A AMELIA MARTÍ PÉREZ
[Nueva York] Feb. 28 [1883]
Mi muy querida Amelia:
Tú no me lo querrás creer, por estos odios míos, siempre crecientes, a poner en el papel las cosas íntimas del alma; pero el día en que supe tus bodas,[1] como te creí dichosa, me sentí de fiesta. Hice visitas, canté un poco, y hablé algo más de ordinario.—Porque me estoy volviendo silencioso.—Tu marido me parece noble persona, y me inspira confianza.—Y tú tienes tantas y tan sólidas virtudes, y has salido de tal escuela de abnegación, y recibiste de la naturaleza tales prendas de calor de corazón y de bondad que, de seguro,—cualesquiera que sean tus dolores naturales,—serás dichosa.—Hacerte sufrir, sería como estrujar con manos brutales un lirio.—Serás dichosa, porque [para] serlo es solo necesario—aun en medio de las tormentas más recias de la fortuna—sentirse amado, encalorado, acompañado, bien cuidado, bien envuelto por alguien.—Pero este bien no se tiene sino ocasionando otro semejante.—Nadie se dará jamás—sino a quien se dé a él.—E irresistiblemente, cuando una criatura se siente con la dulce dueñez de otra, se vuelve a ella, como cordero a su madre, cuando llueve o nieva,—y se refugia en ella. Tú eres abierta, sincera, caliente de corazón, caritativa, pura, generosa.—Quien no lo es—es odioso, cualesquiera que sean sus galas de inteligencia o de hermosura.—Y si la falta de todas esas buenas cualidades es lamentable en el hombre,—en la mujer, que creemos urna y hogar natural de ellas, es abominable.—Pero así como el alma se aparta con disgusto de los de corazón frío, y mente calculadora y reservada, así se entrega con júbilo y sin rebozo a los de espíritu sencillo y ardiente, mano acariciadora, y pensamiento abierto. Es ley natural infalible que los que esto dan,—esto tengan;—y que los que esto no dan, no tengan esto. —Sé que tu marido te estima, y que tú eres como la luz del sol, que mientras más se la goza, se la gusta más.—Pero esas dotes de alma en que tú abundas pueden tanto, que aunque te tuviera algún día en menos de lo que tú vales, volvería a ti de nuevo, afligido de lo que hubiese visto, y más enamorado después de la experiencia del contraste, de tu alma luminosa y serena.—No puedo hacerte, en mis grandes pobrezas, regale mejor que esta profecía en tu mes de boda. De mamá he de hablarte ahora.—Meses hace que tengo ya pensado, y dicho, lo que intento hacer. Papá vendrá a mi lado, como imagino que él lo desea, apenas cedan los fríos, que será para mayo, o para fines de abril.[2]—Anoche puse fin a la traducción de un libro de Lógica,[3] que me ha parecido—a pesar de tener yo por maravillosamente inútiles tantas reglas pueriles—preciosísimo libro, puesto que con el producto de su traducción puedo traer a mi padre a mi lado. Papá es, sencillamente, un hombre admirable. Fue honrado, cuando ya nadie lo es. Y ha llevado la honradez en la médula, como lleva el perfume una flor, y la dureza una roca. Ha sido más que honrado: ha sido casto.—Sangre invisible, me ha caído dentro del alma a torrentes. En mí hay una especie de asesinado, y no diré yo quién sea el asesino. Pero nada me ha hecho verter tanta sangre como las imágenes dolientes de mis padres y mi casa.—Ahora, ya engrueso. Ustedes reposan. Nadie más que yo trabaja. Papá puede venir a descansar. Me aflige solo que mamá tenga que vivir en casa extraña.[4] Desde el mes de abril recibirá, mes por mes, 20 o 25 pesos oro. Este, no le puedo mandar más que 10, que acaso vayan, si no hallo otro modo más seguro, dentro de esta misma carta, en un billete americano, que tu buen José me hará el favor de cambiar para mamá.—Dos razones hay que me impiden pensar,—como de otro modo hubiera sin vacilación resuelto,—que mamá y Antonia viniesen también a mi lado. La más importante es—que traer acá a Antonia, que es ahora rosal en flor, sería como encarcelarla en un castillo de nieve. Y mamá, a poco, suspiraría con razón por volver a la tierra donde están sus hijas y sus amigas, y cuanto halaga y mantiene vivo el corazón, que aquí—solo de fuerza heroica si es mozo, o de haber resuelto ya, por matrimonio o por haber vivido bastante, los problemas de la existencia,—queda vivo.
Ya no tengo un momento. Si he de escribir una línea a Carmen,[5] no puedo contestar hoy a José. Esta carta es ya para él y el sábado le escribiré[6] la suya.—[7]
Tú me pides muchas cartas, tú—feliz—escríbeme sin cesar, y oblígame a ellas.—
Y no me mires como a hermano alejado, sino como a parte de tu mismo cuerpo.—
Yo tengo en la oficina las señas [de][8] Carmen: hazme llegar a ella[9] carta.
Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010, t. 17, pp. 363-365.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] El 10 de febrero de 1883, Amelia contrajo matrimonio con José Matilde García Hernández en la Iglesia Parroquial de Monserrate, en La Habana.
[2] Don Mariano Martí embarcó hacia Nueva York el 7 de junio de 1883 y regresó a La Habana el 18 de junio del año siguiente.
[3] Nociones de Lógica, por William S. Jevons, que Martí tradujo para la casa Appleton.
[4] Alude al hecho de que la madre vivía en la casa de su hija Leonor, esposa de Manuel García Álvarez.
[5] Se trata de su hermana María del Carmen Martí Pérez, puesto que su esposa, Carmen Zayas-Bazán Hidalgo, se encontraba entonces a su lado en Nueva York.
[6] Roto el manuscrito. Se sigue la lección de OC, t. 20, p. 309.
[7] No se conserva esta carta.
[8] Roto el manuscrito.
[9] A continuación, falta una palabra por rotura del manuscrito.