DOS NOTAS SOBRE CÉSAR VALLEJO
[…] el verdadero poeta haría poesía hasta en
una isla desierta y escribiría sus versos sobre
la arena aunque viese ya al rinoceronte
dispuesto a reducirlos a cieno.
EL POETA PURO
I
Si el término “poeta puro” no estuviese lastrado por tanta interpretación errónea como pesa sobre él, habría que comenzar una nota sobre César Vallejo diciendo: he aquí al poeta más puro de la América Española. Porque la pureza poética no es cuestión literaria, de teoría, sino que expresión de la palabra creadora, genésica, a través del verso. César Vallejo fabricó una realidad tan nítida, tan rotunda, que da la impresión de estar presente, en persona, diciéndose a sí mismo por entero a medida que el poema avanza. Y no es un yoísta, ni un cínico, ni un ansioso de autobiografiarse a cada paso, que si cualquiera de estas cosas fuera, no sería un poeta puro. Hay una densidad, una seriedad radical en cuanto este hombre hizo, y da a lo suyo un tinte que es, posiblemente, el genuino color de América. Algo de indio reconcentrado, algo de lenta introspección, de amargura, de protesta ante el misterio y aporreamiento constante que la vida da, presta a Vallejo un carácter de abogado defensor de la pobreza humana, de la fatalidad, de la tremenda y desequilibrada relación entre la pequeñez y condena del hombre y la potencia de lo Supremo.
Hizo política, tuvo ideas políticas, pero está mucho más allá de la política terrera y vulgar; se fue con su paso de indio tenaz hacia una política relativa al diálogo con Dios y con las grandes fuerzas que pesan sobre el alma y a menudo la dejan petrificada, llena de llanto, comida por el terror. No hizo americanismo, en el sentido folklorista, y, sin embargo, es él el más representativo de lo americano. Misteriosa piedra de obsidiana, olvidado pedernal que sirviera acaso de daga en los ritos incaicos, ancestro bien fundido en la copa de las montañas y en el fondo de los lagos que fueron tumba de civilizaciones, de todo eso está hecho César Vallejo.
II
Cronológicamente, viene de un gran momento en la poesía hispanoamericana. Ya se escuchaba la, en apariencia humorística, libertad del mejicano Ramón López Velarde (1888-1921), uno de los maestros cimeros de la poesía en el Nuevo Mundo: por su palabra suelta, por la audacia de su imaginación, por el lirismo fuerte y verdadero. Ya recorría el plano superior de la sensibilidad americana —¡qué importa que aún dominasen los oradores, los poetas pomposos, los que cantaban mucho y no decían nada!— una corriente de grandeza y de creación. Vallejo es de los puntales de esa corriente. Se le relaciona con el grupo creacionista —Huidobro, Gerardo Diego, Juan Larrea—, pero la realidad es que en Vallejo no hubo nunca más moda que la de ser Vallejo. Su libro Los heraldos negros es de 1918; por esto, a pesar de que Trilce, libro de 1922, puede dar la impresión de que está en medio de la poesía ultraísta, creacionista o como quiera llamársela, se siente que este hombre reconcentrado, cetrino, indio por dentro y con orgullo de serlo —no con los temores de Darío o de Chocano— no fue a nada por moda, ni era un literato en el sentido profesional de la palabra.
En Trilce hay ejercicios de libertad, de ruptura con las formas, pero ya en Los heraldos “se le veía venir” a Vallejo. Trae en sus manos, a pesar de estar en París, una quena (la flauta de los indios del altiplano, de sonido tristísimo, de persistencia que llega a enloquecer), pero no la alegre que a veces acompaña los bailes, sino el manchay puito, que es la quena sofocada, la de la muerte misma. Quiere la leyenda que la quena sea hecha con huesos humanos, y dicen que su lúgubre sonido viene del llanto personal que queda cuando la tibia se ve limpia de médula y huérfana de vida. La poesía de Vallejo, y no es leyenda esto, se acompaña con la música sagrada y dolorosísima del hueso humano, y es por eso un punto y aparte en las letras hispanoamericanas. Vallejo no es un literato, ni un escritor, ni un propagandista de nada; es lo más difícil que se puede llegar a ser en la vida: un hombre escrito, un hombre entero y total fabricado con materia prima de letras, palabras, versos sintaxis, ¡cosas a menudo inertes!, y que anda, llora, canta, come, grita, se rasca, ruge y acaricia, como un androide de Alberto el Grande, como un espantapájaros a quien Dios diera cuerda con el manubrio de la poesía.
III
Sacar del horno de las letras un hombre vivo y sangrante es realizar el ensueño verdadero de los poetas. Evocar por el canto de una sombra, y que esta sombra sea luego carne y huesos, y que esa carne y esos huesos se vuelvan autónomos, sufrientes o reidores, como nacidos de cuerpo de mujer, se ha dado pocas veces en la poesía de cualquier latitud, y menos que pocas en la poesía hispanoamericana. Algunos de los poemas de la Storni, alguna actitud de Gabriela Mistral, fragmentos de Humberto Díaz Casanueva, ímpetu de Huidobro, momentos solemnes de Neruda, algún relámpago de Luis Carlos López, el corazón de López Velarde, este o aquel temblor de Eguren, un grito de José Martí, un desgarrón de Greiff, una lágrima de Delmira —escenas, episodios, instantes—, jalonan el arduo camino hispanoamericano hacia la grandeza poética. Pero en cuerpo entero, de pie pulgada a pulgada, está César Vallejo. Palos y pedradas, tenebrosidades de la vida, fueron sobre él, y por poco le agujerean la garganta, como hacen con sus gallos los indios araonas, para que no canten.
Frente a todo ello, el indio resignado, tenaz, imperturbable, se escabullía y, en quedándose solo, sacaba de debajo de su piel uno de sus largos huesos. E inundaba de música funeral y genésica a un tiempo los ámbitos del mundo.
(1959)
Gastón Baquero: “El poeta puro” (1959), Una señal menuda sobre el pecho del astro. Ensayos, selección y prólogo de Remigio Ricardo Pavón, Holguín, Ediciones La Luz, 2014, pp. 277-279.
A LOS CINCUENTA AÑOS DE LOS HERALDOS NEGROS
I
La estatura del poeta Vallejo crece por días a los ojos del mundo. Si hoy se realizara una encuesta, sea en América, sea en España, para saber a quién se tiene allá y acá por el poeta más representativo, puede que apareciese algún sufragio para Darío, para Lugones, para López Velarde, para Barba Jacob, para Borges, para Huidobro, para Neruda, para Gabriela, y puede que hasta para Chocano. Pero el consensus general, aplastante, proveniente de todas las zonas de la sensibilidad y de la composición social, recaería en diputar a César Vallejo por el poeta de lo americano integral y puro: por el poeta de la raíz americana y del hombre americano en pie.
Era tan poderosa la capacidad de poesía que trajo al mundo Vallejo, que ni la filiación política muy definida consiguió destruirle la riqueza de su espíritu. Y eso que es bien sabido que no hay destructor ni corrosivo mayor para la poesía que ciertas filias de fanatismo y de obcecación politizante. Lo primero que pierden muchos que se adscriben a supuestos credos de libertad es la libertad, su libertad. Vallejo no. La mecánica marxista, la aplastante máquina de producir actitudes, conceptos, juicios y prejuicios que es el marxismo, no pudo con la libertad metafísica ni con el verbo de este indio. Por eso se salvó Vallejo para la poesía; él, que no faltó a lo que consideró su deber civil, su deber de hombre de la calle. Esos subpoetas que se refugian en la martingala de que son “sociales” para escribir pésima poesía, tienen en Vallejo un juez y un tribunal; ellos ofenden por igual a la poesía y a la militancia política cuando las presentan como una obligación de vulgaridad y de ramplonería. Vallejo les dice que se puede escribir sobre el hambre o sobre la guerra un poema grandioso, digno de ser llamado poesía, amén de lo otro que contenga y comunique.
II
Por eso, porque Vallejo era un hombre libre, no hubo tema que le limitara ni preocupación humana que le fuera extraña. Libertad es sinónimo de audacia. Ahora, en este año y en este mes de junio, llegamos a la cincuentena de la aparición en público —¡y fue en la propia voz de Vallejo donde se le escuchó primero!— de un poema histórico, “Los heraldos negros”. ¡Qué enorme audacia mental y de expresión representaba este poema! Ahí nació Vallejo, y ahí nació una nueva etapa de la poesía hispanoamericana.
Fue el día 10 de junio de 1917. En la ciudad peruana de Trujillo, en la calle Gamarra, al número 441, residencia de Macedonio de la Torre, celebrábase esa noche una fiesta en honor de los intelectuales de la localidad. A esa fiesta concurría el joven César Vallejo. Nadie descubriría al verle allí, vestido de etiqueta, como los otros concurrentes, y muy sereno, que por esos días Vallejo se encontraba angustiadísimo, lleno de tristeza, por una tragedia estrictamente familiar. En su casa se estaba sufriendo mucho, y él, el sufridor por esencia, había recibido los golpes a los suyos con más fuerza y más pena que los otros familiares. Por eso, cuando en esa fiesta llegó la hora “de decir poesías”, y en esa hora le llegó el turno a Vallejo, todos se quedaron asombrados por el tono profundo de su voz, por el misterio que se contenía en sus palabras, por la fuerza de aquello que estaba leyendo. Pues él se había puesto en pie y había dicho:
—Voy a leerles algo que acabo de componer.
Y lo que leía era esto:
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas,
o los heraldos negros que nos manda la muerte!
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que traiciona el Destino.
Son esos rudos golpes las explosiones súbitas
de alguna almohada de oro que funde un sol maligno.
Y el hombre…. ¡Pobre… pobre! Vuelve los ojos como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza como un charco de culpa en la mirada…
¡Hay golpes en la vida tan fuertes!… ¡Yo no sé!
El poema produjo la impresión de estupor y de anonadamiento que sigue produciendo en nuestros días. Allí había una nueva manera de expresarse; había un desafío a la sintaxis y a la concepción trivial de la divinidad. Vallejo, de un golpe, había saltado a la otra orilla. Sentían ya todos que él era diferente, que él no venía a la poesía para repetir fórmulas ni superficialidades.
III
De la lectura de ese poema comenzó la expansión de su fama. Local primero, pasó después a la capital, y luego de pueblo en pueblo. Años más tarde, Vallejo, desde Madrid y desde París, iríase colocando, lentamente, a la cabeza de la poesía. Su muerte terrible colaboró —¡lo de siempre!— al reconocimiento universal. Solo los muertos son acatados sin reserva en el mundo.
Hoy, en cuanto se le nombra, todos recuerdan, por los menos, el poema de “Los heraldos negros”, que diera título a su primer libro, publicado en 1918. Solo que ahora, sus lectores conocen el poema en la versión posterior que a la lectura de aquella noche en Trujillo diera el poeta. Esa versión consistió en lo siguiente: la primera estrofa quedó igual que en 1917; en la segunda desapareció el signo de admiración que la cierra, y la palabra “atilas” iba con minúsculas; fue en la tercera estrofa donde Vallejo introdujo las variantes más significativas: en lugar de “que traiciona el Destino”, puso “que el Destino blasfema”, y en sustitución de los versos que decían “Son esos rudos golpes las explosiones súbitas / de alguna almohada de oro que funde el sol maligno”, puso “Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema”; el resto del poema quedó igual. Esas variantes tienen una grandísima importancia. La almohada de oro olía todavía a posmodernismo, a ornato, a adorno nada esencial. En cambio, el pan que en la puerta del horno se nos quema, ya es puro Vallejo, ya tiene dentro de sí a todo Vallejo.
A los cincuenta años del nacimiento de una pieza poética de semejante importancia en la lírica actual de lengua española, vale la pena de recordar que César Vallejo produjo tal manifestación bajo el imperio del dolor, del desconcierto, y del asombro ante los increíbles giros de la existencia. Cuenta su hermano que la noche en que escribió el poema, César no podía dormir. Le parecía imposible lo que había ocurrido en su casa. Decía una y otra vez: “¡hay golpes tan fuertes, hay golpes en la vida tan fuertes!”, hasta que, de pronto, se levantó y comenzó a escribir. Puso el alma en lo que escribía, y ha quedado. Ahí está.
(1967)
Gastón Baquero: “A los cincuenta años de Los heraldos negros” (1967), Una señal menuda sobre el pecho del astro. Ensayos, selección y prólogo de Remigio Ricardo Pavón, Holguín, Ediciones La Luz, 2014, pp. 280-283.
Otros textos relacionados:
- Fina García Marruz: “Carta a César Vallejo”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, octubre de 1944, año I, no. 3, pp. 31-33.
- Cintio Vitier: “Dañado eco”, Sedienta cita (1943), Obras 8. Poesía 1, prólogo, compilación y notas de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2007, pp. 99-100.
- Cintio Vitier: “La religiosidad. César Vallejo”, Experiencia de la poesía. Notas (1944), Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997, pp. 40-44.
- Cintio Vitier: “Martí futuro” (1964), Temas martianos. Primera serie (1969), La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, pp. 163-169.
- Cintio Vitier: “Patria, poesía y antimperialismo”, Anuario del Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2007, no. 29, pp. 9-14.
- Cintio Vitier: “Vallejo y Martí”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima, Perú, enero-junio de 1981, pp. 95-98.
- Cintio Vitier: “Vallejo mismo”, Poemas de mayo y junio (1988), Obras 10. Poesía 3, prólogo, compilación y notas de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2011, pp. 88-89.
- Cintio Vitier: “Notas en el centenario de Vallejo” (1992), Obras 1. Poética, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1997, pp. 273-281.
- Cintio Vitier: “El rostro de Vallejo” (1994), Cuaderno así (2000), Obras 10. Poesía 3, prólogo, compilación y notas de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2011, pp. 244-246.
- Gastón Baquero: “Vallejo en su V Centenario” (1992), Una señal menuda sobre el pecho del astro. Ensayos, selección y prólogo de Remigio Ricardo Pavón, Holguín, Ediciones La Luz, 2014, pp. 284-286.
- Alejo Carpentier: “La década del vanguardismo en América Latina y la obra poética de César Vallejo” (1966), La cultura en Cuba y en el mundo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2003, pp. 239-246.
- José Olivio Jiménez: “De José Martí a César Vallejo: anticipos y afinidades”, Poetas contemporáneos de España y América, Madrid, Editorial Verbum, 1998.