AMOR DE LOS AMERICANOS
A LA INDEPENDENCIA
Por un error funesto o por una malicia execrable suele suponerse que el amor a la independencia en los americanos proviene de su odio a los europeos, y no que este odio se excita por el mismo amor a la independencia y por los esfuerzos que suelen hacer los europeos para que no se consiga. Los americanos tienen por enemigos a los anti independientes, sean de la parte del mundo que fueren, y aprecian a todos los que propenden a su libertad, aunque fuesen hijos del mismo Hernán Cortés. ¿Qué influye el origen de los hombres, ni qué tenemos que recordar ahora la conducta de unos seres que envueltos en los siglos, ya solo existen en las páginas de la historia?
La conducta actual de muchos de los europeos es la verdadera causa del odio lamentable que se ha excitado entre los de uno y otro hemisferio. Fijen su suerte con la del país donde habitan y que acaso los ha hecho felices, no trabajen por verlo subyugado a un pueblo lejano de quien solo puede recibir mandarines y órdenes de pago o de remisión de caudales, observen una conducta franca, y todo está concluido, porque el odio no es a las personas sino a la causa que sostienen.
Los americanos nacen con el amor a la independencia. He aquí una verdad evidente. Aun los que por intereses personales se envilecen con una baja adulación al poder, en un momento de descuido abren el pecho y se lee: INDEPENDENCIA. ¿Y a qué hombres no le inspira la naturaleza este sentimiento? ¿Quién desea ver a su país dominado y sirviendo solo para las utilidades de otro pueblo? A nadie se oculta todo lo que puede ser la América, y lo poco que sería mientras la dominase una potencia europea, y principalmente la España. Los intereses se contrarían, y es un imposible que un gobierno europeo promueva el engrandecimiento de estos países cuando este sería el medio de que sacudiesen el yugo. La ilustración en ellos inspirará siempre temores a su amo, y aún el progreso de su riqueza si bien le halaga por estar a su disposición, no deja de inquietarle por lo que puede perder.
Unas regiones inmensas, ricas, ilustradas, y fuertes por sola su situación geográfica, dependientes de un país europeo que en su comparación es un palmo de tierra, pobre, ignorante, al contacto de naciones fuertes, sin el dominio de los mares ni esperanza de tenerlo; esta dependencia, digo, sería un fenómeno político el más extraordinario, y que sin duda no debía esperarse. En consecuencia, se han puesto, y se han debido poner según la política europea, aunque no según la razón justicia y humanidad, todos los medios para que los países de América no sean más que lo que conviene a su amo que sean; que la ilustración no vaya sino hasta donde baste para sacar a los pueblos del estado de salvajes, en el cual no serían útiles, ni halagaría el orgullo de sus dominadores, pero no basta un grado en que conozcan todo lo que valen, pues en tal caso se harían valer. Para conseguir este intento inhumano, se les ha procurado separar del contacto de las naciones extranjeras, bajo pretextos ridículos por mal forjados. Mas la ilustración, que siempre empieza por una pequeña llama, y concluye por un incendio que arrasa el soberbio edificio de la tiranía, ha conducido ya a los pueblos de América a un estado en que seguramente no quisieron verlo sus opresores. Tienen mucho que aprender, pero saben lo bastante para conocer lo que pueden prometerse a sí mismos y lo que puede prometerles un amo.
Queriendo ocultar su crueldad con el viso de conmiseración, han ocurrido siempre, y ocurren muchos (aún de los que quieren pasar por corifeos de libertad) al degradante efugio de sacar partido de los mismos vicios del gobierno español en América y fingen con hipocresía que se compadecen de la suerte que le cabrá, si se abandona a sí misma. Ellos pretenden protegerla, pero dominándola; enriquecerla, pero chupándola cuanto produzca, ilustrarla, pero privándola de todos los medios del saber. No está, dicen, en estado de ser libre. ¡Ah! ni lo estaría, crueles, mientras fuese vuestra; ella lo es, y esto creo que basta para que creáis que puede serlo; dejad de agitarla, y la veréis tranquila. Vuestras maquinaciones y ataques, si bastan para tenerla en vigilancia, nada disminuyen su decisión ni pueden impedir su gloriosa empresa. ¡Ah! deponed esa cruel piedad que os separa del rango de hombres libres a que queréis pertenecer y al que yo confieso que pertenecéis por otros títulos.
Un gobierno a millares de leguas, sin conocimiento algunos de estos países y sin amor a ellos, sino en cuanto le utilizan, rodeado de un enjambre de pretendientes, que solo aspiran a conseguir un permiso para robar y oprimir, permiso que consiguen sin más que el favor de una cortesana o el soborno de un palaciego; un gobierno débil para la defensa, y solo fuerte para la opresión de estos países que mira solo como una hacienda donde trabajan sus esclavos para proporcionar los medios de sostener sus hijos, que son los peninsulares; un gobierno que premia la sumisión con la injusticia y hace de la generosidad un título de envilecimiento; un gobierno que por ignorancia o por una política maquiavélica, lejos de promover la industria en estos países, propende a que haya en ellos un ocio inevitable, contentándose con que algunos trabajen para sacar plata con qué sostener un diluvio de holgazanes peninsulares con el título de empleados;[1] este gobierno, digo, cómo no ha de ser detestado por todo el que no se olvide que es americano? ¿No lo detestan los mismos peninsulares? ¿No lo abominan los españoles residentes en América? ¿Cuál de ellos habla siquiera una vez de gobiernos, sin hacer mil increpaciones contra el español? ¿Cómo quieren, pues, que los americanos se avengan a vivir bajo un gobierno que ellos mismos abominan y pintan del modo más ridículo?
Es preciso que los hombres no tratemos de engañarnos mutuamente, cuando el engaño es imposible y su pretensión es peligrosa. No son, no, tan brutos los americanos que crean que les hace un beneficio la mano que les da palos; los europeos residentes en América pueden resignarse a aguantarlos por el amor que conservan a su país, en cuyo obsequio creen que deben sacrificarse; pero los americanos nada tienen que les interese en España, y para el caso les es tan indiferente Madrid como Constantinopla. Si fuera posible cambiar las cosas, esto es, hacer de la América la metrópoli, y de España una colonia, es indudable que tendrían los peninsulares los mismos sentimientos que ahora tienen los americanos y que serían los primeros insurgentes, expresión que solo significa: hombre amante de su patria y enemigo de sus opresores. Metan la mano en su pecho, como suele decirse, y hablen después los europeos.
¿Quién podrá, pues, dudar de que la opinión general de los americanos está por su independencia? ¿En qué puede fundarse la descabellada, o más bien ridícula suposición, de que solo un corto número como dicen de criollos está por la independencia, y que el pueblo americano quiere ser esclavo? ¡Ah! Se funda en que como he dicho anteriormente, los ilustrados peninsulares creen, o fingen creer, que los americanos se hallan en el estado de salvajes; se fundan, sí, en una ignorancia que suponen, porque han puesto todos los medios para que exista, pero que por desgracia de ellos y fortuna nuestra ha desaparecido de la parte del pueblo influyente y va desapareciendo de la gran masa, condenada por sus opresores a vivir siempre esclava y conducida por sus hermanos a vivir libre y feliz. La decisión universal y constante de los pueblos de América es una prueba auténtica de su voluntad de separarse del gobierno español y la sangre derramada en mil batallas o en patíbulos que solo deshonran a los déspotas que los erigieron, ha encendido cada vez más el fuego del amor patrio, y el odio a la tiranía. Desgraciadamente han tenido sus desavenencias sobre el modo de ser libres, o mejor dicho sobre las personas a quienes se podía encargar el sagrado depósito de la libertad; pero en medio de estos disturbios, ¿se ha notado un solo momento en que los americanos quisiesen volver al yugo de España? A pesar de haber ganado el gobierno español (como es fácil en todos los países) algún corto número de personas, y de suponer que tenía un gran partido, para ver si de este modo podía formárselo; ¿qué ha logrado? Dar una prueba la más evidente de que ha gobernado, y pretende gobernar, contra la voluntad de los pueblos. Y el gobernar un pueblo contra su voluntad, ¿qué otro nombre tiene que el de tiranía? ¿y la mitad del Nuevo Mundo, deberá sufrir la tiranía de una manchita europea? Las hojas del proceso criminal de España están tendidas por las inmensas regiones de ese hemisferio, y tienen por juez al género humano. Ved, dicen los americanos al resto de los hombres, ved cuál existen en los más hermosos países del globo, después de una dominación de más de trescientos años; ved la opulencia de nuestros vecinos obtenida con menores medios y en menor tiempo, por la influencia de un gobierno libre; ved la obstinación de España en su errónea y cruel conducta, y no preguntéis su crimen, ni los motivos de nuestra separación.
El americano oye constantemente la imperiosa voz de la naturaleza que le dice: yo te he puesto en un suelo que te hostiga con sus riquezas y te asalta con sus frutos; un inmenso océano te separa de esa Europa, donde la tiranía ultrajándome, holla mis dones y aflige a los pueblos; no la temas: Sus esfuerzos son impotentes, recupera la libertad de que tú mismo te has despojado por una sumisión hija más de la timidez que de la necesidad; vive libre e independiente; y prepara un asilo a los libres de todos los países; ellos son tus hermanos.
Sí, no hay que dudarlo, esta es la voz de la naturaleza, porque es la de la razón y la justicia. Hombres generosos que preferís la libertad de los pueblos al bárbaro placer de dominarlos, abandonad esa mísera y horrenda mansión del despotismo donde sus satélites como tigres os devoran; dejad un suelo donde la virtud es un crimen y el talento una desgracia; venid, sí, venid cuanto antes a reuniros a vuestros hermanos de América; ellos solo están armados contra sus opresores, que son los vuestros.
Pero ¿cuánta es la temeridad de los que conociendo esta opinión americana y sus sólidos fundamentos, aún se atreven, no como quiera a contrariarla, sino a hacer inútiles esfuerzos para que continúe la desgracia de estos países? ¿No es su imprudencia la causa de sus males? ¿Podían esperar otra cosa? ¿Qué harían ellos con los americanos, si fuesen a su país a ayudar a esclavizarlos? Se ponderan las desgracias que han sufrido los europeos en las revoluciones de América, pero se ha callado siempre con estudio su verdadera causa. No se ha dicho que han producido tales desastres los mismos que los lamentan y que la táctica del gobierno español, aunque bien torpe en todo, no ha dejado de tener alguna delicadeza en poner en movimiento el resorte de la desconfianza entre naturales y europeos, para que estos cometan toda clase de imprudencia y aquéllos se entreguen a toda clase de venganza, que es el modo más seguro de detener una revolución, cuando no de impedirla, y el sacrificio de los hombres nada importa a la política si consigue su intento.
La prueba más clara de que el odio de los americanos no es a los europeos, sino a su conducta, es que Buenos Aires, de donde fueron echados casi todos al principio de la revolución, en el día es para ellos, no como quiera un asilo, sino una verdadera patria. Se desengañaron acerca del carácter e intenciones de los americanos; conocieron el lazo que les había tendido el mismo gobierno español; mudaron de conducta y viven como hermanos. Es cierto que en Colombia se ha visto el Congreso obligado a prohibir la entrada a los españoles, mas esta providencia ha sido arrancada por la temeridad con que algunos aún se atrevían a inquietar el país, y acaso más bien ha sido una medida prudente, para no tener que perseguir, que una real persecución. Al gobierno español ya no le quedan otras armas que las de la intriga, y es constante que las ha puesto en acción en Colombia más que en ningún otro de los países independientes. La fuerza vale allí poco, porque sobra con qué repelerla, y solo queda la intriga.
La revolución de México ha sido mucho más afortunada, porque ha sido la última, y es claro que según se avanza en tiempo, se disminuye en desgracias, porque se convencen los que la causan de la inutilidad de tales sacrificios. Muchos europeos hicieron al principio sus escaramuzas, más por rutina que por convicción, pero al fin ellos mismos protegen el actual gobierno (a excepción de algunos ilusos) y goza de aprecio en el país y se glorian de contribuir a su felicidad.
Convengamos, pues, en que el amor a la independencia es inextinguible en los americanos; que no procede de su odio a los europeos, sino que este odio es el resultado de una oposición al bien que se desea; que las desgracias son totalmente voluntarias en los que las sufren; que ellas serían nulas cuando lo fuese el temerario empeño de arrostrar contra la opinión general justa y comprobada; que las intrigas del gobierno español están bien conocidas, y que se aproxima el tiempo en que los europeos residentes en América conozcan que los americanos no son, como creen, sus enemigos, sino sus hermanos, y que aún los mismos ilusos que tienen la ingratitud de trabajar por la esclavitud del país que los ha enriquecido, se convencerán de que el odio que se les tiene, no es a sus personas, sino a su conducta.
El Habanero. Papel político, científico y literario. Redactado por Félix Varela, Filadelfia, 1824, t. I, no. 2.
Tomado de Félix Varela: “Amor de los americanos a la independencia”, Obras, compilación y notas de Eduardo Torres-Cuevas, Jorge Ibarra Cuesta y Mercedes García Rodríguez, introducción de Eduardo Torres-Cuevas, La Habana, Biblioteca de Clásicos Cubanos, Ediciones Imagen Contemporánea, 2001, vol. II (introducción de Eduardo Torres-Cuevas), pp. 186-191.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Por esta razón han opinado algunos que la España ha perdido con la adquisición de las Américas. Yo no admitiré esta opinión, ni creo que la admita la generalidad de los españoles, pero ella prueba hasta qué punto se ha abusado de la plata americana cuyo valor ha desaparecido para unos y otros.