CARTAS DE JOSÉ MARTÍ
Cisma Católico en Nueva York.[1]—Gran movimiento popular.—Como nació y por qué prospera.—El catolicismo en Nueva York.—Expulsión del padre McGlynn.—La gran reunión de Cooper Union.
New York, enero 31 de 1887.
Señor Director de La Nación:
Nada de lo que sucede hoy en los Estados Unidos es comparable en trascendencia e interés a la lucha empeñada entre las autoridades de la iglesia y el pueblo católico de New York, a tal punto que por primera vez se pregunta asombrado el observador leal si cabrá de veras la doctrina católica en un pueblo libre sin dañarlo, y si es tanta la virtud de la libertad que restablece en su estado primitivo de dogma poético en las almas, una iglesia que en estos pueblos poderosos ha venido a ser desdichadamente el instrumento más eficaz de los detentadores del linaje humano.
¡Sí, es la verdad!: los choques súbitos revelan las entrañas de las cosas.
De la controversia encendida en New York, la iglesia mala queda castigada sin merced, y la iglesia de misericordia y de justicia triunfa. Se ve cómo pueden caber, sin riesgo de la libertad, la poesía y virtud de la iglesia en el mundo moderno. Se siente que el catolicismo no tiene en sí propiedad degradante, como pudiera creerse en vista de tanto como degrada y esclaviza, sino que lo degradante en el catolicismo es el abuso que hacen de su autoridad los jerarcas de la iglesia, y la confusión en que mezclan a sabiendas los consejos maliciosos de sus intereses y los mandatos sencillos de la fe.
Se entiende que se puede ser católico sincero, y ciudadano celoso y leal de una república. ¡Y son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a volar con sus alas de plata encendida el evangelio! La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen. ¡Un pedazo de pan y un vaso de agua no engañan nunca!
Acabo de verlos, de sentarme en sus bancos, de confundirme con ellos, de ver brillar el hombre en todo su esplendor en espíritus donde yo creía que una religión despótica lo había apagado. ¡Ah! La religión, falsa siempre como dogma a la luz de un alto juicio, es eternamente verdadera como poesía: ¿Qué son, en suma, los dogmas religiosos sino la infancia de las verdades naturales? Su rudeza y candor mismos enamoran, como en los poemas. Por eso, porque son gérmenes inefables de certidumbre, cautivan tan dulcemente a las almas poéticas, que no se bajan de buen grado al estudio concreto de lo cierto.
¡Ah! Si supieran cómo se aquilatan y funden allí las religiones, y surge de ellas más hermosa que todas, coronada de armonías y vestida de himnos la naturaleza!
Lo más recio de la fe del hombre en las religiones es su fe en sí propio, y su soberbia resistencia a creer que es capaz de errar: lo más potente de la fe es el cariño a los tiempos tiernos en que se la recibe, y a las manos adoradas que nos la dieron. ¿A qué riñen los hombres por estas cosas, que pueden analizarse sin trabajo, conocerse sin dolor, y dejarlos a todos confundidos en una portentosa y común poesía?
Acabo de verlos, de sentarme a su lado, de desarrugar para ellos esta alma ceñuda que piedra a piedra y púa a púa elabora el destierro. Otro se hubiera regocijado de su cisma: yo me regocijaba de su unión.
¿Para qué estaban allí aquellos católicos, aquellos trabajadores, aquellos irlandeses; para qué estaban allí, aquellas mujeres de su casa, gastadas y canosas; para qué estaban allí, los hombres nobles de todos los credos, sino para honrar al santo cura perseguido por el Arzobispo de su iglesia por haberse puesto del lado de los pobres?
Era en Cooper Union, la Unión de Cooper, la sala de reuniones de la universidad gratuita que aquel gran viejo[2] levantó con sus propias ganancias para que otros aprendiesen a vencer las dificultades que él había hallado en la vida: ¡jamás ha sido tan bello un hombre que no lo era!
Era en la sala baja de Cooper Union.[3] Llovía afuera, y adentro rebosaba. Apenas se encontraba rostro innoble, no porque no los hubiese, sino porque no lo parecían. Seis mil hombres, seis mil católicos, ocupaban los asientos, los pasillos, las puertas, las vastas galerías.
¡Al fin, les habían echado de su iglesia a su Sogarth Aroon,[4] al “cura de los pobres”, al que los aconseja sin empequeñecerlos desde hace veintidós años, al que ha repartido entre los infelices su herencia y su paga, al que no les ha seducido sus mujeres ni iniciado en torpezas a sus hijas, al que les ha alzado en su barrio de pobres una iglesia que tiene siempre los brazos abiertos, al que jamás aprovechó el influjo de la fe para intimidar las almas, ni oscurecer los pensamientos, ni reducir su libre espíritu al servicio ciego de los intereses mundanos e impuros de la iglesia, al padre McGlynn! Lo han echado de su casa y de su templo: su mismo sucesor lo expulsa brutalmente de su cuarto de dormir: han arrancado su nombre del confesionario: ¿quién se confesará ahora con el espíritu del odio?[5]
Porque ha dicho lo que dijo Jesús, lo que dice la iglesia de Irlanda, con autorización del Papa, lo que predica a su diócesis el Obispo[6] de Meade,[7] lo que puso a los pies del Pontífice como verdad eclesiástica el profundo Balmes; porque ha dicho que la tierra debe ser de la nación, y que la nación no debe repartir entre unos cuantos la tierra; porque con su fama y dignidad, porque con su sabiduría y virtud, porque con su consejo y su palabra, ayudó en las elecciones magníficas de otoño a los artesanos enérgicos y los pensadores buenos que buscan en la ley el remedio de la pobreza innecesaria,—su Arzobispo le quita su curato, y el Papa le ordena ir disciplinado a Roma!
Cuando por creer a Cleveland honrado, lo defendió en sus elecciones el Padre McGlynn hace dos años en la tribuna política, no se lo tuvo a mal el Arzobispo, porque Cleveland era el candidato del partido con que está en tratos en New York la iglesia,—en tratos y en complicidades, pero lo mismo que pareció bien al Arzobispo en el padre McGlynn cuando defendía al candidato arzobispal, esa misma expresión de preferencia política de parte de un sacerdote católico, le parece mal ahora que la defensa del padre McGlynn puede alarmar a los ricos protestantes, que se atrincheran en la iglesia y se valen de ella, para oponerse a la justicia de los pobres que la levantaron!
La iglesia católica vino a los Estados Unidos en hombros de los emigrados irlandeses, en quienes, como en los polacos, se ha fortalecido la fe religiosa porque sus santos fueron en tiempos pasados los caudillos de su independencia, y porque los conquistadores normandos e ingleses les han atacado siempre a la vez su religión y su libertad.
La religión católica ha venido a ser la patria para los irlandeses, pero no la religión católica que el servil y desagradecido secretario del Papa Pío VII ponía a los pies del rey protestante de Inglaterra Jorge III, cuando al pedir favores a este enemigo implacable de los católicos de Irlanda, le hacía observar que “las colonias protestantes de América se habían alzado contra su Graciosa Majestad, mientras que la colonia católica del Canadá le había quedado fiel”; sino aquella otra religión de los obispos caballeros y poetas que, con el arpa de oro bordada en su estandarte verde como su campiña, hacían atrás a los clérigos hambrientos que venían de Roma, manchados con un fausto inicuo, con todos los vicios de una oligarquía soberbia, y con el compromiso inmoral de ayudar contra sus vasallos y enemigos con el influjo de la fe a los príncipes, de quienes habían recibido donaciones.
Los mercaderes de la divinidad mordieron el suelo ante los sencillos teólogos de Irlanda, que tenían pan seguro en la mesa de los pobres, y no apetecían más púrpura que aquella de que les investía el hierro del conquistador, al herirlos, con el himno en los labios, entre las turbas de fieles campesinos que peleaban rabiosamente por la patria. El cura irlandés fue la almohada, la medicina, el verso, la leyenda, la cólera de Irlanda: de generación en generación, precipitado por la desdicha, se fue acumulando en el irlandés este amor al cura, y antes le quemarán al irlandés el corazón en su pipa de cerezo, que arrancarle el cariño a su Sogarth Aroon,[8] su poesía y su consuelo, su patria en el destierro y el olor de su campo nativo, su medicina y su almohada!
Así creció rápidamente, sin razón para pasmo ni maravilla, el catolicismo en los Estados Unidos, no por brote espontáneo ni aumento verdadero, sino por simple trasplante. Tantos católicos más había en los Estados Unidos al fin de cada año, cuantos inmigrantes irlandeses llegaban durante él. Con ellos venía el cura, que era su consejero, y lo que les quedaba de la patria. Con el cura, la iglesia. Con los hijos, educados en ese respeto, la nueva generación de feligreses. Con la noble tolerancia del país, la facilidad de levantar por sobre las torres protestantes las torres de los centavos irlandeses.[9] Esos fueron los cimientos del catolicismo en estos estados:—los hombres de camisa sin cuello y de chaqueta de estameña, las pobres mujeres de labios belfudos y de escaldadas manos.
¿Cómo no habían de entrarse por campo tan productivo los espíritus audaces y despóticos cuyo predominio lamentable y perenne es la plaga y ruina de la iglesia? La vanidad y la pompa continuaron la obra iniciada por la fe; y desdeñando a la gente humilde a quien debía su establecimiento y abundancia, levantó reales la iglesia en la calle de los ricos, deslumbró fácilmente con su aparato suntuoso el vulgar apetito de ostentación, común a las gentes de engrandecimiento repentino y escasa cultura, y aprovechó las naturales agitaciones de la vida pública en una época de estudio y reajuste de las condiciones sociales, para presentarse ante los poderosos alarmados como el único poder que con su sutil influjo en los espíritus puede refrenar la marcha temible de los pobres, teniéndoles viva la fe en un mundo cercano en que se verá satisfecha su sed de justicia, para que así no sientan tan ardientemente el deseo de saciarla en esta vida.
Así se ve que en esta fortaleza del protestantismo, los protestantes, que aún representan aquí la clase rica y culta, son los amigos tácitos y tenaces, los cómplices agradecidos de la religión que los tostó en la hoguera, y a quien hoy acarician porque les ayuda a salvar sus bienes de fortuna. ¡Fariseos todos, y augures!
Puesta ya en el deseo del poder, en que el misterio religioso y lo amenazante de los tiempos la favorecen tanto, echó la iglesia católica los ojos sobre el origen de él, que es aquí el voto público, como en las monarquías los echa sobre los soberanos. Y traficó en votos.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Véase la crónica “El cisma de los católicos en Nueva York”, publicada en El Partido Liberal, de México, el 9 de febrero de 1887, que trata el mismo tema. (OCEC, t. 25, pp. 134-147).
[2] Peter Cooper. Véanse las crónicas “Una pelea de premio” y “Peter Cooper”, publicadas en La Opinión Nacional, de Caracas, el 4 de marzo de 1882 y en La Nación, de Buenos Aires, el 3 de junio de 1883, respectivamente. (OCEC, tt. 9 y 17, pp. 263-264 y 76-82).
[3] El mitin tuvo lugar el 16 de enero, fecha de la crónica. En realidad, fueron dos grandes mítines simultáneos en la propia institución: la de los feligreses de la parroquia Saint Stephen, que protestaban porque Edward McGlynn había sido sustituido en sus responsabilidades como sacerdote de su parroquia, celebrada en el local de la Escuela Dominical de Catecismo, y el mitin mayor de los seguidores de Henry George, organizado en el salón principal de actos de la Unión de Cooper, cuyo objetivo era también la solidaridad con McGlynn, entre otros asuntos que allí se discutieron. Ambos aprobaron un crecido número de resoluciones muy similares en su contenido y forma.
[4] En lengua gaélica; el buen sacerdote. Obviamente, referencia al sacerdote Edward McGlynn.
[5] Al mes siguiente el padre Edward McGlynn creó la Sociedad contra la Pobreza, desde cuya sede se dirigió semanalmente al pueblo neoyorquino hasta 1892, desarrollando temas de contenido social.
[6] Charles T. Quinstead.
[7] Condado del estado de Kentucky, Estados Unidos de América.
[8] En lengua gaélica; el buen sacerdote. Referencia al padre McGlynn.
[9] Referencia a la construcción de la Catedral de San Patricio, en Nueva York. Véase en la crónica “El problema industrial en los Estados Unidos”, publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 23 de octubre de 1885, otra alusión a este tema. (OCEC, t. 23, p. 21).