EL ELOGIO DE MARTÍ[1]

Lo primero que cabe preguntarse es: ¿diría Martí esta frase[2] como tantos elogios que regaló un tanto generosamente o ella responde a un juicio verdaderamente meditado? En Martí es preciso distinguir el elogio hecho a personas de su amistad como Alfredo Torroella o José Joaquín Palma, en el que, arrastrado por la piedad o la simpatía, o por consideraciones patrióticas para él más importantes que las estéticas, se muestra acaso excesivo en el reconocimiento de los méritos, de aquellos otros elogios, ya no influidos por estas motivaciones, en los que enjuicia a figuras de reconocido mérito como Emerson o Walt Whitman. En estos últimos hace gala, por el contrario, de una especie de tumultuosa precisión, mezclando a sus dotes de retratista una agudeza crítica que acaso no ha sido desglosada de sus vastas recreaciones. Existe aún una tercera categoría de juicios, que son los que aparecen con tanta frecuencia en sus frases incidentales, en los que, sin tiempo para desarrollar su pensamiento, cada palabra está pesada y pensada con un máximo rigor. Cuando se trata de figuras históricas del pasado, en la que la gravitación de la persona no es ya directa, esos juicios equivalen a un retrato psicológico mínimo y contienen una crítica muy sintética sobre el alcance de su obra en el tiempo. Así  son las líneas que dedica a Lincoln, a Velázquez o a Cervantes; a este género, sin duda, pertenece también su juicio sobre Del Monte. Pasemos a analizarlo.

     ¿Por qué “el más real”? ¿Tuvo acaso Del Monte la clara posición independentista del primer Heredia, la abnegación patriótica de un Joaquín de Agüero? Es evidente que no. ¿Es que Martí juzgó entonces que el criterio “realista” era otro en aquel momento? Creemos que sí, y que ello está de acuerdo con su obsesión de evitar lo que llamó tantas veces el “sacrificio inútil”,[3] de acuerdo con su idea de que era preciso una preparación ideológica previa y una preparación material cuidadosa que asegurase el éxito de la contienda en la mayor brevedad posible. La falta de estas dos condiciones, ¿no frustró acaso los primeros empeños independentistas? “El más real” entonces. ¿Por qué “el más útil”? Porque si bien la figura de Del Monte careció del prestigio romántico de la de Heredia, es lo cierto que se aplicó a lo que era más urgente en aquel momento. Primero: la educación primaria del país. Segundo: señalar —como Darío “el camino de París”— el camino de la América a nuestra expresión, el camino de lo autóctono —¿no confesó después Martí que los cantos americanos de Heredia le habían inspirado la idea de la libertad?[4]— a la vez de dar a la novela la misión de sensibilizar a las capas más cultas o pudientes del país con el problema de la esclavitud y moralizar las costumbres. Tercero: Librar, con su apoyo decisivo a Saco, su campaña contra la anexión del país a los Estados Unidos. ¿Fue entonces la figura más atractiva? No, pero sí la más útil.

     No está de más subrayar aún otra palabra de su frase y es la palabra “cubano”. La cubanía Del Monte le ha sido negada, más por haber nacido en Venezuela, por el hecho de que él mismo se empeñase en aparecer públicamente como un español liberal, empleando en cartas y memoriales expresiones como “nuestro gobierno” o “nuestra amadísima Reina”, etc., pensando incluso en elegirse diputado por una provincia española. Azcárate lo defiende del nombre de “extranjero” que le da Bachiller, afirmando que jamás había conocido a nadie más “cubano” que Del Monte.[5] Y aclara que como hubiera sido utópico hasta la extravagancia dar a las aspiraciones cubanas formas democráticas y republicanas, aceptaba la monarquía constitucional de España, “persuadido que las injusticias y monopolios que se combatían y los derechos que se reclamaban podían combatirse y reclamarse de cualquiera de los dos partidos militantes, del progresista o del moderado, a ambos se extendía su propaganda”.[6] No llegó a confesar a Azcárate que había encontrado más liberalismo a veces en el moderado Bernardo de la Torre que el progresista Olózaga? De él podría decirse lo que Fernando Ortiz[7] dijo de Saco: sus ideas son siempre las mismas: solo cambian la posición. Aquel Del Monte juvenil que confesaba a Heredia que escribía el nombre de Cuba llorando, es el mismo que en sus últimos años en el destierro llamaba entre sus amigos íntimos a Cuba “la Virgen de mis amores”, el mismo que, a la hora de la muerte, en la que no se miente, pedía a Azcárate que le leyera los versos del “adiós a la juventud” de Quintana junto a la leyenda de Rodolfo y Clotilde del cubanísimo Milanés. Muy corto de vista hay que ser para confundir a Del Monte —de una cubanía tan matizada— con un español. Cubano lo nombró Martí, a despecho de su nacimiento y de sus propias declaraciones hechas para oídos españoles, a los cuales, sin embargo, nunca logró engañar.

     No queremos terminar el análisis de la famosa frase de Martí en elogio de Del Monte, sin detenernos aún en esa expresión con que él la concluye: “de su tiempo”. Siempre nos ha detenido ese “su” revelador. ¿Por qué “su tiempo”? Hay ahí como una distancia, como si nos dijese que “su tiempo” no es ya el mismo que el nuestro, como si Cuba no debiera ya buscar soluciones en Hispanoamérica, en Inglaterra, en los Estados Unidos ni en España —como pensaron los contemporáneos de Del Monte— sino solo en sí misma. Se ha observado que ya desde su primer escrito sobre El presidio político, Martí consideraba que pedir reformas a España era una verdadera necedad. Quizás si la lección más “útil” que sacó Martí de la vida de Del Monte fue la de haberle quitado los últimos escrúpulos acerca de la responsabilidad de desatar una guerra, haberlo convencido de que ya los cubanos habían agotado todas las vías que conducían a España, los medios racionales, inteligentes, pacíficos de hacerse oír, haber hecho evidente, a los que vinieron después, que el reformismo era ya imposible, que no quedaba ya más vía que la de la Revolución. Y Luz, que es el hombre que no participa ya de la antítesis reformismo-anexionismo, que ve en la esclavitud “nuestro verdadero pecado original”,[8] que le da una raíz desinteresada, no económica, sino ética a nuestro patriotismo, es para Martí alguien bien distinto, alguien que no se cierra con “su tiempo”, sino que va a “fundar” una obra que continuará después de su muerte. Y es por eso que es él, y no Del Monte, al que llama en su célebre elogio: “Él, el padre; él, el silencioso fundador…”[9] Todavía en la última década del siglo su retrato —decía Martí— podía verse en los hogares de los trabajadores más humildes de la emigración, en las salas pobres de los tabaqueros de Cayo Hueso,[10] cuya ayuda iba a ser decisiva para guerra libertadora. Fuerza es reconocerlo, mientras nos despedimos de este último retrato de Del Monte jugando, grave, al ajedrez, ante la mirada impasible de un político español:[11] la figura decisiva de nuestro diecinueve, para Martí, la más impulsadora, aquella que él y todos los cubanos veían con “cariño” de hijos,[12] no sería Del Monte sino José de la Luz.

Fina García Marruz

Tomado de Fina García Marruz: Estudios delmontinos, La Habana, Ediciones UNIÓN, 2008, pp. 37-41.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Decía Cintio Vitier que el elogio de Martí a Domingo del Monte era un “elogio impresionante si se considera que se trata de un contemporáneo de José Antonio Saco”. (CV: “[Domingo del Monte]”, Lo cubano en la poesía (1958), en Lo cubano en la poesía. Edición definitiva, prólogo de Abel Prieto, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998, p. 117).

[2] “[…] Del Monte, el más real y útil de los cubanos de su tiempo […]”. (JM: “Juan J. Peoli”, Patria, Nueva York, 22 de julio de 1893, no. 71, p. 2; OC, t. 5, p. 282).

[3] Véanse, al respecto, los artículos “El Partido Revolucionario Cubano” y “La primera Conferencia”, Patria, Nueva York, 3 de abril y 18 de junio de 1892, n. 4, p. 2 (OC, t. 1, p. 369) y no. 15, p. 3 (OC, t. 2, p. 31); y las cartas al general Máximo Gómez, New Orleans, 15 de julio de 1894, EJM, t. IV, p. 222; a Rodolfo Menéndez, [Nueva Orleans], 30 de mayo de 1894, EJM, t. IV, p. 171; a Francisco Borrero, Nueva York, septiembre 25 de 1894, EJM, t. IV, p. 270; al general Antonio Maceo, Nueva York, 13 de octubre [de 1894],  EJM, t. IV, p. 280; y a Juan Gualberto Gómez, 13 de noviembre de 1894, EJM, t. IV, p. 335.

[4] “Con orgullo y reverencia empiezo a hablar, desde este puesto que de buen grado hubiera cedido, por su dificultad excesiva, a quien, con más ambición que la mía y menos temor de su persona, hubiera querido tomarlo de mí, si no fuera por el mandato de la patria, que en este puesto nos manda estar hoy, y por el miedo de que el que acaso despertó en mi alma, como en la de los cubanos todos, la pasión inextinguible por la libertad, se levante en su silla de gloria, junto al sol que él cantó frente a frente,—y me tache de ingrato”. (JM: “Heredia”, discurso en Hardman Hall, Nueva York, 30 de noviembre de 1889; OC, t. 5, p. 165).

[5] Manuel I. Mesa Rodríguez: Apostillas en torno a una gran vida: Domingo Del Monte (discurso), La Habana, Imprenta El Siglo XX, pp. 62-63.

[6] Ibíd., p. 75.

[7] Fernando Ortiz Fernández (1881–1969).

[8] José de la Luz y Caballero: Aforismos, Obras, ensayo introductorio, compilación y notas de Alicia Conde Rodríguez, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 2001, 5 vol., vol. I, p. 72.

[9] JM: “José de la Luz”, Patria, Nueva York, noviembre 17 de 1894, no. 137, p. 2; OC, t. 5, p. 271.

[10] “[…] Se derramaban las almas, y en los corazones de los cubanos presidía, como preside su efigie la escuela y el hogar, aquel que supo echar semilla antes que ponerse a cortar hojas, aquel que habló para encender y predicó la panacea de la piedad, aquel maestro de ojos hondos que redujo a las formas de su tiempo, con sacrificio insigne y no bien entendido aún, la soberbia alma criolla que le ponía la mano a temblar a cada injuria patria, y le inundaba de fuego mal sujeto la pupila húmeda de ternura. ¡Yo no vi casa ni tribuna, en el Cayo ni en Tampa, sin el retrato de José de la Luz y Caballero…!” (JM: “La oración de Tampa y Cayo Hueso”, discurso en Hardman Hall, Nueva York, 17 de febrero de 1892, OC, t. 4, p. 303).

[11] En el capítulo “Tres imágenes de Del Monte”, la autora se refiere a los tres retratos que se conservan de él, que corresponden cada uno a tres etapas bien diferenciadas de su vida. En el caso particular del último está “hecho unos meses antes de su muerte. Es quizás el más revelador. En él aparece jugando al ajedrez con Nicolás Azcárate mientras contempla el juego Bernardo de la Torre —el segoviano que lo ampararía en su casa, pese a sus dispares posiciones políticas, cuando su destierro de Madrid. // Decimos que el retrato es significativo porque da una imagen inesperadamente verdadera de todo lo que tuvo su actitud política de cautela y de estrategia […] es ‘el político’, el hombre que prepara una estrategia de largo alcance situándose en el lugar más distante posible de las posiciones de tipo romántico o que supongan la inmolación personal. Sin embargo, se ve bien que ha sido vencido […]”. (Estudios delmontinos, ob. cit., pp. 29-30).

En aseveración de lo afirmado por Fina García Marruz, contrástese el retrato de Domingo del Monte con esta otra imagen de José de la Luz y Caballero, descrita magistralmente por Martí, en Patria: “‘¡Qué bueno está ese retrato de Don Pepe! Es de lo mejor que he visto’. Así dijo un hombre que amó a Don José de la Luz, que lo veía pasar por su casa todos los días, que lo vio muchas veces en su sillón, con el suelo alrededor lleno de libros, que alguna vez lo vio erguirse, apretar el brazo de la silla y echar fuego de aquellos mansos ojos,—cuando, como una joya, le enseñó Patria el retrato excelente que le acaba de mandar de regalo el fotógrafo de Tampa, J. M. Izaguirre. ¡Qué ojos tan firmes, y tan escrutadores! ¡Qué boca de mando! ¡Qué frente, juvenil todavía por el arranque mismo de las canas! Les vio la conciencia hasta que se la abrasó. Ya andan nulos desde él. ¡Él fue el vencedor!” (“En casa”, Patria, Nueva York, 25 de junio de 1892, no. 16, p. 4; OC, t. 5, pp. 379-380).

[12] JM: “Rafael María de Mendive”, El Porvenir, Nueva York, 1º de julio de 1891, EJM, t. II, p. 298.