En cada frase de un escritor se borra la pertenencia, y el espectador, aun siendo contemporáneo, establece distancias y recorridos que mantienen toda impedimenta de esculturación de la palabra. El recorrido que se nos tiende es reversible, si es un contemporáneo podemos adelantarle la sonrisa de los descendientes, y juzgarlo como un clásico. Con eso nuestra presunción es infinita, pues nadie puede prever los meandros del gusto. En pleno siglo XVIII, en las valoraciones de los salones cultos, en plena flatterie de la Ilustración, se prefería Crebillon a Voltaire. Si es un antiguo que no nos atemoriza, un Petronio o un Longus, podemos situarlo en la cómica cotidianidad de la piscina en la que los coevos sumergen sus delicias. Esa sencillez también recubre una presunción inaudita, pues en todo contrapunto literario el tiempo va extrayendo las distinciones de un instrumento desigual. Y es extremadamente riesgoso en el crescendo de todo organismo literario, establecer una detención por la que aislamos en un poema la cara de una imagen, una pareja de plurales o encarnamos el movimiento en un verbo afortunado. Bien pronto se convierte en un islote resistente a la comprensión total del texto. Vicetiple del húmedo pescado, es verso de un gongorino de Granada; durante mucho tiempo seducido por su especial atracción, me impedía llegar a la conclusión de que en el barroco cansado de un Soto de Rojas, había un regreso a la atmósfera de ciertas églogas de la manera italianizante. Otras veces, en la Epístola Moral, entresacaba golosas preferencias de momentos de aciertos verbales, en poema cuyo gran regusto depende de una total acomodación con su sentido de la muerte incesante y de la nostalgia cum dignitate. Como esa dignidad se engendra porque tiene que morir. De la inamovilidad del hombre, se desprenden lentísimos gestos que tienen que ser cuidadosamente subrayados hasta adquirir un trazo grabado que podemos reproducir por una voluntad lujosa y una creación provocada. Y cuando un reconocimiento sensual se demoraba en versos como: …usó como si fuera plata neta – del cristal transparente y luminoso; cómo teníamos que pagar su deleite en el oscurecimiento de aquellos otros que aparecían arrastrados por el sentido del poema en el cual nuestros gustos querían extraer o subrayar. Aquel verso nos salía al paso para el paladeo de otros: ¡Oh! si acabase viendo cómo muero – de aprender a morir…, que son momentos de diamantina evidencia en el estilo con que un pueblo concurre a la muerte. Y que son imposibles de aislar, como una corriente que penetra en lo oscuro uniendo el paso apesadumbrado y la voz rumiada la noche de la vela de armas.
XX.—Mientras hablaba del nuevo sentido que el tiempo le regalaba a las frases, yo me fijaba en una coincidencia donde el misterio se hace delicia y juego. Piense usted: los labios que se acercan al agua, y el intermedio del vidrio, donde el agua y el aire han hecho una síntesis. Cada uno saborea las frases a la manera de sus labios, o al menos, necesita que el tiempo se le vuelva sensación en la boca.
X.—Claro, ese eco, esa resonancia es una pervivencia del simbolismo de mi adolescencia. Me tengo que obligar para desprenderme de la niebla, de lo que las palabras nos regalan, y más que su evidencia cristalográfica, me obligan a una derivación o modo oblicuo. No es como algunos simbolistas que para aludir al caballo tienen que referirse al cisne (Proust le llamaba al caballo de circo, cisne de gestos locos). Pero siempre me llevan a una suspensión, a un retiramiento donde suelo colocar una posibilidad que ya no alcanzo ni como palabra. Hipérbole de mi memoria, diríamos siguiendo las sugerencias del mayor de los simbolistas. Cuando la memoria no es solo la reproducción guardada del mundo exterior; cuando va más allá de la memoria prenatal, más allá de recordar las cosas que no han sucedido; todavía excluida de esas provincias sigue atesorando la memoria. La memoria, más que el inoportuno existir, más que la homogeneidad sin causaciones de los orientales, es la semilla cuya flor se va destruyendo sucesivamente al pasar del germen a la forma.
XX.—Prefiero no seguirlo. Esa memoria que presciende de lo prenatal y que quiere ir más allá del recuerdo de las cosas que no han sucedido, me temo que pueda engendrar un rito bárbaro, algo así como un banquete en el limbo para los corderos porque nos encontramos fastidiados. Dispénseme. Me temo que ese simbolismo que usted alega sea una astucia suya para asediar el tema de las islas con más desenvoltura. Cuando usted le presentó ese tema a uno de los grandes poetas de la época, este pareció negarlo. Todo es isla, decía, la tierra, la luna, los planetas. Después mostró más interés. Cuando ya ese tema solo registraba mi cansancio, quiere usted convertir la isla en nueva interrogación para la cultura. Es decir ¿qué surge cuando el hombre provoca ese vaciado? ¿cuándo la extensión como coordinadora de su propia memoria se rompe? ¿cuándo el secreto de las pausas parece imponerse a la seguridad de los enlaces de palabra, de recuerdos o de miradas? Usted hablaba de una hipérbole de la memoria, en realidad es una hipérbole de la curiosidad, que se decide a levantar por propia convicción de orgullo, pero no por necesidad de edificación, riesgo sobre riesgo, pero sin demorarse en una comprobación, en una tierra poseída. Yo sigo fiel a la manera clásica, es decir, un hallazgo, una creación, y después una religión para convertirlo en un alimento que pueda ser de todos. Por eso creo que cuando un poeta tiene dos aciertos sucesivos de metáfora, el primer acierto fue muy pequeño. El primer acierto tiene que ser sinónimo y tener la extensión del resto del poema. Cuando encuentro una palabra, no tengo que poner a su lado un abismo, sino otra palabra.
X.—Las civilizaciones minoanas o insulares hacen la síntesis del Príncipe de las flores y la Dama de las Serpientes ¿por qué la fea palabra síntesis? Mientras en los continentes la síntesis tiene que ser superada por el concepto de sentirse deudor; en las islas, la suspensión que hay que vencer para llegar hasta ellas, no hacen la síntesis continental de lo blanco y de lo negro, sino de raíces oscuras, cambiantes y ligerísimas; no de Oriente
Occidente, no de mundo antiguo y nuevo, sino del Príncipe de las flores y de la Dama de las Serpientes. El mundo antiguo era devoto de situar más allá de lo hialino del límite—entre los griegos una gran claridad rodea siempre al límite—un río cuya madre es de carbón; más allá de unas columnas una oscura corriente cenagosa busca un incierto destino. Pero los estilos de imaginación varían, solamente en la cultura persa se le puede antojar a una emperatriz fletar a sus cazadores para que en el almuerzo le brinden un ave que solo se nutre de rocío. En el Renacimiento el hombre ya no ve más allá del límite una oscuridad, sino su esfuerzo está por estrenar, su voluntad deseosa, y entonces donde hay un límite, su apetito se enarca, encandila sus tensiones y coloca más allá de lo que conoce, islas.
XX.—Pero veo que empieza a tocar un diseño demasiado evidente, y nos había prometido lo insular como tema de cultura. Es decir, lo que en la esfera de pensamiento se llama paradoja; lo que en lo moral es una aventurera desviación, en lo terrestre se llama isla. El griego utilizaba la costumbre como un telón de fondo, pero le reconocía al sujeto la facultad de desviarse, de un opinar desviado con respecto a la cultura. De tal manera que, si hablaban de una teoría de peces, en el sentido de desfile, aludían a la forma de pensamiento que más querían. Pero otra de sus formas de conocimiento, es el furioso o erótico, es decir, cuando Sócrates se tapa la cabeza con un paño para poder evocar libremente a la Venus Urania. Ese otro pensar paradojal es más de lo que se cree una fuente de seguridad. Presupone en primer lugar, un macizo de opiniones, una costumbre que opina como salud. Esa desviación se está refractando constantemente con respecto al hábito. En cuanto a esa otra desviación de la moral carnal, me convenzo que nace de la pureza, del buscar la pureza como nacimiento. Esa aventura es la fuente en el aislamiento, es la pureza como un producto aislado. Alguien hablando de los griegos subrayaba que en ellos la ciencia se presentaba como conocimiento de la cantidad real de placer, es una frase de una poderosa gravitación. Parece una ecuación, cantidad real de placer, pero después se va trocando en un cuerpo, como una cantidad de materia necesaria para la delicia de nuestra visión. Para no separar la ciencia de la sabiduría, ni la sabiduría de la santidad, conviene tener presente que el conocimiento actúa sobre una cantidad que no es simple extensión, sino extensión de materia limitada, cantidad real. y que el placer no es como una sombra o una lluvia que vuelve o cae sobre el cuerpo. Así el placer no es como una excepción o enfermedad del cuerpo, sino que es el cuerpo convertido en magnitud y actuando con la gravitación sorda de las cosas.
X.—Ah, veo que simpatiza con la doxa como peso vertical de los cuerpos. Si existe la paradoja, parece desprenderse de sus afirmaciones, es porque, con relación a un cuerpo, irrumpe el desvío. Si existe esa posibilidad, es porque existe la imposibilidad de transformarse, de hacer un segundo nacimiento corporal, mientras los sentidos previos, los de siempre, permanezcan invariables. Existe, todo lo que no es yo con relación a un instante, la fría extensión espacial y la fría continuidad temporal. Usted ve, paralelismo tiempo espacial, que la continuidad se va a constituir en una sustancia histórica; que esa continuidad se va convirtiendo en una resistencia. Y que las asimetrías y las desemejanzas entre nuestro cuerpo y esa extensión—sus acercamientos son imposibles porque si en ellos puede aparecer la voluntad de semejanza es solo como máscara voluptuosa de la muerte—constituyen la gran masa de la continuidad. Es viciosa cuando el paralelismo entre nuestro cuerpo y esa extensión es perfecto. Pero lo que siglos después de los griegos tenemos que entender por salud, es liberarse del peso muerto de la masa de esa extensión, la ligereza para emprender el segundo nacimiento. Así nuestro cuerpo cuando entra en la vida y cuando muere está sorprendido, sus sentidos no están adormecidos por un paisaje anterior. Así la paradoja consistía en una adaptación a lo conocido, a lo caído que ya ha ido formando una sustancia horizontal. Claro que desde ese punto de vista la adaptación es imposible, porque el sujeto pulverizaba al objeto, o al revés, Sus acercamientos, los nuevos acercamientos o rechazos, constituían un espacio vicioso en el que el yo trataba de ir de espaldas a una extensión que al hacerse continuidad se trocaba en sustancia histórica. Por eso el español no puede ser paradójico, sino contradictorio. El español cree que el aumento o la penetración intensificada entre el yo y la extensión hecha sustancia, está reñido con su agudeza para la resistencia. Por eso Cervantes nos dice no te asotiles tanto que te despuntarás. Prefiere ese instrumento puntiforme con el que toca la extensión; es su resistencia, que sabe que el costado tiene que ser iluminado por la punta de la lanza. Sabe que el hombre de violencia tiene que penetrar en el cuerpo doloroso. Acto que verifica con una carnalidad oscura, con una violencia oscura. No intenta prolongar la oposición entre el yo y la extensión, sino ir hacia ella, como una punta tiene que ir hacia un fuego.