EN DEFENSA DEL ESCLAVO

Nobilísimos cosecheros de azúcar, señores amos de ingenios, mis predilectos paisanos:

     Muy persuadido de mis cortos talentos, poco ejercitada mi pluma en asuntos políticos, nada adornado del espíritu de economía con que deben tratarse las materias domésticas, y muy desconfiado de poseer el tino filosófico necesario a mi asunto, dirijo mis toscos, pero ingenuos caritativos ecos a vuestra generosa piedad. Desesperaría del remedio si no os conociese: sofocaría en mi pecho, y ahogaría en su cuna las ideas que me punzan si no supiera que el amor a nuestros semejantes es la mayor y más favorecida de nuestras virtudes. Así me lo enseñan vuestras operaciones; así lo practicasteis con la oficialidad y empleados del gran convoy de tropas y marinería que vino a este puerto en la última guerra, cuyo testimonio dan ellos mismos desde Europa en sus cartas y tertulias; así, en fin, lo acredita todo havano, que saca esta dote del vientre de su madre, la bebe con la leche de sus nutrices y alimenta con el ejemplo de sus padres.

     A vosotros, pues, que sois la más noble y selecta porción de esta República, los vecinos más útiles al Estado y a la Patria de toda la Isla, los que fabricáis el más precioso grano que produce nuestro suelo feraz, los que cargáis la multitud de embarcaciones que zarpan de esta amplia bahía para Europa, los que con vuestra industria, inmensos gastos y sudores de muerte cubrís de exquisitos dulces y sabrosos caramelos las mesas de la Corte, los que mantenéis el comercio de la Havana, y dais movimiento a la rueda mercantil de exportación e importación, toca remediar luego un mal que en vuestras mismas azucarerías ejecutan vuestros dependientes, y en que acaso hasta ahora no habéis hecho alto. El amor que os debo tributar a todos respectos, la caridad sola, y no una gloria vana, pasajera de aparentar patriotismo, esfuerza mi débil voz, y os acuerda con harta sensibilidad que en nuestros ingenios hay unos calabozos, y en ellos un cepo donde ponen a los negros de prisiones para que pasen la noche, y evitar por este medio su fuga.

     Bien sé yo que en los ingenios solo se ponen prisioneros por delitos graves; que estas no son perpetuas, sino duran el tiempo necesario en la corrección y castigo de los delincuentes para impedir la deserción a que tanto propenden estos africanos; que su carácter indócil, suspicaz, infiel, recalcitrante sobre aleve, exige estos castigos; que el silencio y oscuridad de la noche los convida a profugar; que a no encerrarlos sería preciso velasen muchos en su custodia, lo que no puede ser; y vemos que en las cárceles públicas se toman precauciones nocturnas contra los aprisionados, que constituidos en medio de un vasto campo sin puertas, y atraídos del amor innato a la libertad, acechan continuos lances, y aprovechan los momentos de descuido para repetir sus ruinosas huidas, y desmandarse en los montes, forajidos, salteadores, robando cuanto pueden, y aun cometiendo homicidios; pero se pueden elegir otros medios más suaves para los mismos efectos, porque la caridad tiene muchos recursos.

    No es mi ánimo hacer una descripción patética y horrible de estos calabozos, ni poner en uso coloridos sangrientos, para pintarlos más crueles que mazmorras de mahometanos; ya se ve, que siendo prisioneros no pueden respirar un olor santo, ni tener camas de rosas; pero al mismo tiempo que proscribo su práctica, me guardo de no acreditar con mi pluma las imposturas que se han elevado a la Corte representándonos más crueles con los negros que con los cristianos, los enemigos antiguos del nombre de Jesús. ¡Ah!, si yo dibujase la inflexibilidad de ellos, veríamos si necesitan grillos, cepos, azotes; remedios que imponen las leyes y ordenanzas contra los criminales. Con todo, para que dichos calabozos exciten mi compasión basta saber que In his jacet multitudo languentium, cludorum, aridorum, y para inflamaros a destruirlos, que reflexionéis si interesa a vuestra propia utilidad, y el bien público: aquella, porque estas prisiones son muy malsanas; el aire demasiado craso e impuro de tales encierros, las espurcicias que exhalan los cuerpos negros, el gran calor, la vecindad a la casa de calderas, los excrementos que dejan, todo esto produce efectos perniciosos, e influye mucho en la salud. Yo he visto sacar uno sofocado del calabozo, vivir muy pocas horas y expirar sin confesión. No tengo los principios químicos que necesita la operación del aire extraído de allí: me atrevería a asegurar tiene más de ocho grados menos de origen (o aire vital que respiramos) que el de la plazuela de las Claras, por ejemplo; así lo creo, es un aire encerrado donde jamás se pone hombre para rarefacerlo, nunca se sahúman los sitios, no se riegan con vinagre, ni se usa algún antimefítico.

     Dije que en destruir los calabozos se interesaba el bien público, porque siendo imperdonable mantener a muchos negros con prisiones por algún tiempo, y de consiguiente que duerman en estas piezas; dejando persuadido que son muy enfermizas y perjudiciales, es forzoso acorten la vida de los esclavos, o la hagan muy trabajosa, lánguida, enervada. ¿Y qué resulta? Que esos brazos menos tiene la agricultura, el comercio, la populación, y esa plata más a los extranjeros, porque a proporción de los que mueren o se inutilizan, que es más de lo que se piensa, necesitamos nuevas colonias de armazones, al paso que cuidándolos, curándolos oportunamente, no agobiamos demasiado con el trabajo a los que entran, e inoculándolos, a pesar de lo que dice la preocupación, contra esta saludable práctica, tendríamos al cabo un surtido de negros capaz de talar los campos, cultivarlos y construir la azúcar de modo que por cálculo exacto llegaría tiempo, y no muy tarde, que no necesitáramos traerlos de la costa de África, o serían muchos menos.

     Por todas estas razones os suplico coloquéis un cepo fuerte en parte ventilada para que duerman seguros los presos; no quede piedra sobre piedra de calabozos, destruyan hasta su memoria, indigna del marcial nombre havano, y no sepa la posteridad que hubo tiempos de hierro en que se usaron. Cuando he visto a estos miserables que, después de haber sufrido el peso del día, haraposos, encadenados, y tal vez hambrientos, bajan la escalerilla de la casa de molienda para entrar en su prisión, no he podido menos que volver el rostro para no mirarlos, horrorizado de que nuestros antiguos nos dejasen esta práctica. Práctica nociva que a la madrugada los extrae de aquellos lúgubres encierros, y exhalados en sudor, abiertos los poros, los saca al campo, al aire húmedo, al frío, y les produce constipaciones, pulmonías, dolores pleuríticos que acaban con ellos, y nuestro dinero.

     Tan tristes efectos, y el clamor de estas infelices víctimas de la malicia humana (que así los llamo porque creo es la esclavitud la mayor maldad civil que han cometido los hombres cuando la introdujeron), que desde el fondo de sus prisiones parece que me dicen: Educ de custodia animan meam. Es lo único que me mueve a escribir esta carta esperanzado de mejorar la suerte de estos desgraciados, y contribuir según puedo a la felicidad común; si no se remediare, no será porque callé; conozco el daño, penetro sus efectos, quiero precaverlos, escrupulizo ocultarlos, y creo no ofendo: Non contristavi in epistola. Muchos lo conocen mejor que yo, porque no se necesita para ello talentos superiores; pero no quieren hablar; y aunque hace algún tiempo que vivo penetrado de esta calamidad, no me he resuelto hasta que la generosidad de los juiciosos diaristas del Periódico han brindado su papel para que cada uno, sin ser descubierto, estampe sus producciones. Hasta ahora no se había visto en la Habana igual franquicia. Solo sus luces y cortesanía la ofreciera.

     Quiera Dios que esta hojilla produzca los buenos efectos que me propongo y espero ver coronados, en los que me sigan cuando oigan del Supremo Juez, estaba encarcelado y me visitaste, esto es, me aliviaste redimiendo de estrecheces tan amargas a unos entes de nuestro mismo calibre, a nuestros hermanos y prójimos que debemos tributar la más sincera compasión y benevolencia; a unos brazos que sostienen nuestros trenes, mueblan nuestras casas, cubren nuestras mesas, equipan nuestros roperos, mueven nuestros carruajes, y nos hacen gozar los placeres de la abundancia. Desmienta nuestra dulzura con ellos la sevicia insana con que nos han afrentado a los ojos de la Metrópoli, y pueda cada amo decir con ingenuidad a sus esclavos: Testis mihi est Deus,quomodo cupiam vos in visceribus Jesu Christi. Vos, Señor, sois buen testigo de lo mucho que amo a mis hermanos, en las entrañas de Jesucristo, quien guarde a V. V. S. S. los muchos años que desea.

     El Amigo de los Esclavos.
     Servi obedite dominis carnalibus… servientes sicut Domino. Et vos domini… remittentes minas scientes… quia personarum acceptio non est apud Deum. S. Paul.

[José Agustín Caballero]

Publicado en el Papel Periódico de la Havana, 5 y 8 de mayo de 1791, bajo el seudónimo El Amigo de los Esclavos. Aparece en José Agustín Caballero: Escritos varios, La Habana, Editorial de la Universidad de La Habana, 1956, t. I, pp. 3-9.

Tomado de José Agustín Caballero: Obras, ensayo introductorio (“José Agustín: el espíritu de los orígenes”), compilación y notas de Edelberto Leiva Lajara, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 1999, pp. 198-201.