LA MUJER CUBANA
MARÍA MACEO
De todas las virtudes, y de la abnegación sublime que entrega la vida sonriendo por el deber cumplido, dio prueba hermosísima la mujer cubana cuando la magna epopeya de una década en la isla bella e infortunada.
En la quietud de la paz al abrigo indolente de la riqueza que había proscrito de la delicada mano femenil la más ligera labor doméstica, y apenas le permitía tocar un teclado de piano, o la novela sencilla, o el misal cubierto de nácar, y —rara vez— la pluma de marfil de escribir amores: en aquella existencia tranquila y feliz solo era dado a la mujer la prueba deliciosa de su ternura y de su fidelidad incomparable.
Fue una vida de agitación, de peligros y penalidades y heroicos sacrificios la que levantó de sublime grandeza un altar a la mujer cubana.
La Revolución pasaba como antorchas encendidas y con la humareda de los combates. Los hombres juraban el honor o la muerte: el niño, por empuñar su fusil, se iba del hogar; el padre desamparaba su familia para darle su brazo a la patria; a su novia le daba el amante el triste adiós y se marchaba entre los rifleros de la libertad. Intranquila y apenada, en la ciudad donde aún se alzaba la bandera odiosa, y donde luego veía venir entre el vocerío insultante de las turbas y el cuadro de bayonetas, camino del patíbulo, a un hermano, aquella mujer afligida puso en su corazón todo el valor abnegado de las antiguas espartanas y con la misma alma resuelta y generosa, que antes la llevó una mañana espléndida, en el coche de novia, a una quinta feliz, se fue ahora a pie por el monte desconocido, buscando, por guía única, el estruendo pavoroso de las batallas.
Es en el Camagüey, la gentil y hermosa Amalia Simoni de Agramonte, cuando del blanco vestido nupcial y del quitrín de lujo, se fue al peligro y sufrimiento de la guerra, al lado de su esposo amantísimo, y luego, viuda dolorosa, a la soledad de la expatriación, andando por el Norte helado con la escasez por compañera y sus hijitos huérfanos, con el luto que no se le separará jamás del corazón, y alguna lágrima que aún asoma luego por sus serenos ojos.
Es en las Villas, aquella encantadora niña Martínez cuando ve en el rancho solitario a su padre y a su hermano asesinados por la tropa española, y en un instante de sublime locura, toma un arma y lucha con desesperación hasta morir cruelmente amacheteada.
Es en Oriente, María Cabrales de Maceo, dejando su casa cómoda y la seguridad y cariño de la familia por la incertidumbre y riesgo de la guerra, por la grandeza de ofrendar sus esfuerzos a la patria, por la lealtad de seguir, hasta el campo ensangrentado, a su esposo libertador. María Maceo es honroso modelo de la mujer cubana. Ella apareció en el campamento entre los vítores de aquellos valientes orientales que le conocían desde niña las virtudes, aún más admiradas en ella que su irreprochable hermosura. Iba por la montaña agreste y penosa con sus compañeras: ninguna era más ágil para subir a la cumbre, ni más solícita en cuidar a un enfermo. Solo Mariana Grajales, de quien gloriosamente puede decirse —como de Cornelia, “la Madre de los Gracos”—que ella fue “la Madre de los Maceo”; solo aquella heroína se presenta con carácter distinto y majestuoso en la grandiosa epopeya. Porque ella aprendió de Esparta a decir a sus hijos: “Ya está curada tu herida; vuelve a las filas a cumplir tu deber!”; y al más niño, que le quedaba en la casa, mientras sus hermanos morían con heroísmo: “Y tú, empínate, que ya es tiempo de que pelees por tu patria”. Esa fue Mariana Grajales, la veneranda “Madre de los Maceo”.
En María, la ejemplar esposa, la compañera de Antonio Maceo, tal vez no hubo esos épicos rasgos de alma varonil; pero no es menor su heroísmo y la alteza de su abnegación. Ella vio sin una queja, con más amor aún para la Causa de la libertad, acribillado a su esposo por las balas enemigas, y del retiro seguro del monte bajó al sitio donde era más terrible la persecución para vendar las heridas del caudillo egregio. Al pie de la camilla ensangrentada, entre aquella decena de hombres con que José Maceo resistía, tiro a tiro, a la columna española ávida de apresar al General herido, iba María Maceo, sin ocultarse a las descargas enemigas. Ella fue quien al ver, llegando al sitio del peligro, al jefe del regimiento “Santiago”, José María Rodríguez, lo llamó a “salvar al General, o a morir con él”. Y el General se salvó de la encarnizada persecución, y de sus heridas, y de las manos de María llevaba la última cura cuando guió otra vez aquella heroica infantería de Oriente a las victorias de Nuevo Mundo y La Llanada.
Cuando el hado adverso impuso una tregua a la guerra y se apagó con Baraguá la última energía revolucionaria, al lado del gran patriota cubano estuvo María, su devota compañera, agitando en el corazón de los emigrados el ideal de la libertad, clamando con el prestigio de su nombre y su ejemplo nobilísimo al patriotismo de los cubanos. Ella fundó clubs y allegó recursos que sirvieron a la patria. ¡Cuántas veces María Maceo, de pie junto a la bandera de Cuba, parecía ella misma la personificación austera y generosa, con todos sus dolores y toda la sublime grandeza, de nuestro ideal redentor!
Yo la he visto en Costa Rica. Va a cada hogar cubano, y son para ella los honores y el corazón. Y las señoras y las niñas se agrupan en torno suyo, y ahorran para poner en sus manos el dinero que sirve a la guerra que privará a María de su esposo y a ellas de sus hijos y hermanos. Un día iba por la América el infatigable trabajador de la Patria: llegó a Costa Rica y María le dijo: “Martí, yo quiero ayudarlo: Cuba tendrá un club de cubanas en Costa Rica”. Y reunió a sus amigas, y desde entonces tiene el Partido Revolucionario una agrupación más. Las cubanas de Costa Rica hallaron un nombre feliz para su unión generosa: el club se llamó “Hermanas de María Maceo”.
Porque en ella se ve una hermana, un ejemplo, un símbolo. María Cabrales de Maceo nos presenta, en toda su alteza moral, el perfil más bello y noble de la mujer cubana.
Patria, Nueva York, año III, 15 de diciembre de 1894, no. 141, p. 3.