DEMOSTRACIÓN DE LA INFLUENCIA DE LA IDEOLOGÍA EN LA

LA SOCIEDAD, Y MEDIOS DE RECTIFICAR ESTE RAMO[1]

La naturaleza prescribe al hombre ciertos debe­res respecto de sí mismo, en los que conviene con todos sus semejantes: la sociedad le impone otros no menos sagrados, que dirigiéndose al bien común, le pertenecen particularmente según el puesto que ocu­pa en el sistema social. Todos deben aspirar a la ilus­tración de su entendimiento. Esto es un dictamen de la naturaleza. Los que se encargan de la enseñanza pública deben no excusar medio alguno de hacerse capaces de tan arduas funciones. He aquí un precepto de la sociedad.     Uno y otro me impelen a proporcionarme los conocimientos necesarios para indicar los pasos del espíritu humano y exponer las obras del Ser Supre­mo a una porción escogida de la juventud que asiste a mis lecciones públicas.

     Por tanto, en una época en que a esfuerzos de una mano protectora ofrece esta corporación los más abundantes frutos a la literatura, me he creído es­trechamente obligado acogerme a ella para recibir las rectificadas ideas que exige el ministerio que ejer­zo.

     Este es el motivo, Señores, que me trae a vues­tra sociedad. He juzgado siempre que el libro maestro de la Fi­losofía es el trato de los sabios, y que nuestros cono­cimientos adquieren la última perfección, cuando se comunican mutuamente en un cuerpo destinado a fomentarlos. Yo seré en lo sucesivo el órgano por donde lleguen vuestras ideas a la juventud que miráis con tanto aprecio. Nada más análogo al celo que os ani­ma, que proporcionaros un conducto tan inmediato para esparcir los verdaderos conocimientos filosóficos, y nada más honorífico para mí que ser yo este conducto de vuestras últimas instrucciones.

     La ju­ventud está bajo vuestra protección. Lo están los maestros, y así tengo un doble derecho para recla­mar en mi favor y en el de mis discípulos vuestras luces, siendo un deber respecto del público, lo que en orden a mí no es sino un efecto de vuestra bondad, que me inspira el más profundo reconocimiento.

     Doy pues a esta corporación, las más respetuosas gra­cias por el honor que me ha dispensado en admitir­me: y en cumplimiento del primero de sus mandatos pasaré a desenvolver el tema que su muy digno Di­rector se ha servido darme en estos términos.

     Influencia de la ideología en la sociedad y medios de perfeccionar este ramo.

     Reducir las ideas del hombre a su verdadero origen, indicando los pasos con que se fueron desen­volviendo las facultades intelectuales y morales, y la relación de los conocimientos adquiridos, es el obje­to de la ciencia que llamamos Ideología. De modo que lo que al principio no fue otra cosa que una su­cesión de sensaciones, con que los objetos exteriores obligaron al hombre a poner en uso la actividad de su espíritu, vino a formar un plan científico, que será tanto más exacto, cuanto más conforme a los decha­dos naturales que sirvieron a su formación.

     Es por tanto absolutamente necesario que ob­servemos al hombre y sus relaciones, para encon­trar los fundamentos de la Ideología: yo no me de­tendré en el pormenor del sistema ideológico, hablan­do a una corporación ilustrada que sin duda percibe estas cosas con la mayor exactitud. Reflexionaré únicamente sobre aquellos puntos que tienen una rela­ción estrecha con el objeto de mi discurso.

     En el hombre hay unas sensaciones que produ­cen el deseo de obtener sus objetos, o de separarlos. Estas sensaciones las llamamos necesidades. Un deseo permanente de ocurrir a dichas necesidades forma la pasión, y en consecuencia, el hombre se constituye un ser sensible y apasionado. Sus ideas le dieron uno y otro atributo, y todo el sistema del hombre moral depende inmediatamente del hombre ideal, si puedo valerme de esta expresión.

     Ya me parece que veo, Señores, que vuestro en­tendimiento exacto y diestro concluye el raciocinio que yo he empezado a formar. Sí, me parece que os oigo decir tácitamente, supuesto que el hombre mo­ral forma los elementos de la sociedad, y este ser sensible y apasionado es el producto del sistema ideo­lógico, la Ideología es la base del cuerpo social.

     Cultivemos, pues, un ramo del que ha de nacer el frondoso árbol de la felicidad pública. El hombre será menos vicioso cuando sea menos ignorante. Se hará más rectamente apasionado, cuando se haga más exacto pensador. ¡Qué abundantes reflexiones se deducen de este principio! ¿Cuál será el estado del hombre en la sociedad, en que no tenga una directa influencia el sistema de sus ideas? ¿Cuáles las ventajas que puede derivar el conjunto social de la rectificación de cada uno de los individuos?

     Si conducimos al hombre, por decirlo así, desde la cuna, con unos pasos fundados en la naturaleza enseñándole a combinar sus ideas y apreciarlas se­gún los grados de exactitud que ellas tengan, le ve­mos formar un plan científico el más luminoso, una prudencia práctica la más ventajosa a la sociedad; pero, sí por el contrario, le abandonamos en manos del pueblo ignorante y dejamos que sus ideas tomen el giro que el capricho ha querido prescribirles, entonces la preocupación será el fruto de su desarre­glo, la inexactitud el distintivo de sus pasos, la fiereza el impulso de sus operaciones. Le veremos adqui­rir un conjunto informe de ideas, que llamará cien­cias, pero su espíritu estará envuelto en tinieblas tanto más densas e incapaces de disiparse, cuanto menos pueda penetrar a lo interior de esta mansión lóbrega de abstracciones, vagos sistemas, inexactas nomenclaturas y conocimientos adocenados, la luz benéfica de la verdadera filosofía.

     No es la multitud de ideas la que constituye las ciencias; es, sí, el orden de ellas el que forma los sabios. Un magnífico edificio nunca pudo provenir de la aglomeración desarreglada de diversos mate­riales: así también es imposible que el orden armo­nioso de las ciencias sea el producto de infinitas no­ciones mal combinadas. Necesitamos que un exacto sistema ideológico ponga orden en nuestros conoci­mientos, clasificándolos según sus objetos: de lo con­trario las ciencias vendrán a ser unos grandes pa­sos que agobien nuestro espíritu.

     El recto juicio tan deseado de todos, tan intere­sante al bien público, tan necesario a cada uno de los estados del hombre social, no es sino un efecto del plan ideológico. ¿Queremos juzgar bien de las cosas y sus relaciones? No hay otro medio que anali­zarlas. ¿Queremos analizarlas rectamente? Observemos el orden con que la Naturaleza nos fue dando las ideas de estas mismas cosas y relaciones. ¿Queremos aprender a observar? Ejercitémonos en la Ideología, en esta ciencia que, dividiendo por decirlo así el espíritu del hombre, nos presenta en un cuadro el más bello, la armonía de sus conoci­mientos y la relación de sus facultades.      La Ideología, pues forma el buen juicio, y en consecuencia ella es la fuente abundante de los bie­nes de la sociedad.

     “Si en todas las ciencias, dice un sabio ideólogo, es preciso proceder ‘de lo conocido a lo desconocido’”, no hay duda que la Ideología es la base de todas las demás, porque “no conocemos los objetos exteriores sino por nuestras ideas”; pues “lo que está fuera de nosotros no se conoce, sino por lo que está dentro de nosotros”. Por tanto, para llegar “al conocimiento de los objetos es preciso aplicarse antes a conocer nues­tras mismas ideas, su origen y relación”.[2]

     Tú, don excelso de la palabra, que el cónsul filó­sofo te llama el distintivo de la especie humana, tú eres un retrato fiel de los pensamientos y participas de las mismas perfecciones o deformidades que en ellos se encuentran. El que piensa bien, habla bien. Jamás un co­rrecto lenguaje fue el compañero de unas ideas inexactas o confusas. Elocuencia, delicias de la sociedad, tú que tie­nes las llaves del corazón humano, que le das liber­tad, o le aprisionas según tus designios, tu imperio todo está fundado en la Ideología. Enseñas a los mortales, cuando se te suminis­tran ideas bien desenvueltas y ordenadas según los pasos del análisis. Deleitas cuando percibes las rela­ciones de los objetos con nuestra sensibilidad. Mue­ves cuando adviertes iguales relaciones con los inte­reses del hombre apasionado. Debías prestarme aho­ra todos tus giros y bellezas en favor de la Ideología. De la Ideología, que te ha despojado de aquel atavío de fórmulas y figuras con que te vistieron los que buscaron tu origen en el capricho de los hom­bres, y no en las sendas de la naturaleza. Yo reclamo estos derechos a tu protección en beneficio de tu misma causa. Pero me he excedido: ya oigo tus voces: ellas me advierten que cuando los objetos se presentan por sí mismos, conviene dejarlos aparecer bajo su natural sencillez. La Ideología es un resultado de las leyes naturales, y cuando la Naturaleza habla, el hombre debe escucharla en silencio.

     He dicho, Señores, bien poco de lo que podría exponerse acerca de la influencia de la Ideología en la sociedad, pero demasiado para hablar en una reu­nión de literatos, que por un mero bosquejo de una imagen científica, sabe formar ideas de sus últimos coloridos. Paso, pues, al análisis del segundo miem­bro del tema propuesto.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Discurso leído por el presbítero D. Félix Varela, catedrático de filosofía en el Seminario de San Carlos, en la primera junta de la Sociedad Patriótica de La Habana, a que asistió después de su admisión en dicho cuerpo. (20 de febrero de 1817). [Este es el discurso que algunos identifican con el título “Nuestro falso sistema de educación”. Perla Cartaya Cotta. (Nota modificada por el E. del sitio web)].

[2] Daube, Essai d’Ideologie, p. 13.