A RICARDO RODRÍGUEZ OTERO
CARTA ABIERTA
New York, 10 de mayo de 1888[1]
Sr. Ricardo Rodríguez Otero
Sagua la Grande
Mi señor y amigo:
En el ameno libro que con el título de Impresiones y recuerdos de mi viaje a los Estados de Nueva York, Nueva Jersey y Pennsylvania publicó Vd. el año pasado, y llega hoy a mis manos, aparecen―seguidas de frases que leo con sincero agradecimiento―unas líneas donde se dice que en la visita que tuve el gusto de recibir de V. y de mutuos amigos, me oyó una manifestación que “resume ventajosamente cuantas le hice”, y fue esta: “cualquiera que sea mi pasado, yo acataré sin reserva alguna la solución que España dé a los problemas de Cuba, si llega a satisfacer a la mayoría de mis compatriotas”.[2] Siendo tales la inquietud y viveza con que al hablar de la patria en tierra ajena saltan las palabras del alma, ni V. ni yo, suponemos por supuesto que esas fueran las mías precisamente, sino que ellas encierran la impresión que dejó en V. mi manera de pensar. Y como las reflexiones que la anteceden en su libro son de carácter público, V. tiene la bondad de atribuirles la significación que les pudiera dar mi larga permanencia en el extranjero, no me tendrá V. a mal que le explique mi pensamiento con más claridad que la que me permitió una conversación para mí tan agradable como breve.
He de confesar a V. que en mis labios no sería sincera, ni en mi corazón, esa palabra de acatamiento a lo que España quisiese hacer de Cuba, aun cuando contentase a la mayoría de los cubanos, porque no estamos ya en condición de obedecer, sino con pleno derecho a exigir, y así como lo poco que lleva Cuba de obtenido después del Zanjón, se debe más al miedo a los revolucionarios que a la súplica de los pacíficos, así puede afirmarse que lo que se ha dejado de obtener se debe al académico recato y equivocada parsimonia con que se han tratado en las Cortes españolas los asuntos de Cuba, cuyos elementos van a su solución con celeridad mayor que aquella con que el problema sometido al Congreso puede ir naturalmente a sus resultados. Lo que sí acataré yo toda mi vida es la voluntad manifiesta de mi tierra, aun cuando sea contraria a la mía, no la voluntad española. No sé yo cómo pueda resolverse por vías de España la situación de Cuba, cuando esta solo podrá calmarse y desaparecer quizás, con una invasión de justicia que no puede darle la opinión de España,―porque no se la ha procurado eficazmente, y en verdad no existe,―ni los políticos enervados y medrosos que subordinan a sus intereses pasajeros, y tratan con su fatídica pereza, aquellos vitales asuntos nuestros que nos tienen al borde de la guerra la necesidad creciente y el continuo ultraje. ¿Qué ha de hacer más que estallar aquella máquina a cuya fuerza de vapor no se acomoda suficiente número de válvulas? No estoy yo aquí, por cierto, ni está nadie, ni debiera estar, aunque estuviese, el que tuviera por único empeño saciar sus ambiciones, o justificar sus augurios, o ahitar su venganza en una fiesta de sangre; sino para que tengan brazos en donde caer y vías por donde ir el día de la explosión los cubanos desesperanzados. Azuzar es el oficio del demagogo, y el del patriota es precaver. Precaver, y desear con toda el alma que sus temores no se justifiquen, y que aunque no nazcan sobre su sepultura las flores de su patria, aunque no sea bastante a atraerlo a su suelo natal el desarrollo lento de libertades incompletas, lleguen estas a ser tales que el bienestar asegurado por las que se disfruten sea mayor que el trastorno que causaría la guerra empeñada para conquistar las que falten. Y esto y nada más quise decir a V. Quise decir a V. que creo la guerra tan abominable como posible, y que no hay vanagloria que me fuerce, por adquirir fama de austero o de emancipador, a contribuir a llevar a mi patria, antes de que ella dé muestras patentes de desearla, la guerra que en todo instante puede llevársele, pero no debe ir hasta que los elementos que tienen que combatir no hayan en gran parte venido a tierra por sí mismos, o en el silencio del corazón se vayan poniendo de su lado. ¿A qué verter sangre preciosa para ganar las batallas preliminares que se van ganando sin ella? Pero esto no quiere decir que falte brío al brazo, ni fuerza al juicio, para obedecer a su hora a la patria, cuando su voluntad definitiva sea clara, o tan grande su angustia que le quite la capacidad de remediarla.
No quiero tomar pretexto de esta carta para entrar como de soslayo en el examen de lo que se llama política en Cuba, como si política fuera cerrar los ojos ante los elementos vivos y las soluciones probables,―ante los elementos más vivos y las soluciones más probables,―y no lo que verdaderamente es, y consiste en tener conocidos los caminos por donde se pudiera haber de ir, y allegar, en vez de apartar, las fuerzas necesarias para la jornada; como si política fuera dejar correr el agua como Narciso, enamorado de su propia imagen, y no tratar de frente y estudiar a tiempo los problemas todos y los componentes todos que influyen en la suerte del país con su silencio o con su acción, y pueden serle tan útiles si se les atiende como funestos si se les aparta. No quiero preguntarme aquí si, ya que en lo real hay que pedir a España las franquicias a que por la cultura que hemos obtenido a pesar de ella tenemos derecho superior y propio, lo que se pide es lo que se debe pedir, y como se debe, con arreglo a la urgencia del problema cubano y la naturaleza de la gente española, más cordial que culta, y más capaz del arrebato que del desenvolvimiento;[3] o si sería mejor, sacando de las entrañas los últimos gritos que la paciencia de un pueblo exasperado puede inspirar a los corazones repletos de su amor, presentar en demanda definitiva nuestros títulos, no a este sistema político o a aquel, sino a la desaparición inmediata de las causas reales del mal público, y de sus representantes más ofensivos y oprobiosos: y esto como voz unánime y con toda la fuerza del país, para que no se alzaran con el crédito de la obra indispensable aquellos aventureros del patriotismo que en nuestra tierra, como en las demás, pudieran surgir, y medran con exagerarlo en las horas propicias, o con asirse diestramente, con la energía de la ambición, de las oportunidades que un pueblo descontento ofrece a los agitadores avisados para aprovechar en su favor las fuerzas que dejan ir de sus manos los políticos incautos o medrosos. Pero lo que sí quiero decir a V. mi señor Rodríguez, es que no tome este desconsuelo justo con que veo yo la actual demanda de los cubanos en España como demostración de odio pueril a todo lo español, y nimio gusto en denigrar o satirizar sus cosas y hombres; sino por convicción racional, en el estudio de Cuba y España adquirida, de que esta no puede dar, sino por imprevisto milagro político, lo que necesita aquella, en el tiempo en que Cuba lo necesita; y por la honrada certidumbre de que la verdadera población política de Cuba, la que hoy aguarda impaciente y mañana pudiera desbordarse desordenada, no choca solo con España por las prevenciones de esta, y lo encontrado del interés de la Isla con el de los logreros que prosperan en ella al favor del Gobierno español, sino por ser de raíz más adelantados en la ciencia política y en la capacidad de practicarla los cubanos que los españoles, por lo que estos no se avendrían fácilmente a reconocer que lo que para ellos no es más que a medias necesario, sea indispensable y vital a sus colonos.
En lo único en que España nos muestra su superioridad es en su aptitud para dominarnos; aunque esta no depende tanto de que nos sea de veras superior, cuanto de aquella ley natural que ordena el reposo como descanso de la fatiga y preparación para ella. Y en otra cosa está su superioridad patente, y es en la habilidad con que, distrayéndonos de nuestro verdadero interés con libertades nominales, fomenta con éxito visible la debilidad y desunión que vienen, más que de lo flaco de nuestro humano natural, del exceso de nuestras vanidades y soberbias;―y se aprovecha de nuestras preocupaciones de antiguo señor, para divorciarnos de los que por haber padecido en esclavitud como nosotros, debieran y pudieran ser siempre nuestros aliados naturales;―y apoya con mano criminal las tentativas de patriotas ciegos que lleven a Cuba, sin bastante respeto para conducirla al triunfo, trastornos suficientes para ahogar las libertades que asoman y la generación en flor;―y permite al vicio toda la soltura que niega al derecho, y corrompiéndonos con la delación, la miseria, y el trato íntimo con una población de empleados jugadores y criminales consentidos, de modo que ya no es posible pensar en las ciudades que debieran ser nuestro orgullo, sin que nos vele el rostro la vergüenza;―y en su Parlamento y en nuestro suelo propio nos hace contraer los vicios de la política, como medio eficaz de que jamás recobremos la virilidad necesaria para ejercitar de nuevo sus virtudes.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Esta carta había sido fechada el 16 de mayo de 1886 en varias compilaciones. Sin embargo, el libro de Rodríguez Otero referido por José Martí fue publicado en 1887.
[2] La referencia de Rodríguez Otero a la conversación con Martí es la siguiente: “Mi mismo sobrino, hasta hace poco intransigente, que hizo de la revolución una única atmósfera, y de la Independencia de Cuba su ideal, se ha dejado influir, sin darse apenas cuenta, de las corrientes que hoy prevalecen y avasallan la opinión en Cuba. Piensa al igual de Pepe Martí, como cariñosamente se le llama. Cuando tuve el gusto de visitar a este en Nueva York, le oí una manifestación que resume ventajosamente cuantas me hizo. / Cualquiera que sea mi pasado, yo acataré sin reserva alguna la solución que España dé a los problemas de Cuba, si llega a satisfacer a la mayoría de mis compatriotas. / Nobles y generosas palabras que viniendo de Martí bien merecen la adhesión y las simpatías de la emigración. Excúseme el benemérito e ilustre cubano por mi indiscreción de reporter sin su autorización, en gracia de la intención que me guía”.
[3] En El volcán español, artículo publicado en The Sun, Nueva York, el 19 de septiembre de 1880, Martí escribía: “El español se abre ante el calor de la amistad como las flores con el calor del sol, porque en España las mujeres son buenas y los hombres honorables. Su único defecto surge de la fermentación nacional, de la pobreza, de la falta de empleo, del exceso de imaginación, de las necesidades de la vida, y de un excesivo amor al lujo, pero la esencia de su personalidad, resultado de la combinación entre el recio vigor de los godos y el afeminamiento de los moros, sigue siendo el mismo. La bondad es la verdadera naturaleza española”. [OCEC, t. 7, p. 299. (Nota del E. del sitio web)].