[AMO A LOS QUE TRABAJAN]

No es nada; pero como yo trabajo, amo a los que trabajan: yo también he abierto piedras, y he saltado minas, y he cargado por las calles sus pedazos; yo he comido en cuclillas,—¡no!—he visto comer!—una bazofia inmunda que nos daban de alimento en una tina de madera;—arroz roído, patatas fétidas, huesos raspados:—yo me he visto las manos y los pies tan rotos como si me los hubieran clavado en la cruz; yo me he abierto un abrigo contra la deshonra arando en la roca con mis propias manos: me gusta ver, al mediodía, a la hora de la merienda, salir de sus talleres y fábricas a los trabajadores, y comer en paz sentados en las vigas o recostados en los montones de ladrillos el emparedado de pan y jamón que les preparó su mujer en la casa con la luz del alba: me gusta, cuando rompe el Sol, bajar de la ciudad alta con los trabajadores, antes de que llenen los trenes los escribientes canijos y los comerciantes ávidos: me gusta ver las manos velludas, las espaldas fornidas, los rostros abiertos, los pantalones manchados de blanco.

     De todos los oficios, prefiero el de la imprenta, porque es el que más ha ayudado a la dignidad del hombre, y el de edificador y cantero, porque yo rompí piedras para amasar edificios:—hay que tardar una eternidad en armarse, porque son edificios de almas, mucho más duros a veces y más pesados que las piedras! Me enamora todo lo que se yergue y levanta: un talento que surge, un amor que se aviva, una pared que se alza. Las casas en fábrica me son tan familiares como las desdichas de mi pueblo; siempre se me pintan en imágenes extrañas y nuevas las paredes a medio hacer, los fosos sombríos, las puertas boqueantes, los muros desiguales que se dibujan sobre el cielo oscuro como encías desdentadas.

     Pero lo que me hace escribir hoy, no fue nada. Iba yo ayer domingo a ver caer las hojas y enlutarse el Parque; iba dejando atrás, con ese paso lento con que se anda en las tierras extrañas, la Escuela de Maestras, un Asilo de Sordomudos, un Hospital con macetas de flores en las ventanas, una Casa de Viejos donde alcancé a ver bajo un castaño a tres buenos amigos que conversaban con sosiego, dos con las manos cruzadas sobre los báculos, otro peinándose la barba cana. Iba pensando en la bibl. de Lennox, que queda cerca, donde está el cuadro de Munkácsy en que Milton, ciego, ¡como se debía estar cuando no se puede encender en los demás la luz! dicta a sus hijos el Paraíso Perdido:[1] iba pensando en los códices y pergaminos de historia de América que suelo hojear en la biblioteca con manos filiales y avaras: ¡quién tuviera en los dedos mangas de fraile, para que se colaran por ellos sin ser vistos, como las limosnas de los fieles, aquellos libros amados! ¡Quién tuviera aquella dama del Danubio que hacía nuestros a los buenos caballeros, para llevarme pegadas a los vestidos aquellas crónicas donde humea sangre caliente, y rechinan las junturas de las corazas! Iba yo pensando en esto a la sombra de los pinos majestuosos que rodean la biblioteca de piedra blanca, cuando me detuvo la cuna de un niño. No una verdadera cuna, sino un coche de niño. No era nada.

     Por el costado de una casa a medio hacer vino paseando una familia de trabajadores. Iba la madre con su traje de seda, y muy gallarda en su robusta mocedad, amparada del Sol por un sombrero de paja con un ramo de violas: El padre, en su traje de paño, empujaba el coche del niño, un cochecito de mimbre, cubierto con un quitasol de raso y encaje; el rey de adentro movía con bravura una sonajera de plata. Al llegar a la puerta de la fábrica, encajaron el coche en una vuelta de la puerta, tomó el padre en su brazo a la criatura y se entró por la fábrica con su mujer del otro brazo a enseñarles en la majestad del Domingo su trabajo de constructor de la semana. Tenía algo de regio el cochecito de raso y encaje que esperaba a la entrada.

(Tomado de JM: Fragmentos, OC, t. 22, pp. 252-253).

[José Martí]


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Milton dictando el Paraíso perdido a sus hijas (1878).