PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO:

GUERRA Y REVOLUCIÓN[1]

Durante doce años insistió José Martí ante los independentistas cubanos sobre la necesidad de utilizar adecuados métodos de di­rección para organizar una nueva guerra contra el colonialismo español que oprimía a su patria. Otro hubiera desistido ante las incomprensiones, las dudas acerca de sus propósitos y hasta acu­saciones que lo situaron, en determinados momentos, al margen de las actividades del movimiento insurreccional. La trayectoria hacia el liderazgo estuvo plagada de notables obstáculos, vencidos por la convicción de la certeza de sus concepciones revolucionarias, for­madas en el estudio de la realidad pasada y presente de su país, de los otros pueblos del continente americano y del mundo, así como de la práctica conspirativa y organizativa, uno de cuyos momentos principales se halla en la etapa previa al estallido de la llamada Guerra Chiquita y hasta el final de esta, en 1880.

     En los textos martianos de este año, motivados por las relaciones con el mayor general Calixto García y los demás miembros del Comité Revolucionario Cubano radicado en Nueva York, encontra­mos la expresión de ideas fundamentales que desarrollaría en el transcurso de más de una década. El joven revolucionario valoró la experiencia del fracaso de las dos guerras contra el colonialismo español, las cuales no habían logrado fusionar a los elementos que en Cuba y en el extranjero coincidían en los objetivos propuestos. Los factores disgregadores eran más poderosos que los aglutinado­res. De una forma u otra, hacían su labor corrosiva el enfrentamien­to entre veteranos de la guerra y de la emigración, el racismo, el autoritarismo, la pasividad de los derrotistas y la labor desmovili­zadora de anexionistas y autonomistas.

     Desde el final de aquellas contiendas bélicas, Martí había apela­do a todos los recursos a su alcance —discursos, entrevistas, cartas, llamamientos, artículos en la prensa, conversaciones personales—para demostrar que la base del éxito de una nueva tentativa se hallaba no solo en la acertada estrategia militar, aunque la encabe­zaran los más dignos y experimentados veteranos, sino en vencer los escollos dentro del propio pueblo al que debía apelarse para su realización. Era condición primera lograr la unidad de todas las fuerzas del país, sin exclusión alguna, salvo de quienes se apartaran por soberbia o intereses materiales. Urgía deshacer cuanto aislara al que pensaba que la dirección debía estar exclusivamente en ma­nos militares del que también erróneamente creía más acertada la conducción solamente por civiles; al combatiente de la manigua del que permaneció en las emigraciones, al que se hallaba fuera de la Isla de quien se encontraba en su interior, de los residentes en una región u otra del territorio patrio, a la nueva generación de la for­mada en la Década Heroica, al propietario del obrero, al blanco del negro, a los cubanos de los españoles honestos.[2]

     Estos propósitos, que hoy aparecen ante nosotros con el peso de verdades irrebatibles, no eran compartidos por la generalidad de quienes en Cuba y el exterior mantenían vivo el ideal independen­tista en los inicios de la década de los años ‘80. Martí no se amilanó; por el contrario, las objeciones a sus criterios sirvieron de acicate para profundizar en sus argumentos y divulgarlos de modo adecua­do. Comprendía la dificultad de su aceptación por una mayoría pa­triótica que durante años consideró indispensable poseer experiencia militar, adquirida en los campos insurrectos, para trazar rumbos y llevar adelante los propósitos independentistas. Martí carecía de ella, pues no pudo incorporarse a las filas mambisas durante la Guerra de los Diez Años ni a la continuación de esta, aunque en ambas es­tuvo involucrado, y en la última se destacó como conspirador en La Habana y organizador en la emigración neoyorquina. Tales méritos no fueron suficientes para que prevalecieran sus criterios acerca de la necesaria labor organizativa y preparación político-ideológica como condiciones previas de un nuevo intento armado.

     Pero la realidad demostró la certeza del joven revolucionario. Al insistir en métodos carentes de los requisitos en los cuales él insistía, hubo pérdidas humanas valiosas, como las de Carlos Agüero, Ramón Leocadio Bonachea, Limbano Sánchez y los combatientes que los acompañaron en las expediciones de 1884 y 1885; paralelamente, fracasaron las labores de los mayores generales Máximo Gómez y Antonio Maceo al frente del Plan de San Pedro Sula, iniciado en 1884 y concluido sin éxito en 1886, y del que Martí se separó en los mo­mentos iniciales, al considerar insuficiente su sustentación política y cuestionar los métodos empleados por ambos militares.[3]

     La voz del Apóstol volvió a escucharse en público a partir de 1887, cuando parecía despejada un tanto la visión de múltiples sec­tores patrióticos acerca de la necesidad de buscar nuevas vías or­ganizativas. Quien ya era conocido como el Maestro —por su labor docente, ejercida con magisterio ético— tampoco logró entonces la total aceptación de sus planes. En 1882 había realizado un prema­turo intento, cuando recabó colaboración, con la finalidad de oponer las ideas independentistas radicales a quienes “favorecen vehemen­temente la anexión de Cuba a los Estados Unidos”.[4] Cinco años después realizó un nuevo esfuerzo, junto a un grupo de seguidores, quienes lo eligieron presidente de la denominada Comisión Ejecutiva, de fugaz trayectoria, al obtener solo muestras de adhesión de los principales jefes militares, pero sin compromisos decisivos en las tareas emprendidas.

     Durante ese período, la capacidad analítica de José Martí —cuyo pensamiento se hallaba en continuo desarrollo— había alcanzado un enriquecimiento y profundidad notables, asombroso aún para quienes lo estudiamos actualmente. No escapaba al político previ­sor que la guerra contra España debía proponerse la liberación de sus últimas posesiones en América, Cuba y Puerto Rico, aconteci­miento que trascendería el marco de los campos de batalla para insertarse en una convulsa situación internacional, cuando las potencias del orbe aspiraban a hacerse fuertes en diversas zonas del planeta, en pugna con sus competidoras. La liberación de las dos islas, por tanto, debía contar con el apoyo de los pueblos de todo el continente, a los que alertaba, mediante su labor periodística, sobre los riesgos de la política expansionista de los Estados Unidos. La independencia de Cuba constituía el único modo de alcanzar una nación soberana, que haría posible el enfrentamiento a la pre­visible injerencia del poder avasallador del vecino imperial del Norte.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Conferencia impartida en la sesión solemne dedicada a la conmemora­ción del 10 de abril de 1892, efectuada en el Centro de Estudios Martia­nos, el día 10 de abril de 2017. (Para la redacción de este breve texto he utilizado fragmentos, sintetizados, de los estudios “El Partido Revolu­cionario Cubano: guerra y democracia” y “Democracia y participación popular en la República martiana”, que se hallan en mi libro Partido Revolucionario Cubano: independencia y democracia, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010; segunda edición, 2011).

[2] Ver Paul Estrade: “José Martí: una estrategia de unión patriótica y de­mocrática”, José Martí, militante y estratega, La Habana, Centro de Estudios Martianos / Editorial de Ciencias Sociales, 1983, pp. 66-87.

[3] Véase la carta de José Martí al general Máximo Gómez, Nueva York, 20 de octubre de 1884, OCEC, t. 17, pp. 384-387. Consúltense, además, las cartas a Manuel Mercado y a Enrique Estrázulas, fechadas en Nueva York, el 13 de noviembre de 1884, la primera y, presumiblemente, en la misma ciudad y en el mismo año, la segunda. [OCEC, tt. 17 y 15, pp. 393-398 y 265-269, respectivamente. (N. del E. del sitio web)].

[4] JM: “Carta al general Máximo Gómez”, Nueva York, 20 de julio de 1882, OCEC, t. 17, p. 328.