El rumor continuo de la Casa

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La intersección de San Ignacio y O’Reilly guarda un nuevo rumor. No es el eco de los pasos del turista, cada vez más ausente, ni el suspiro de un ayer empolvado. Es un rumor de papel que se voltea en una prensa de artesano, de pincel que apoya en el agua una niña prodigio, de la cuerda de un cuarteto que busca su afinación en el silencio. La Casa Vitier García Marruz, a sus dos años, respira con este pulso. Es un órgano vital en el cuerpo de esta Habana, una cámara donde late la sangre más caliente de la ciudad.

     Sus paredes han aprendido el lenguaje de las manos. Manos infantiles que palpan las obras de los grandes maestros y descubren, entre el amarillo y el azul, el verde de la isla. Manos jóvenes que recorren el arco de un violín, trazando caminos sonoros donde antes solo había escalas. Manos de mujer que doblan, cortan, pegan, dando nueva piel al papel desechado, convirtiendo el olvido en promesa de palabra. En cada gesto, la Casa crece. Y crece de la siembra cotidiana, como un árbol cuyos anillos son los días de oficio compartido.

     Aquí, la evocación es savia. Las palabras de Cintio y Fina, de Lezama y Eliseo circulan. Se posan en el hombro de la guardiana que cataloga un libro en la biblioteca del segundo piso. Susurran al oído del erudito apasionado que debate sobre la belleza y la virtud, consciente de que le va la vida en ello. La custodia de este legado es un acto de germinación; que brota de la semilla del origen y se cosecha, una y otra vez, en el fruto del sentido.

     Hay una música en los espacios. Es, sí, la que nace de virtuosos tan asiduos como en pocos lugares de esta urbe nuestra, esa música que ha vuelto a sonar aquí con la gravedad de lo eterno y el temblor de lo nuevo. Pero, hay otra música más profunda, una armonía de intenciones. Es el acuerdo tácito de que crear es un acto de fe, que el verso y la ilustración se hermanan con el rodillo y el pegamento en el quehacer de un artífice de la forma. Que se esconden secretos insondables en lenguas mistéricas que rondan en una mente inquieta que quiere descifrarlos. Que la imaginación es lo único que no puede tener límites.

     La Casa es, en esencia, un ámbito. Un ámbito en el antiguo sentido de la palabra: el círculo que delimita un terreno sagrado. Lo sagrado aquí es el cuidado de su vestal, la que resguarda y aviva la hoguera. Las flores frescas en el jarrón, el libro colocado con precisión, la dedicación al detalle que convierte lo útil en bello. Entrar aquí es traspasar un umbral y someterse a una ley suave. La ley de la atención, del respeto por la obra y por el otro. Se sale ligeramente transfigurado, llevando consigo una calma nueva y una certeza antigua.

     A sus dos años, este lugar ha dejado de ser un proyecto para convertirse en un organismo vivo. Es el vivero donde se repara el alma de la patria. Huye de grandes discursos, abraza el rumor continuo de la creación cotidiana. Es el lugar donde Cuba se piensa a sí misma con las manos, donde el futuro se dibuja, línea a línea, en el rostro concentrado de un niño que pinta su primer horizonte, de un anciano que ve nacer un libro. Aquí, la esperanza tiene olor a tinta, a cartón, a tierra de maceta. Es una esperanza concreta, trabajada día a día, desde hace dos años, en el silencioso y persistente taller de lo perdurable.