sorpresa, el desagrado y la vergüenza que se apoderaron de mí al contemplar a aquel hombre, horrorizado por la idea de tener que parar un golpe que creía iba dirigido contra su cara. Aquel hombre había sido reducido a una degradación mayor que la del más insignificante de nuestros animales domésticos”. (I, 51-52). “El 19 de agosto abandonamos en definitiva las costas del Brasil, y voy yo alegre por no tener que seguir visitando un país de esclavos. Todavía hoy, cuando oigo un lamento lejano, me acuerdo de que al pasar por delante de una casa de Pernambuco oí gemidos; en el acto se me ocurrió la idea de que estaban torturando a un esclavo, y así era en efecto, pero al mismo tiempo comprendía que no podía intervenir. En Río Janeiro yo vivía frente a la casa de una señora vieja que tenía tornillos para estrujarles los dedos a sus esclavas. He vivido también en una casa en la que un joven mulato era sin cesar insultado, perseguido y apaleado, con una rabia que no se emplearía contra el animal más ruin. Un día, antes que pudiese interponerme, vi dar a un niño de seis o siete años tres porrazos en la cabeza con el mango del látigo por haberme traído un vaso que no estaba limpio; el padre del chico presenció este rudo castigo y bajó la cabeza sin atreverse a proferir ni una palabra. Pues bien, estas crueldades ocurrían en una colonia española donde se asegura que se trata a los esclavos mejor que entre los portugueses, los ingleses y las demás naciones de Europa. En Río de Janeiro vi a un negro, en lo mejor de la edad, que no se atrevía a levantar el brazo para desviar el golpe que creía dirigido contra su cara. He visto a una persona, modelo de benevolencia a los ojos del mundo, que separaba de los hombres a las mujeres y los niños de numerosas familias. No aludiría a estas atrocidades de que había oído hablar, y que por desgracia son muy ciertas, ni hubiese citado los hechos que acabo de referir, si no hubiera visto personas que, engañadas por la natural alegría del negro, hablan de la esclavitud como de un mal soportable. Esas personas no han visitado sin duda más que las casas de las clases más elevadas, donde por lo común tratan bien a los esclavos domésticos; pero no han tenido ocasión, como yo, de vivir entre las clases inferiores. Esas gentes preguntan por regla general a los mismos esclavos para saber su condición; pero se olvidan de que sería muy insensato el esclavo que al contestar no pensase en que tarde o temprano su respuesta llegará a oídos del amo. Se asegura, es verdad, que basta el interés para impedir las crueldades excesivas; pero, pregunto yo, ¿ha protegido alguna vez el interés a nuestros animales domésticos, que, mucho menos degradados que los esclavos, no dejan, sin embargo, de provocar el furor de sus amos? Contra ese argumento ha protestado con gran energía el ilustre Humboldt. También se ha tratado de excusar muchas veces la esclavitud, comparando la condición de los esclavos con la de nuestros campesinos pobres. Grande es, ciertamente, nuestra falta si la miseria de nuestros pobres resulta, no de las leyes naturales, sino de nuestras instituciones; pero casi no puedo comprender qué relación tiene esto con la esclavitud. ¿Se podrá perdonar que en un país se empleen, por ejemplo, instrumentos a propósito para triturar los dedos de los esclavos, fundándose en que en otros países están sujetos los hombres a enfermedades tanto o más dolorosas? Los que excusan a los dueños de esclavos y permanecen indiferentes ante la posición de sus víctimas no se han puesto jamás en el lugar de estos infelices. ¡Qué porvenir tan terrible, sin esperanza del menor cambio! ¡Figúrense cuál sería la vida de ustedes si tuviesen constantemente presente la idea de que su mujer y sus hijos —esos seres que las leyes naturales hacen tan queridos hasta a los esclavos— les han de ser arrancados del hogar para ser vendidos, como bestias de carga, al mejor postor! Pues bien; hombres que profesan gran amor al prójimo, que creen en Dios, que piden todos los días que se haga su voluntad sobre la tierra, son los que toleran, ¿qué digo? ¡los que realizan esos actos! ¡Se me enciende la sangre cuando pienso que nosotros, ingleses, que nuestros descendientes, americanos, que todos cuantos, en una palabra, proclamamos tan alto nuestras libertades, nos hemos hecho culpables de actos de ese género! Al menos me queda el consuelo de pensar que, para expiar nuestros crímenes, hemos hecho un sacrificio mucho más grande que ninguna otra nación del mundo”. (I, 414-17).
[29] “En el sedimento de las Pampas, junto a Bajada, hallé el caparazón óseo de un animal gigantesco parecido al armadillo; cuando el caparazón quedó limpio de la tierra que lo llenaba, se hubiese dicho que era un gran caldero. También hallé en el mismo lugar dientes de Toxodon y de mastodonte y un diente de caballo, todos ellos teñidos del color del sedimento y hechos casi polvo. Este diente de caballo me interesaba mucho, e hice las más minuciosas averiguaciones para convencerme bien de que había quedado enterrado en la misma época que los demás fósiles; ignoraba yo entonces que un diente análogo estaba escondido en la ganga de los fósiles que recogí en Bahía Blanca; tampoco sabía entonces que en América del Norte se encuentran por todas partes restos de caballo. (…) ¿No es un hecho maravilloso, en la historia de los mamíferos, que un caballo indígena haya habitado en la América meridional y que haya desaparecido, para ser remplazado más tarde por las innumerables hordas descendientes de algunos animales introducidos por los colonos españoles?” (I, 224-25).
[30] “Me detengo cinco días en Bajada y estudio la geología interesantísima de la comarca. Hay aquí, al pie de los cantiles, capas que contienen dientes de tiburón y conchas marinas de especies extintas; luego se pasa gradualmente a una marga dura y a la tierra arcillosa roja de las Pampas, con sus concreciones calizas, que contienen osamentas de cuadrúpedos terrestres. Este corte vertical indica claramente una gran bahía de agua salada pura que, poco a poco, se convirtió en un estuario fangoso hacia el cual eran acarreados por las aguas los cadáveres de los animales ahogados”. (I, 222-23).
[31] “En la Ascensión y en las pequeñas islas Abrolhos hallé, sobre algunas pequeñas masas de guano, ciertos cuerpos en forma de ramos que se formaron, evidentemente, de la misma manera que el revestimiento blanco de estas rocas. Estos cuerpos ramificados se parecen tanto a ciertas nulíporas (familia de plantas marinas calcáreas muy duras), que, últimamente, examinando mi colección a la ligera, no me di cuenta de la diferencia entre unos y otras. El extremo globular de los ramos tiene la misma conformación que el nácar, o que el esmalte de los dientes, pero es lo bastante duro para rayar el vidrio. Quizá no esté de más decir aquí que, en una parte de la costa de la Ascensión en que hay inmensos amontonamientos de arena conchífera, el agua del mar deposita sobre las rocas expuestas a la acción de la marea una incrustación que se parece a ciertas plantas criptógamas (Marchantiae) que se ven frecuentemente sobre las paredes húmedas. La superficie de los follajes tiene un brillo admirable; las partes que se hallan totalmente expuestas a la luz son de color negro jade, pero las que se encuentran en un reborde de la roca permanecen grises”. (I, 24-25). “Cuando recordamos que la cal, en forma de fosfato o de carbonato, entra en la composición de las partes duras, tales como los huesos y los caparazones de todos los animales vivientes, resulta muy interesante, desde el punto de vista fisiológico, encontrar sustancias más duras que el esmalte de los dientes, de superficies coloreadas y de pulimento tan perfecto como las de una concha, con la forma de algunos de los seres vegetales más pequeños y hechas por medios inorgánicos con materias orgánicas muertas”. (I, 25-26).