ALBERTINI Y CERVANTES

I

     Es bella en el pueblo cubano la capacidad de admirar, que a derechas no es más que la capacidad constructiva, y da más frutos públicos que la de desamar, que es por esencia la capacidad de destrucción. Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen.[1] Y la pelea del mundo viene a ser la de la dualidad hindú: bien contra mal. Como con el agua fuerte se ha de ir tentando el oro de los hombres. El que ama, es oro. El que ama poco, con trabajo, a regañadientes, contra su propia voluntad, o no ama,—no es oro. Que el amor sea la moda. Que se marque al que no ame, para que la pena lo convierta. Por española no hemos de querer mal a Santa Teresa, que fue quien dijo que el diablo era el que no sabía amar.[2]

     No ha de negarse que con la mucha aspiración sobrante en Cuba, por la mucha inteligencia, y el poco empleo que en aquella vida de limosna, menos deseable que la muerte, hallan los talentos desocupados, viene criándose en Cuba como un hábito de mutua desestimación y de celo rinconero, como un codeo excesivo y egoísta por el plato de la fama o de la mesa, que no preparan bien para la generosidad y concordia indispensables en la creación de la república, y es de esperar que desaparezcan en cuanto pueda echarse la actividad comprimida por más amplios canales, en cuanto la tierra nueva se abra al trabajador, el comercio al criollo, el periódico a la verdad, y la tribuna a la enseñanza, que es su verdadero empleo. ¡Ah, Cuba, futura universidad americana!: la baña el mar de penetrante azul: la tierra oreada y calurosa cría la mente a la vez clara y activa: la hermosura de la naturaleza atrae y retiene al hombre enamorado: sus hijos, nutridos con la cultura universitaria y práctica del mundo, hablan con elegancia y piensan con majestad, en una tierra donde se enlazarán mañana las tres civilizaciones. ¡Más bello será vivir en el lazo de los mundos, con la libertad fácil en un país rico y trabajador, como pueblo representativo y propio donde se junta al empuje americano el arte europeo que modera su crudeza y brutalidad, que rendir el alma nativa, a la vez delicada y fuerte, a un espíritu nacional ajeno que contiene solo uno de los factores del alma de la isla,—que vaciaría en la isla pobre y venal los torrentes de su riqueza egoísta y corruptora,—que convertiría un pueblo fino y de glorioso porvenir en lo que Inglaterra ha convertido el Indostán! Y para esa vida venidera, para esa vida original y culta, que haría del jardín podrido una nacionalidad salvadora e interesante, una levadura espiritual en el pan americano, un altar donde comulgasen a la vez, en la dicha del clima y la riqueza, los espíritus del mundo, no son buena preparación el celo rinconero, la fama a dentelladas, la reducción de la mente en controversias y quisquillas locales:—ni el alma de gacetilla que nos ha caído de España. ¡Hay que sacarse de las venas el Madrid Cómico![3] ¡Las castañuelas, mozos cubanos, están empapadas de sangre! ¿Adónde, sino en las tumbas y en la miseria, están los hombres útiles? Los dicharachos del Lavapiés no son epitafio propio para las tumbas de los héroes, ni preceptos dignos de la Constitución de una república. No se levanta un pueblo sobre “tostadas-de-abajo”.

II

     Pero ni ese desequilibrio colonial en que, privados los criollos de los medios de vida que acaparan insolentes sus conquistadores, y desocupados en la forzosa miseria, ponen en sus propios recelos, y en la lucha penosa por las migajas que les dejan, el poder que en la vida natural se distribuiría sin choque en el fomento de las fuerzas públicas; ni esa alma torera, alma de navaja y colilla, que después de la guerra heroica logró meterse más por nuestra sangre que antes de los héroes, han podido sofocar en los cubanos aquella pasión por lo nativo, aquel gusto común del mérito criollo, aquel ingénito amor nuestro a toda elevación y especie de hermosura, en que se abrazan, sin examinarse las cédulas, los cubanos de los más encontrados pareceres, y se unen, en lo alto, los de orígenes distintos. Bien sentimos acá cómo nos aman, y cómo nos tienden los brazos en silencio, aquellos queridos hermanos de la isla cuyos nombres no osamos decir, o decir con el vehemente afecto que quisiéramos, de miedo de dañarlos. ¡Bien han de sentir allá esta ternura nuestra, que en las cabezas caídas no ve más que el deber de levantarlas, que en el mérito preso no ve más que la angustia de su prisión y el deber de redimirlo, que en el oprobio de aquella existencia no ve un derecho nuestro, y meramente casual, de arrogancia libre, sino el dolor de los que la soportan! Esta verdad ha de entrar por aquellas venas, más que el Madrid Cómico: abrazo sea el mar, y unos los cubanos de la isla y los de afuera: pecadores somos todos, los de allá y los de acá, y todos somos héroes; beban solo vino de piña, aunque al principio sea un poco agrio, los que hoy beben aguardiente de anís. Unos somos, en los orgullos y en la pena, los de allá y los de acá, como ayer fueron unos en la fiesta de Ibor los cubanos de Tampa, y Albertini y Cervantes. María Luisa Sánchez, encanto del destierro, cantó candorosa, donde Cervantes, como el griego la cuadriga, desataba, o enfrenaba, o encabritaba las notas; donde Albertini, con el violín, ponía en el aire de la noche extranjera los colores blandos, cálidos, fogosos de nuestro amanecer. Los obreros del destierro, que adornan sus casas con los retratos del orador, del pensador, del héroe domiciliado en la colonia,[4] aplaudieron, aplaudieron del alma, a los cubanos de la isla. Las flores que premiaron el mérito de los cubanos de la isla, de Albertini y Cervantes, fueron las flores del destierro.

Patria, Nueva York, 21 de mayo de 1892, no. 11, p. 2; OC, t. 4, pp. 413-415.

Otro texto relacionado:


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Nótese la similitud temática en los siguientes textos:

  • “La gran división que pone de un lado a unos seres humanos, y conserva a otros, como ornamentos, de otro lado, es la división entre egoístas y altruistas, entre aquellos que viven exclusivamente para su propio beneficio y el pequeño grupo de seres que dependen directamente de ellos, egoístas estos últimos en grado menor y con circunstancia atenuante; y aquellos a quienes más que el propio bien, o tanto por lo menos, preocupa el bien de los demás. El avaro es el tipo esencial del egoísta: el héroe es el tipo esencial del altruista”. (“Libro nuevo y curioso”, La América, Nueva York, mayo de 1884, OCEC, t. 19, p. 191).
  • “Unos están empeñados en edificar y levantar; otros nacen para abatir y destruir”. (“El proceso de los anarquistas”, El Partido Liberal, México, 10 de septiembre de 1886, OCEC, t. 24, p. 200”.
  • “Unos están en el mundo para minar; y para edificar están otros. La pelea es continua entre el genio albañil y el genio roedor. Unos trabajan con la uña y el diente: otros con la cuchara y el nivel”. (JM: “Rafael Serra. Para un libro”, Patria, Nueva York, 26 de marzo de 1892, no. 3, p. 3; OC, t. 4, p. 380).
  • “El mundo tiene dos campos: todos los que aborrecen la libertad, porque solo la quieren para sí, están en uno; los que aman la libertad, y la quieren para todos, están en otro”. (JM: “Un español”, Patria, Nueva York, 16 de abril de 1892, no. 6, p. 3; OC, t. 4, p. 389).

[2] Esta frase de Santa Teresa de Jesús, con algunas variantes, puede encontrarse también en los artículos “El millonario Stewart y su mujer”, El Partido Liberal, México, 12 de noviembre de 1886, OCEC, t. 24, p. 286 y “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, Patria, Nueva York, 31 de marzo de 1894, no. 105, p. 2 (OC, t. 3, p. 105), respectivamente; y en el “Cuaderno de apuntes no. 14” [1886-1887], OC, t. 21, p. 342.

[3] Véanse, al respecto, los artículos de Martí “[No miramos en esta casa]”, y “Ciegos y desleales”, publicados en Patria, Nueva York, el 28 de mayo de 1892, no. 12, p. 4 (OC, t. 5, p. 369) y el 28 de enero de 1893, no. 47, p. 1 (OC, t. 2, p. 216), respectivamente.

[4] Debe referirse a José de la Luz y Caballero. En el discurso pronunciado en Hardman Hall, en Nueva York, el 17 de febrero de 1892, conocido como La Oración de Tampa y Cayo Hueso, Martí exclama: “¡Yo no vi casa ni tribuna, en el Cayo ni en Tampa, sin el retrato de José de la Luz y Caballero…!” (OC, t. 4, p. 303).