EN FILADELFIA. EN HONOR DE VALDÉS DOMÍNGUEZ
En las épocas en que el honor vacila, no es solo fiesta de gratitud, sino servicio inmediato al honor, premiar en público a quien obró conforme a él. Jamás es semejante premio inoficioso, porque la tendencia inevitable del hombre a esquivar el sacrificio, requiere que se le ponga continuamente ante los ojos cuanto tiene de grande y amable. Solo murmuran del homenaje los que a la luz de él ven revelarse su nulidad, o su mérito menor. La gloria ennoblece tanto al que supo merecerla como lo empequeñecería si de lo sagrado de ella hiciese oficio y ostentación. El caudal de un pueblo es la gloria legítima de sus hijos. Por su heroico valor, por su desbordante desinterés, por su entereza justiciera y franca, por el decoro que lleva su gloria,—merecía Fermín Valdés Domínguez la singular demostración de afecto con que recibieron su visita, juntos el pabellón de Sheridan y el nuestro, los cubanos y norteamericanos de Filadelfia.
Lucidísima concurrencia llenaba a primera hora el salón, tapizado de ilustres recuerdos, del puesto filadelfiano de la Caballería. Vigilan los héroes desde las paredes. John Brown, desde hermoso retrato, mira, como quien pide cuentas, y quiere saber si hay hombre que desobedezca a la libertad, ante él, que murió en un patíbulo por ella. De sables probados es una panoplia; con cartucheras está hecho el marco de una lista de honor. Y cuando aquel concurso, en respetuoso silencio, que había de ser pronto inacabable aplauso, vio subir al estrado a Valdés Domínguez, a Marcos Morales, el presidente impetuoso y activo del Cuerpo de Consejo de Filadelfia, a los presidentes de los Clubs que convidaron a la solemnidad, y a los invitados de New York, al Delegado del Partido Revolucionario, al Tesorero Benjamín Guerra, al Secretario Gonzalo de Quesada, al Presidente y Secretario del Cuerpo de Consejo de New York, Juan Fraga y Sotero Figueroa, pudo notar cómo, cual ante muda orden, bajaron todos aquellos hombres la cabeza: era el saludo a las dos banderas del Norte, deshechas en la guerra de la esclavitud, que ornaban la tribuna, plegadas sobre el asta. La de la Unión, de flecos de oro, flotaba a un extremo, y a otro la de seda amarilla de la caballería: ¡y más bello que todos, el estandarte cubano!
¿Cómo pintar, sin que parezca exceso, la cordialidad comunicativa, y respeto íntimo a los héroes,—y a los buenos, esos otros héroes—con que Marcos Morales, en el inglés que ha aprendido en su honrado trabajo, abrió la asamblea—ni el muy nutrido aplauso que acogió el saludo entusiasta de Tomás Estrada Palma, ni las arengas entrañables, oídas entre lágrimas y vivas, de Gonzalo de Quesada,—ni la impresión profunda que en los suspensos corazones causó el discurso del amigo fiel, de Laforest Perry,—ni la sesuda lectura de Lucena, el emigrado constante,—ni las palabras, eficaces y breves, de Juan Fraga, el hombre de los esfuerzos silenciosos, de Sotero Figueroa que no iba “a Filadelfia a ver mármoles ajenos, sino nuestros, en el hecho que Domínguez abnegado y valiente desagravió a la Historia”, de Benjamín Guerra, que con la autoridad de su palabra aumentó el respeto y convicción de los ánimos, de José Martí, que saludaba desde su puesto de soldado, “a la elocuencia nueva y a la virtud triunfadora”?
Fue como aire de almas aquella noche feliz, en que público y oradores se cambiaban, en impensados arranques, la voluntad, y cada uno era tan bello que ningún otro lo opacaba o deslucía. Parecía a veces el público el orador mejor, atento, conmovido, sensible al menor vuelo del pensamiento y la menor ráfaga de luz, honrado, puro, amoroso. Aquel diálogo y comunicación de los espíritus era allí la magna y consoladora belleza: ¿qué vale la libertad, ni cómo puede ser y mantenerse, si para su conquista y defensa no se abrazan[1] los hombres buenos en cariño? Pero nadie olvidará de aquella noche la pasión noble, y elocuencia de joven majestad, de Gonzalo de Quesada, ni la unción con que aludió a las víctimas Laforest Perry, y convidó a su pueblo a redondear la obra libre de América, ni la aparición de Valdés Domínguez, trémulo de nobleza, y como de nueva gloria bañado por el resplandor de la bandera de la patria, ni la ofrenda con que, más que cerró, bendijo la solemne noche el anciano José González.—Horas hay en el mundo, que lo levantan y orean, en que se siente en torno la súbita limpieza de los corazones purificados.
Por la verdad fue robusta y venturosa, en esta noche de Valdés Domínguez, la elocuencia de Quesada. Desdeña afeites la emoción sincera, y las mismas ideas familiares adquieren singular beldad cuando entre hombres leales puede abandonarse sin miedo la palabra a la admiración y la ternura. Del pensamiento, disciplinado en la vida, viene a la ardiente improvisación el bello orden. Y el discurso en inglés de Quesada, augusto cuando invocaba, la memoria de los fundadores de la mayor república del orbe, fue desgarrador, por el espanto que visiblemente lo poseía, al describir al pueblo extraño el crimen del 27 de noviembre, tipo y suma del odio imperecedero del opresor desafiado a sus hijos rebeldes; y hábil y altivo cuando, en brusco vuelo, vislumbraba la condenación de la historia para los que desde el Norte libre se negasen, en la hora del combate por la libertad y por América, a aquellos por quienes cayó Reeve, a los cubanos que fueron, en su hora de agonía, el último pensamiento de Rawlins. Aplausos no eran los de aquellos ojos húmedos, los de aquellas palmas incesantes, los de aquellos corazones hasta la raíz estremecidos: era una de aquellas horas, raras y decisivas, en que el alma de un hombre ase y posee las de un pueblo que no lo olvidará jamás. Y de lo más bello de la tribuna, por la sublime envidia que estaba empapado todo él, por el valor con que proclamó, sobre la gloria vana y egoísta en que los hombres mínimos se satisfacen, la gloria incruenta y desinteresada, fue el discurso con que, ya en castellano, saludó, entre vítores continuos, la bravura y el ímpetu de Fermín Valdés Domínguez: ¡por la cobardía de sus directores se deshacen los pueblos, y por la inspiración de sus hijos rebeldes se rehacen!
De los bancos de la concurrencia se alzó aclamado Laforest Perry. Aún se tienden a él nuestros brazos agradecidos: aún oímos su palabra norteamericana, serena y conmovida, que dulcemente se entraba, a modo de consuelo, por nuestros corazones: aún vemos centellear en sus ojos la indignación cuando, con el valer de su persona visible y útil, pedía “a los hombres libres de Filadelfia, respeto y ayuda para los cubanos, que son ya dignos de la república”: aún vemos alzarse al cielo, en demanda de su amparo para lo que le falta de tarea al noble vindicador, aquellas manos que un instante después estrechaba a porfía la concurrencia admirada y agradecida. Dejó Perry en las almas la excelsitud y pureza de la religión.
De su corazón, harto henchido para que le permitiese más largo discurso, fueron las frases, de natural y sencilla grandeza, con que pudo responder Valdés Domínguez a la ovación larga y renovada que lo saludó al acercarse a la tribuna. ¿Ni a qué hubiera hablado más? Su discurso era la obra, en tanta parte suya, que veía a su alrededor, fervorosa y palpitante: su discurso estaba en la unión ardiente de los cubanos, al horror de los crímenes de España, para la conquista de su libertad. “¿La bandera no está aquí?—decía con la voz sofocada de viril emoción, Valdés Domínguez: “pues mi discurso es la bandera!” Y los hombres de pie, saludaban. Saludaban, conmovidas, las mujeres. Pero fue como momento de consagración, aquel en que el anciano, tallado en virtud, el incólume José González, creador feliz y sagaz entre los cubanos de la asociación repadora y amiga de los Caballeros de la Luz, puso en manos de Fermín Valdés Domínguez, “en manos del heroísmo, que la tiranía siempre que puede, martiriza y ahoga”, la corona de la estrella blanca de siemprevivas, y ocho flores rojas en el borde azul, que los cubanos de Filadelfia desean algún ver algún día al pie del monumento de aquellas predilectas víctimas de nuestro martirio. El anciano leía, tembloroso, sus palabras, cargadas de honra y de fe, y como a puro corazón salidas del molde supremo: Valdés Domínguez lo oía reverente, y el estrado todo, apiñado junto al noble anciano: en la concurrencia, toda de pie, había mucha cabeza baja: allá, al fondo, un norteamericano descolgó la bandera con que el escuadrón vio combate y muerte y, ondeándola en el silencio, lo rompió al fin con un viva a Cuba:—“¡Jamás, decía Valdés Domínguez al salir, me sentí el corazón tan encogido, ni tan lleno de la grandeza de los demás!” En las inolvidables horas de la hospitalidad de Marcos Morales, que abrió la casa de su ejemplar familia a los numerosos invitados, terminó,—para conservarse como esperanza y como orgullo,—la fiesta de amistad y fe con que los cubanos y norteamericanos de Filadelfia honraron, merecidamente, al que, con su hecho singular, demostró a la sociedad dormida de Cuba la eficacia incontrastable del valor sublime.
Patria, Nueva York, 5 de abril de 1894, no. 106, p. 2. (No aparece en la edición de las Obras completas).