PALABRAS PRONUNCIADAS EL 27 DE FEBRERO DE 1999 POR
EUSEBIO LEAL SPENGLER, HISTORIADOR DE LA CIUDAD DE LA
HABANA, EN EL ACTO POR EL 125 ANIVERSARIO DE LA CAÍDA DE
CARLOS MANUEL DE CÉSPEDES EN SAN LORENZO
Queridos compañeros de la dirección del Partido y Gobierno en la provincia de Santiago de Cuba y también en nuestro municipio.
Queridos jóvenes que han venido en peregrinación hasta este lugar en un día tan representativo y simbólico como hoy:
Muy particularmente me dirijo a los niños de las escuelas aquí reunidas, así como a los trabajadores y vecinos de San Lorenzo que, como recordaba Rafael [Acosta de Arriba], tienen la privilegiada posibilidad de habitar en este pedazo de la tierra de Cuba. Hasta aquí hemos llegado luego de un recorrido que, a lo largo de toda la noche, fue haciéndose cada vez más una peregrinación en la medida en que íbamos acercándonos a los lugares más intensos del recuerdo y de la historia de nuestra patria, fundamentalmente del Oriente cubano.
Tras atravesar el río que originalmente fue su —ya distante— frontera, comenzaban a avizorarse los nombres de cada comarca y, al conjuro de los sucesos acaecidos en ellas, recordábamos fuertemente cómo aquí, hace ya tantos años, se encendió la llama redentora que anidaba en los corazones de muchos cubanos a lo largo de toda la Isla. Prendió en estas tierras de Oriente, al pie de la alta Sierra Maestra, que ha marcado el destino como columna vertebral de la resistencia y del espíritu de la nación… Tierras desde donde se contempla el Golfo de Guacanayabo, cerca, muy cerca, de la patricia ciudad de Bayamo —que fue la cuna de Céspedes— y del lugar donde este pronunciara, el 10 de octubre, el grito de La Demajagua, hecho que transformaría la historia de Cuba.
Habituados a hacer análisis desde el silencio de las alcobas, algunos alfeñiques que jamás sintieron el roce del cuero de la montura de un caballo, ni supieron nunca de la sed, ni vivieron el infortunio de la mujer, el niño y el anciano en aquella guerra tremenda que el pueblo cubano libró contra un poder despótico y poderoso, han llegado a pensar que Céspedes fue un hombre de ideas prudentes y que en su Manifiesto —hoy evocado— hay rasgos de contenida pasión revolucionaria. Pero no hay nada menos cierto.
El Manifiesto es el llamamiento más radical que podía haberse pronunciado aquel día, y fue al mismo tiempo convalidado por la acción de Céspedes y sus compañeros, quienes —al tomar las armas y renunciar a las riquezas que el trabajo, el azar o la fortuna de sus predecesores les habían legado— se convirtieron en soldados, poniéndose al margen de las leyes del poder y desafiándolo. Ese es el verdadero significado del llamado lanzado por Céspedes, el 10 de octubre de 1868, en su ingenio de La Demajagua.
Orgullosos todos, podemos imaginar desde aquí las minas de ese ingenio, demolidas luego por el fuego de una nave militar española; el poderoso jagüey que se levantó alzando en vilo la rueda dentada y el ánima de esa rueda, para convertir ese rincón en el más bello monumento, donde al acto de valor se unió la obra de la naturaleza. Pero ahora nos hallamos aquí, en San Lorenzo, sobrecogidos por el acto que hemos celebrado. No hay palabras, no habrá conclusión. Estas que yo pronuncie no serán otra cosa que la profunda contrición que sentimos los que a una edad ya más avanzada que la que él tuvo en la hora de su muerte, no hemos siquiera podido imitar sus grandes virtudes.
Hemos subido a esta escalinata de lo que fue una vez agreste pedregal; hemos sentido el Himno de Bayamo y recordado las palabras de su autor, paradigma de lealtad a Céspedes: “Yo acompañaré a Carlos Manuel a la gloria o al cadalso”, dijo Pedro Figueredo, y lo cumplió. Tenemos ante nosotros la imagen de su hija Candelaria, vistiendo los colores patrios, ingresando como prefiguración de la bandera nacional en la conquistada plaza de Bayamo.
Pero tenemos, ante todo, la visión de ese calvario, de ese Gólgota, de ese monte del sufrimiento y la dignidad, de ese hombre que supo —tal y como está escrito en un hito de los escalones— inmolarse en el altar de la patria dentro de la ley que había acatado en Guáimaro. Al respetarla, sabía Céspedes que esa ley temprana, anticipado sueño del ideario democrático cubano, privaría quizás a la Revolución de la importancia de ser ella misma la fuente del derecho que debía ejercitarse día a día y hora a hora de acuerdo a las circunstancias, en la medida en que se dilataba el triunfo y los sacrificios eran —y tenían que ser— mayores.
El enemigo fue implacable, se aferró a esta tierra con garras, y el pueblo cubano levantado en armas debió escribir páginas que aún no han sido cantadas por la poesía, por el teatro, por el cine, por la literatura… Viven, sin embargo, en el alma profunda de cada hombre de buena ley, de cada mujer de buena estirpe, de cada cubano bien nacido.
Las glorias de la patria no pueden ser nunca olvidadas, pues son —como decían las trovadoras de voz preciosa— los actos de fe que no vacilan en encender a ese altar todo lo necesario para salvarla del infortunio mayor que sería perder la independencia, la soberanía y todo cuanto de dignidad ha tenido la única Revolución que ha existido en Cuba: la que se inició el 10 de octubre en La Demajagua, la que siguió en brazos de Martí después del 24 de febrero, la rescatada con el asalto al cuartel Moncada, y la continuada ahora cuando hemos recorrido esta mañana los panteones de los compañeros del Tercer Frente, reunidos con mano amorosa por el Comandante de la Revolución Juan Almeida[1] en este lugar que es para ellos el más amado, el más entrañable.
Es por eso que, al reunirnos hoy, tenemos que recordar que no venimos a una fiesta ni a una romería; venimos en uno de esos días en que también es necesario inclinar la frente y meditar; subir cada uno de estos escalones leyendo el pensamiento de aquel supremo redactor de leyes, de leyes morales, de aquel estadista que alguien dijo “sin Estado”, mas supo defender palmo a palmo el territorio de la República que había jurado defender apoyado en la virtud, en la entrega y en la generosidad de los que tuviesen el valor de seguirle. Es para nosotros, repito, día de íntima reconciliación entre nuestra propia vida y el pensamiento conductor de la epopeya.
A cada momento, los ojos se fugan a la montaña que ha de permanecer, por los siglos, imperturbable. Cuiden el conservador y los historiadores que no prodigue construcción alguna en ese monte, para que jamás palidezca lo que por última vez vieran aquellas pupilas, para que perduren esos búcaros que guardan la tumba perdida de Rafael Morales y González,[2] el joven redactor, el apasionado redactor de La estrella solitaria, con su rostro destrozado después de herida terrible, o aquella otra que guardara en rincón oscuro la vida de Francisco Aguilera, el calesero y asistente del General y Vicepresidente de la República, a cuyos honores envía Céspedes ayudantes y escribe páginas para recordarle.
Enterrados también cerca, están los Maceo Osorio,[3] adversarios de Céspedes quizás en un momento al diferir en la interpretación de los códigos de cómo hacer la Revolución, pero que dieron a ella su sangre para que, de esa sombra, de esas luces, de esos necesarios extravíos y aciertos de los cuales no se libra ningún hombre mortal, surgiese una doctrina, una idea, un sentimiento patrio, en fin, una nación. Pues era una nación lo que se estaba creando, lo que estaba surgiendo en aquella secular artesa que Céspedes recuerda en San Miguel del Rompe, una nación sometida a un despotismo de tres siglos.
Nos acercamos a Céspedes recordando su capacidad de renunciación. Siendo hombre de vasta cultura, habiendo nacido en una cuna de relativa riqueza, renuncia a ella y se hace pobre entre los pobres.[4] Sus propios versos, hoy recordados con tan bello timbre de voz por el declamador, nos indican cuál era su más íntima y profunda convicción: que su casa, su mesa, su mano… fueran reparo de los pobres, de los desheredados, de los que buscaban techo y pan en un país donde se confundían —en una sola esclavitud real— la esclavitud de los africanos y la esclavitud política y moral de los hombres. Junto a los hombres que no se resignaban a ella, Céspedes soñó con romper el eslabón de esa cadena.
Sus viajes por el mundo, su recorrido por Europa, su dominio de varios idiomas, su vasta ilustración le hicieron ver todo, absolutamente todo, desde el rumor del viento en la copa de los árboles hasta el canto del pájaro como parte de un sueño, como parte de un íntimo poema, en el cual la nación se levanta y surge ante sus ojos con la esbeltez de esas palmas reales.
Céspedes es la piedra angular, la figura esencial en esta historia; es como esa piedra que se coloca en el centro del arco y que determina su fuerza. Él es el principio; de ahí los pensamientos que Fidel le dedicara con tanta certeza, profundidad y devoción aquel histórico 10 de octubre de 1968, poniendo en su lugar tantas cosas que al parecer algunos habían olvidado.
Veneramos a un Céspedes varón, no ajeno a las tentaciones del mundo; un Céspedes al que no representamos como un santo, sino como un hombre de pasiones; un Céspedes que es capaz de amar hasta el último instante de su vida, no me pregunten en cuáles dimensiones del amor, porque la primera, la más importante, es la que le lleva aquí, en San Lorenzo, con una cartilla rústica a enseñar a leer y escribir a niños y ancianos.
Céspedes es capaz de abstraerse, tal y como recordó Rafael Acosta, en la meditación del juego, pendiente de esos movimientos que sabe perfectamente no son fáciles: ¿cuál será la última jugada…? Yo diría que la última jugada es la de hoy, cuando 125 años después de su muerte estamos aquí, cuando no nos importa ni queremos saber el nombre del delator, cuando son una masa oscura los que desembarcaron por la costa y subieron al firme de la sierra para buscarle aquí ese día.
Rodeado de los últimos afectos, con el sabor en los labios de la última taza de café tomada en el bohío de algún sencillo campesino, recordando a los pocos fieles que acompañan a los grandes redentores, vestido con lo mejor que pudo hallar en su guardarropa, siente en la casa amiga la presunción de hallarse solo (su hijo y sus compañeros habían bajado a un lugar próximo y desde allí pudieron escuchar el fuego de los disparos).
Entonces, en vez de tomar el camino de la cuesta, decide subir al monte; sube al monte del cual no hay salida, pendiente su juramento sobre su propia palabra: “muerto podrán tomarme, pero vivo, nunca”. Y allá, en lo alto del risco, donde ahora está su busto, por manos amorosas colocado y ennoblecido, se derrumba por el barranco después de haber cumplido su terrible juramento. Sus compañeros solamente pueden hallar los rastros del cuerpo, que fue arrastrado por la tierra, entre las piedras, dejando jirones de su cabello y de sus ropas… Finalmente, allá en Santiago de Cuba, el informante, el amigo, le escribe lo sucedido a su esposa,[5] a la joven viuda, a la madre de los niños Carlos Manuel y Gloria de los Dolores (en un nombre se perpetuaba su nombre, y en el otro, su propio destino: gloria y dolor). Allá, en Santiago de Cuba, es expuesto, y Leónidas Raquín —nombre simulado de aquel fiel amigo y confidente[6] — describe que sus ojos estaban grandes y abiertos, y así mismo lo describe Alba de Céspedes,[7] su nieta, en el bello discurso del 10 de octubre, cuando evoca que esos ojos abiertos eran también como los ojos del Che.[8]
Hoy quisiera que estas palabras mías trasciendan el monte, y que el viento las lleve a la modesta y sencilla casa llena de libros, donde los ojos claros, ya sin luz, de la gran historiadora cespediana Hortensia Pichardo, guardiana de la obra de su esposo Fernando Portuondo,[10] están pendientes de lo que digamos aquí, porque ella siempre quisiera que los cubanos todos tuviesen presente que él, Céspedes, es verdaderamente nuestro padre.
A ti, padre, te recordamos ahora, cuando ya toda palabra resulta innecesaria; volvemos a mirar tu monte y tu calvario de treinta y cinco días; sabemos que tu apego a la ley te hizo desechar el camino fácil del exilio, pues tenías la íntima convicción de que la pequeñez de los hombres no ayudaría siquiera a que pasases al vulgar anonimato.
Rompiendo quizás la página más gloriosa de la historia, los que bajaron desde la montaña y ascendían desde el mar por secreto camino, no sabían que traían en las manos, no las armas homicidas, sino la corona de laurel para colocarla en tu frente. Y ahora, que el sol se nubla por un momento, brevemente, como para comprender tu duelo, te decimos, padre, que no nos hemos reunido para cantar tu muerte, sino para celebrar tu vida. Nos hemos reunido para decirte que tu patria vive y que defendemos la soberanía que perturbó tus últimos sueños, hasta nuestro último aliento, y que tu ejército, tu pueblo, tus niños, tu gente sencilla de San Lorenzo está hoy aquí contigo, representando a todo el pueblo cubano.
Muchas gracias.
Tomado de Opus Habana, Oficina del Historiador de La Habana, 1999, no. 9, pp. 56-62.
Otro texto relacionado:
- Rafael Acosta de Arriba: “En San Lorenzo están las claves” (2014), Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. antológico, 5 época, año 112, La Habana, 2021, t. II, pp. 314-322.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Juan Almeida Bosque (1927-2009).
[2] Rafael Morales y González; Moralitos (1848-1872).
[3]Mayor general Francisco Maceo Osorio (1828-1873).
[4] “[…] El siglo XIX, el nuestro, fue creador desde su pobreza. Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron pobres. Claro que hubo hombres ricos en el siglo XIX, que participaron del proceso ascensional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por morirse en el destierro, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial, a perderse en el bosque, a lo errante, a la lejanía, a comenzar de nuevo en una forma primigenia y desnuda. Sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido, donde la certeza consejera se extinguió, donde el hallazgo de una luz o de una vacilante intuición se paga con la muerte y la desolación primera. Ser más pobre es estar más rodeado por el milagro, es precisar el animismo de cada forma; es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas. Las inmensas lentitudes de la extensión, que se hace creadora por la ley del árbol, son sorprendidas por el estilo de la pobreza, en una fulguración, donde la realidad y la imagen están perennemente a la altura de la mirada del hombre pobre. La suerte que se echa sobre los pobres, vista por quien más tenía para ver, gana de antemano el número sagrado y la batalla con la tumultuosa prole plutónica”. [José Lezama Lima: “A partir de la poesía” (1960), La cantidad hechizada (1970), La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2014 (edic. digital), p. 60].
[5] Ana de Quesada y Loynaz (1843-1910).
[6] Federico Pérez Carbó (1855-1950).
[7] Alba de Céspedes y Bertini (1911-1997).
[8] Ernesto Guevara de la Serna; Che (1928-1967).
[9] Hortensia Pichardo Viñals (1904-2001).
[10] Fernando Portuondo del Prado (1903-1975).