Washington, D. C., abril 14 de 1887.
Sr. Dr. D. Fermín Valdés Domínguez
Mi distinguido paisano y amigo:
En la mañana de ayer recibí por el correo un ejemplar, que un amigo me hizo el favor de mandarme, de la obra monumental que usted ha escrito con el título El 27 de noviembre de 1871. Otro amigo me había proporcionado pocas semanas antes, más o menos contemporáneamente con su publicación, los números de La Lucha en que vieron la luz los documentos con que termina el libro.
Decir a usted que lo leí de una sentada, sin más respiro que el necesario para enjugar las lágrimas, o para contener un movimiento de indignación absolutamente anticristiano, sería expresar muy débilmente la realidad de lo que pasó. ¡Qué tarea tan noble se ha impuesto usted, amigo mío, y cuán noblemente la desempeña!
No es una tarea de odio, ni un empeño en fomentar desunión, ni un propósito de mantener encendida la tea de la discordia. Al contrario, es un sentimiento que conduce al amor, a la fraternidad, y a la justicia, porque proporciona el arrepentimiento del que derramó inicuamente la sangre de su hermano inocente, del que, más cruel aún, humilló y vejó, y se gozó en la humillación y sufrimientos de otros inocentes; vindica la ley moral, e impide la repetición de actos análogos.
Si de otra manera pudiera ser, nadie más sembrador de desorden y desunión y discordia, que lo que se llama la Maestra de la vida, o sea la Historia: y nada habría menos cristiano que el Cristianismo, que nos tiene siempre ante los ojos —y ojalá que no lo perdiéramos de vista ni un solo segundo—, y el horrible espectáculo del otro asesinato jurídico cometido diecinueve siglos hace en la cima del Calvario.
Yo así lo pienso, al menos, mi querido amigo, y al estrecharle la mano, y enviarle a usted con toda la efusión de mi alma una enhorabuena cordialísima por el fondo y la forma de su trabajo, me siento orgulloso al considerar que el elemento de perseverancia, que tanto abunda en usted —y que tan noblemente ha puesto en ejercicio—, no es ajeno, ni imposible, como dicen, a los hijos de nuestra tierra. Usted ha sabido dar una prueba de que reúne a la tenacidad de propósito que celebraba Horacio en el varón justo, la moderación del que de veras quiere obtener éxito completo, y la magnánima generosidad que impone el Cristianismo. Es por tanto, una fortuna y un título de gloria tenerlo a usted por compatriota.
Los documentos que del Consulado general de los Estados Unidos de esa capital vinieron aquí en esos días aciagos, que acompaño traducidos, corroboran los detalles que se encuentran magistralmente expuestos en el libro de usted sobre las vicisitudes de la calumnia infame que causó tantos martirios. Puedo decir a usted, además, con tanta certeza y veracidad como las que corresponde atribuir a las palabras del ministro de Estado de Madrid, que este señor dijo el 11 de marzo de 1872, en conferencia tenida ad hoc con el representante diplomático de los Estados Unidos que había entonces en la Corte, que había sido necesario reemplazar a D. Mauricio López Roberts, ministro de España en esta capital, por el almirante D. José Polo, entre otras razones, porque “un hermano suyo que tenía un alto puesto en La Habana,[1] había tomado desgraciadamente una parte activa en el último horrible asunto de los jóvenes estudiantes, asunto que no encontraba palabras bastante fuertes con que condenarlo, y por el cual había sido necesario separarlo de su destino, añadiendo que este hecho echaba una mancha sobre el nombre de familia de los Roberts, tal vez sin justicia, pero de un modo efectivo: que esta mancha hacía difícil mantener en su puesto al ministro don Mauricio; y que además este se había molestado con la separación de su hermano, y la reprobación de su conducta, y no podía permanecer en Washington por más tiempo.
En esta entrevista dijo el ministro de Estado (señor de Blas) que el perdón de los estudiantes sobrevivientes estaba ya preparado en el Ministerio de Ultramar, y solo aguardaba la firma de S. M. (marzo 12) y que los más delincuentes entre los autores del mal, entre ellos el general segundo cabo de la Isla, que mandaba entonces en La Habana, y el hermano del Sr. Roberts serían encausados y sometidos a juicio por su complicidad en el crimen. Y cuando el representante diplomático de los Estados Unidos le dijo que en ello el Gobierno no haría más que prestar oído a la opinión unánime del mundo civilizado, y a la voz de la humanidad, el señor de Blas, con generosa emoción, lo interrumpió diciendo: “No, no solo la humanidad, sino la justicia, la simple justicia que demanda que ese crimen sea castigado”.
Ve usted, pues, que en España, espontáneamente, antes que el general Concha y otros hombres de noble carácter les hicieran a ustedes justicia, el ministro de Estado se adelantaba no solo a tratar de borrar aquella mancha echada sobre el carácter nacional, sino a prometer justicia y castigo severo de los principales culpables, a quienes designó individualmente, y a quienes se separó de sus destinos (esta fue la palabra usada) en horror de su complicidad.
La tarea de usted, que no es por cierto la de apremiar porque se castigue a nadie, ni se moleste a nadie, perturbándole el goce de lo que su conciencia ha de envenenar, es, como he dicho antes, a lo menos a mi parecer, una tarea nobilísima y digna de aplauso e ilimitado auxilio. Usted quiere vindicar oficialmente el nombre de las víctimas de todas clases de aquel funesto acontecimiento: y que un tribunal de justicia, imitando a lo que hizo diplomáticamente el ministro de Estado, pase juicio solemne sobre la farsa horrible de aquel segundo consejo de guerra, y restablezca a su esplendor natural la verdad y la justicia ofendidas. En esa tarea tendrá usted a su lado a todos los hombres de corazón. Y la Historia lo recordará a usted como recuerda a los que hicieron análogos esfuerzos que resultaron fructuosos, como los de usted resultarán, para que se arrasaran los padrones de ignominia elevados sobre los solares de Padilla y su heroica viuda, y se vindicara su memoria: con la diferencia, sin embargo, de que los autores de esos esfuerzos trataron de hacer triunfar una idea política, mientras que usted trata de hacer triunfar, y hasta ahora lo ha conseguido, la justicia y la verdad, porque se trata de inocentes.
En la luctuosa historia de nuestra tierra, no hay, como dice usted con razón, una página más dolorosa que la referente al suceso de que fueron ustedes víctimas. Es tanto de ese modo, que el sacrificio de la vida de sus ocho amados compañeros, algunos de los cuales me habían sido personalmente queridos, hizo crisis en lo que se llamaba el ejercicio de la justicia política, y terminó los furores del Minotauro.
Grato es ver, después de todo, que no se encuentra limitado al círculo de paisanos de usted el número de las personas que simpatizan con sus nobles deseos y le favorecen con su aplauso. Por mi parte considero que la justicia divina no sonreirá jamás sobre el suelo de Cuba, sino después que en algún punto de La Habana se levante con majestad sencilla una capilla expiatoria,[2] como la que existe en París, sobre las tumbas de otros mártires, juzgados y ejecutados de un modo análogo al que tocó en suerte a usted y a sus desventurados compañeros. Y así como allí solemniza la Iglesia de un modo especial la fecha del 21 de enero en que subió al cadalso un Rey mártir, así en la que yo considero una necesidad moral y religiosa, debería solemnizarse especialmente el 27 de noviembre, en que perecieron también en el cadalso los ocho compañeros de usted, sobre cuyas cabezas había la doble corona de la inocencia y de la niñez.
La Iglesia en cuyo seno vivieron y murieron aquellas víctimas —y cuya política, como decía monseñor Dupanloup, es la oración, recomendando que se orara por la emancipación de los esclavos y por el triunfo del norte sobre el sur, en la guerra civil de este país— sancionará sin duda el pensamiento.
Soy de usted de todo corazón su afectísimo amigo y paisano.
José Ignacio Rodríguez
P. O. Box no. 206
Tomado de José A. Baujin y Mercy Ruiz (coord.): “Con un himno en la garganta”. El 27 de noviembre de 1871: investigación histórica, tradición universitaria e Inocencia, de Alejandro Gil, La Habana, Editorial UH y Ediciones ICAIC, 2019, pp. 132-133.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[2] El 27 de noviembre de 1890 en el Cementerio de Colón tuvo lugar la ceremonia de bendición del Mausoleo de los Estudiantes, donde reposan los restos mortales de los ocho estudiantes fusilados en La Punta. En este lugar, en la mañana del 27 de noviembre de 1921, año del cincuentenario del horrible crimen, se inauguró el llamado Templete de La Punta. También en el mismo sitio donde originalmente fueron enterrados los jóvenes mártires, se develó un sencillo monumento, el 27 de noviembre de 1959.