A GONZALO DE QUESADA Y ARÓSTEGUI

New York, octubre 29/89

Mi muy querido Gonzalo:

Por lo pequeño de la letra verá Vd. que el alma anda hoy muy triste,[1] y acaso la causa mayor sea, más que el cielo oscuro o la falta de salud, el pesar de ver como por el interés acceden los hombres a falsear la verdad, y a comprometer, so capa de defenderlos, los problemas más sagrados.[2] De estas náuseas quisiera yo que no sufriese Vd. nunca, porque son más crueles que las otras. Por eso no le he escrito en estos días, porque cuando me cae ese desaliento estoy como ido de mí, y no puede con la pluma la mano. Y porque quería hablarle largo, como a su buen padre le hablé, sobre el peligro en que está Vd. de que, con el pretexto de amistad, se le acerquen personas interesadas que quieran valerse de la posición de confianza de que goza, cerca de una delegación importante a la que con la astucia se quisiera deslumbrar, o—confundir, o convertir, o traer a la estimación de personas que llevan el veneno donde no se le ve. Lo han de querer usar, descaradamente unos, y otros sin que Vd. lo sienta. Y yo quiero que todos le tengan a Vd., y a la persona que confía en Vd.,[3] el respeto que les he tenido yo, que me guardé bien, ni de frente ni de soslayo, de inculcar en V. mis ideas propias sobre estas cosas delicadas del Congreso, y sobre los hombres que de dentro o de fuera intervienen en él, por más que ni V. ni yo podamos tener duda de la pureza de mis intenciones, ni del fervor de mi cariño, y el desinterés de mi vigilancia, por mi tierra, y por toda nuestra América. Vd. es discretísimo; pero no me ha de tener a mal que lo ponga en guardia sobre estas asechanzas sutiles. Si entra en las funciones de Vd. poner delante al caballero a quien acompaña las opiniones sobre este asunto, póngale por igual las del Tribune y el Avisador, y las del Post, el Herald y el Times. Refrene, en cuanto a las personas, el entusiasmo natural a su gallardo corazón; y estudie los móviles torcidos que a veces se esconden bajo las más deslumbrantes prendas exteriores. No hable mal ni bien de quien oiga hablar bien o—mal, hasta saber si hay causa para el elogio o la censura, o si lo que se ha querido es acreditar o desacreditar a una persona, por el medio indirecto e involuntario de Vd. No hay encaje más fino que el que labran los hombres decididos a intrigar, o necesitados de servir. Es necesario ser hábil y honrado, contra los que son hábiles, y no honrados. Esto se lo digo a Vd., como me lo diría a mí mismo,—porque preveo que no se ha de dejar sin intentar el propósito de llegar por medio de Vd. al ánimo de la delegación, que es de tanto peso y juicio, y de pueblo tan viril, que de nadie busca ni necesita consejo, pero pudiera, sobre todo en cuanto a los hombres, formarse opinión errada y peligrosa de esta persona o aquella, por verlas—en buen predicamento con los que tienen merecida su confianza:—Vd. hará, para empezar, un buen oficial de caballería, porque ve de lejos, lo que es igualmente necesario en los tratos con los enemigos, y con los hombres. Qué más tengo que decirle, sino que me perdone, en gracia de que son por su bien, estas vejeces?

     Ahora le hablaré de lo que nos toca más de cerca que nuestras mismas personas: de lo de nuestra tierra. Hay marea alta en todas estas cosas de anexión, y se ha llegado a enviar a La Discusión de La Habana,[4] desde Washington, una correspondencia sobre una visita a Blaine, en favor de la anexión, en que la dan por prometida por Blaine, y al calce están mis iniciales: ¡y en Cuba creen los náufragos, que se asen de todo, que es mía la carta, a pesar de que es una especie de anti-vindicación,[5] y que yo estoy en tratos con Blaine!, y los demás que en Cuba puede suponerse de que los revolucionarios de los E. Unidos anden en arreglos con el gobierno norteamericano!: hasta ofertas de agencias he recibido de personas de respeto, como primer resultado de esta superchería. En instantes en que el cansancio extremo de la Isla empieza a producir el espíritu y unión indispensables para intentar el único recurso, es coincidencia infortunada esta del Congreso, de donde nada práctico puede salir, a no ser lo que convenga a los intereses norteamericanos, que no son, por de contado, los nuestros. Y lo que Vd. me dice, y ha hecho muy bien en decirme, agrava esta situación, con la única ventaja de que el tiempo perdido en estas esperanzas falsas, lo emplearemos, los que estamos en lo real, en organizarnos mejor.

     Pero no es por nuestras simpatías por lo que hemos de juzgar este caso. Es, y hay que verlo como es. Creo, en redondo, peligroso para nuestra América, o por lo menos inútil, el Congreso Internacional. Y para Cuba, solo una ventaja le veo, dadas las relaciones amistosas de casi todas las Repúblicas con España, en lo oficial, y la reticencia y deseos ocultos o mal reprimidos de este país sobre nuestra tierra:—la de compeler a los Estados Unidos, si se dejan compeler, por una proposición moderada y hábil, a reconocer que “Cuba debe ser independiente”. Por mi propia inclinación, y por el recelo—a mi juicio justificado—con que veo el Congreso, y todo cuanto tienda a acercar o identificar en lo político a este país y los nuestros, nunca hubiera pensado yo en sentar el precedente de poner a debate nuestra fortuna, en un cuerpo donde, por su influjo de pueblo mayor, y por el aire del país, han de tener los Estados Unidos parte principal. Pero la predilección personal, que puede venir de las pasiones, debe ceder el paso, en lo que no sea cosa de honor, a la predilección general: y pronto entendí que era inevitable que el asunto de Cuba se presentase ante el Congreso, de un modo o de otro, y en lo que había que pensar era en presentarlo del modo más útil. Para mí no lo es ninguno que no le garantice a Cuba su absoluta independencia. Para que la Isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún esfuerzo, porque, si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda para impedir que lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera este país, y a eso debemos oponernos nosotros. Lo que del Congreso se había de obtener era, pues, una recomendación que llevase aparejado el reconocimiento de nuestro derecho a la independencia y de nuestra capacidad para ella, de parte del gobierno norteamericano,—que, en toda probabilidad, ni esto querrá hacer, ni decir cosas que en lo menor ponga en duda para lo futuro, o comprometa por respetos expresos anteriores, su título al dominio de la Isla. De los pueblos de Hispano-América, ya lo sabemos todo: allí están nuestras cajas y nuestra libertad. De quien necesitamos saber es de los Estados Unidos, que está a nuestra puerta como un enigma, por lo menos. Y un pueblo en la angustia del nuestro necesita despejar el enigma;—arrancar, de quien pudiera desconocerlos, la promesa de respetar los derechos que supiésemos adquirir con nuestro empuje,—saber cuál es la posición de este vecino codicioso, que confesamente nos desea, antes de lanzarnos a una guerra que parece inevitable, y pudiera ser inútil, por la determinación callada del vecino de oponerse a ella otra vez, como medio de dejar la Isla en estado de traerla más tarde a sus manos, ya que sin un crimen político, a que solo  con la intriga se atrevería, no podría echarse sobre ella cuando viviera ya ordenada y libre.—Eso tenía pensado, contando con que en el Congreso no nos han de faltar amigos que nos ayudasen a aclarar nuestro problema, por simpatía o por piedad. Y como pensaba componer la exposición de manera que en ella cupiesen todas las opiniones, en José Ignacio pensé, como pensé en Ponce, y en cuantos, con diferencia de métodos, quieren de veras a su país, para que acudiesen al Congreso con sus firmas, en una solicitud que el Congreso no podía dejar de recibir, y a la que los Estados Unidos, por la moderación y habilidad de la súplica, no habría hallado acaso manera decorosa de negar una respuesta definitiva:—y así, con este poder, batallar con más autoridad y a campos claros. Del Congreso, pues, me prometía yo sacar este resultado:—la imposibilidad de que, en una nueva guerra de Cuba, volviesen a ser los Estados Unidos, por su propio interés, los aliados de España. Nada, en realidad, espero, porque, en cuestión abierta como esta, que tiene la anexión de la Isla como uno de sus términos, no es probable que los Estados Unidos den voto que en algún modo contraríe el término que más les favorece. Pero eso es lo posible, y el deber político de este instante, en la situación revuelta, desesperada, y casi de guerra, de la Isla.—Y eso estaba yo decidido a hacer. Y aún no sé si será mi deber hacerlo, acompañado, o solo.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] “Por lo pequeño de la letra verá que el espíritu anda chico”. (JM: “Carta a Enrique Estrázulas”, [Nueva York] 19 de febrero [de 1889], en José Martí: Cónsul de la República Oriental del Uruguay, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2016, p. 45). (N. del E. del sitio web).

[2] Véase Gerald E. Poyo: “Orígenes del nacionalismo popular en la correspondencia de José Martí: carta a Serafín Bello de 16 de noviembre de 1889”, Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1990, no. 13, pp. 244-251. (N. del E. del sitio web).

[3] Roque Sáenz Peña, delegado argentino a la Conferencia Internacional Americana, de quien era secretario particular Gonzalo de Quesada.

[4] El periódico habanero La Discusión, publicó el 14 de octubre de 1889, bajo el título de “La unión americana” una carta firmada por J.M. y fechada en N.Y. el 7 de octubre. La precedía, suspicazmente, de estas líneas: “La interesante carta que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la de un distinguido cubano, que lleva algunos años de residencia en los Estados Unidos y tiene motivos para conocer perfectamente los asuntos políticos de ese país”. La carta, por su contenido y por su estilo no pudo ser escrita por Martí. No hemos hallado en la prensa habanera de la época contestación alguna del Maestro.

[5] Véase JM: “Vindicación de Cuba”, carta al Director de The Evening Post, Nueva York, 25 de marzo de 1889, OCEC, t. 31, pp. 213-219.