EN HONOR DE VALDÉS DOMÍNGUEZ[1]

Desde que los cubanos y puertorriqueños residentes en esta ciudad tuvieron noticia de la llegada del Dr. Fermín Valdés Domínguez, el cubano enérgico, noble y valeroso que supo marcar la frente de los asesinos, vindicar la memoria de las inocentes víctimas del 27 de noviembre de 1871, y levantarles augusto monumento[2] como acusación perenne de los criminales y lección constante para la sociedad en cuyo seno se cometió el horrendo crimen, concibieron el propósito y el ardiente deseo de darle muestra pública de la estimación y cariño que les inspiraba quien supo sin miedo, y en difíciles circunstancias, honrar el nombre cubano, así como presentarle testimonio justo del entusiasmo y admiración que en todos los corazones amantes de la patria despiertan siempre los actos honrosos que van unidos a su nombre ilustre, a su nombre que es como símbolo de valor, de honra y de decoro para todo buen cubano.

     Recogiendo este deseo popular tan en armonía con la justicia, se reunieron varios hijos de las Antillas opresas y organizaron la hermosa fiesta que tuvo efecto en la noche del 24 del corriente en el espléndido salón Jaeger’s, uno de los más bellos espacios de esta ciudad.

     La noche era intensamente fría, la más fría que ha habido este invierno. Se necesitaba un propósito tan meritorio como el que allí nos congregaba para aventurarse a la inclemencia del viento que cortaba como afilada hoja de acero; pero los corazones henchidos de patriotismo y amor encontraron calor bastante, y a las nueve de la noche ya estaba el gran salón radiante de luz, lleno de una concurrencia representativa de nuestra colonia.

     Nada faltaba allí, ni el patriarca venerable que ocupó con honra la primer magistratura de nuestra república en los días de gloria, ni la matrona altiva que enterró el amado esposo en el campo libre, y abandonando su hogar cómodo se vino al extranjero a luchar por la existencia y levantar hijos que honran su nombre y el de Cuba, ni la hermana digna del más bravo de nuestros héroes que murió con el nombre de la patria en los labios, ni jóvenes bellas y elegantes que no han dejado de ser buenas cubanas porque hayan permanecido largos años en el destierro, ni médicos famosos, ni abogados distinguidos, ni ingenieros notables, ni artistas afamados, ni artesanos laboriosos y cultos, ni estudiantes meritorios, ni escritores eminentes, ni propietarios acomodados, ni comerciantes prósperos, ni jefes ilustres de nuestra guerra de diez años. ¡Nadie faltaba allí!

     Un aplauso anunció que subía a la plataforma el expresidente Estrada Palma, llevando a su derecha al huésped de la noche, seguido de los miembros del comité organizador Dr. Ramón L. Miranda y señores Gregorio de Quesada, José Pérez del Castillo, José Martí, Rafael de Castro Palomino, Sotero Figueroa, Juan Fraga, Gonzalo de Quesada y Benjamín J. Guerra.

     Ocupó la tribuna nuestro expresidente Estrada Palma, y con breves y elocuentes frases expuso el objeto de la reunión y presentó a grandes rasgos al Sr. Valdés Domínguez.[3]

     Siempre que el señor Estrada Palma dirige a nuestro pueblo su voz autorizada, es escuchado con atención profunda y recogimiento casi religioso: cada frase que brota de los labios de este ungido de nuestra gloria, es recogida por los nuestros como el verbo santo de nuestra redención; tal parece que el cielo ha querido dejarnos vivo y vibrante, a pesar de sus años, este monumento de nuestro decoro, este ejemplo inmaculado de nuestra honra, para animarnos en la lucha, para sostenernos en la senda trazada por el más sagrado de los deberes. Cuando él habla, parece que escuchamos el eco de todos nuestros próceres, y como que flotan a nuestro alrededor las sombras de los héroes que lucharon y murieron por darnos patria libre, y que por su boca evangélica nos dicen: “Luchamos y caímos, pero no rendimos la bandera: a vosotros toca defenderla y sostenerla. Continuad nuestra obra gloriosa; cumplid vuestro deber, como nosotros cumplimos el nuestro!”

     Después que concluyó entre aplausos el venerable anciano la presentación del héroe de la fiesta, se adelantó entre aclamaciones de simpatía el ídolo de nuestro pueblo, el cubano que dedica su vida entera a la redención de su patria, y lo sacrifica todo en aras del deber de dar honra y libertad a Cuba: José Martí.

     Habíamos escuchado la voz evangélica del pasado; íbamos a oír la voz apostólica, la voz profética del porvenir.

     Visiblemente conmovido empezó el señor Martí a cumplir el encargo de presentar al señor Valdés Domínguez el testimonio de cariño y admiración de sus compatriotas. Nunca hemos oído al señor Martí tan elocuente: su oración fue un verdadero poema de ternura; su palabra no tronaba como otras veces en arranque de patriótica indignación, semejante a huracán desencadenado entre elevados montes; no, esta vez murmuraba como manso río que corre fácil por entre praderas de flores. Pocas veces hemos oído nada más bello. Este coloso de la palabra tenía que contener el torrente de su oratoria que brotaba abundante: hablaba de su amigo más querido, de su hermano de infancia, de su compañero de trabajos y martirios, y no quería decir todo lo que su fantasía, su ternura, su amor por él le dictaban: mucho tuvo que callar el orador, pero en su bellísimo discurso nos mostró a Fermín Valdés Domínguez tal cual es: valiente, noble, generoso; abriendo su casa y su corazón a los que padecen; dedicando su vida entera a la obra meritoria de vindicar, ante todo y contra todo, las inocentes víctimas, y aún más que a ellas, la honra de la sociedad cubana.

     Y llegó el momento esperado con ansiedad por público. Trémulo de emoción, llenos de lágrimas los ojos expresivos, se adelantó hacia la tribuna el Sr. Valdés Domínguez y fue recibido por la concurrencia con la ovación más entusiasta que jamás hemos presenciado: a un aplauso nutrido seguía otro atronador, a una aclamación, otra, a un arranque de entusiasmo, otro de delirio. Largo rato tuvo que estar el simpático y noble huésped de pie en la tribuna sin poder dar principio a su discurso, esperando que el público terminara la manifestación de cariño y simpatía más espontánea y fervorosa que pueda imaginarse.

     Calmado al fin el entusiasmo de la concurrencia, empezó el Sr. Valdés Domínguez su bello discurso de gracias, que era interrumpido a cada frase por ruidosos aplausos. La oratoria del señor Valdés Domínguez está en armonía perfecta con su carácter franco y noble; habla con el alma, la palabra brota de los labios a la par que brotan lágrimas de los ojos; el párrafo resulta espontáneo, hermoso; la acción digna, elegante, suelta, acompaña armónicamente a la frase impulsiva, sincera, latente y agresiva. Oyéndole, parece que se lee en su libro abierto y gran corazón, todo verdad, todo nobleza, y hay que exclamar con Buffon: “¡El estilo es el hombre!” Juzguen nuestros lectores por su inspirado discurso, que aparece en otra columna, de las importantes declaraciones que contiene; pero no podrán juzgar, si no lo presenciaron, el indescriptible entusiasmo que despertó en su auditorio, que siguió aclamándole una y cien veces después de haber ocupado su asiento.

     Cerrada la sesión, y puesta de pie la concurrencia, siguió otra demostración de cariño, si no tan ruidosa como la que hemos tratado de describir, no menos sincera y ferviente, y no menos hermosa. Nadie quería abandonar el salón sin haber estrechado la mano franca del valiente vindicador de la inocencia, o sin haberle estrechado entre sus brazos, y por más de una hora estuvo de mano en mano y de abrazo en abrazo quien hace tiempo estaba en todos los corazones.

     Espectáculo como el de la noche del 24 de febrero no se borra con facilidad de la memoria, y Patria, al tomar nota de acontecimiento memorable, felicita de corazón al huésped querido, al irrevocable cubano, que siempre estuvo, y ha de estar, en su puesto.

     Honor a quien honor merece.

Salón Jaeger’s, Nueva York, 24 de febrero de 1894.

Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, p. 2.

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Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Se desconoce el autor de este artículo. Nos inclinamos a pensar que pudiera ser de la autoría de Gonzalo de Quesada o de Sotero Figueroa, dado que estaban presentes en el acto y eran, además, sistemáticos colaboradores de Patria.

[2] Se refiere al Mausoleo de los Estudiantes, en el Cementerio de Colón. El monumento es una obra de marcado estilo neoclásico, hecho con mármol de Carrara y concebido por el escultor cubano José Vilalta de Saavedra. Fue erigido por colecta popular a un costo de 30 000 pesos y quedó concluido en marzo de 1890. Fue bendecido el 27 de noviembre de ese año. Nunca se inauguró de manera “oficial”, pues el gobierno español de la Isla veía con recelo la pasional reacción popular que el hecho comenzaba a cobrar.

[3] Véase el discurso de Tomás Estrada Palma pronunciado en el Salón Jaeger’s, Nueva York, 24 de febrero de 1894, publicado Patria, Nueva York, el 2 de marzo de 1894, no. 101, p. 2.