El reciente viaje apostólico del papa León xiv a Turquía, entre el 27 y el 30 de noviembre, constituye un acontecimiento de densidad histórica y simbólica excepcional. Este peregrinaje pontificio se erige como un gesto cargado de intencionalidad teológica y una audaz declaración geopolítica en el complejo tablero de las relaciones interreligiosas globales. La elección del destino para su primer viaje, lejos de ser fortuita, opera como una clave hermenéutica para descifrar las urgentes prioridades de este pontificado en su incipiente etapa. Nos encontramos ante una travesía cuyo significado último debe buscarse en las capas sedimentadas de la memoria cristiana y en las tensiones vivas de nuestro presente.
Los motivos que impulsan esta visita son numerosos y se entrelazan en una trama de considerable sofisticación. En el plano inmediato, responde a una invitación formal del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, renovando así el diálogo de caridad y verdad entre las sedes de Roma y Bizancio. Su núcleo gravitacional reside en la conmemoración del xvii Centenario del Primer Concilio de Nicea, evento fundacional que estableció los cimientos dogmáticos de la cristiandad indivisa. El pontífice ha expresado su deseo de venerar aquel espacio donde el «Logos» encarnado fue confesado de la misma naturaleza («homoousios») que el Padre. Este acto de memoria es un ejercicio de retorno a las fuentes para reencontrar, en la ortodoxia de los orígenes, un impulso unitivo para el cristianismo fracturado del tercer milenio.
La dimensión política, inseparable de cualquier gesto público del Sumo Pontífice, adquiere aquí matices particulares. Turquía, como Estado mayoritariamente musulmán que custodia el legado físico de los primeros siete concilios ecuménicos, representa un cruce de caminos civilizacional único. La presencia del obispo de Roma en Ankara, Estambul e İznik proyecta un mensaje de audacia cristiana, afirmando el derecho a la libertad religiosa y el valor del patrimonio cristiano en contextos secularizados o de minoría. Simultáneamente, refuerza el delicado rol del Patriarca Bartolomé I como «primus inter pares» de la Ortodoxia y como interlocutor esencial en el diálogo islamo-cristiano, consolidando la alianza estratégica entre ambas sedes apostólicas en la promoción de la paz y la justicia social.
Por todo ello, este viaje apostólico debe interpretarse como un «kairos» eclesial, un tiempo oportuno cargado de potencialidad divina. No se limita a la geografía física de la Anatolia moderna, sino que se despliega en la geografía sacra de la historia de la salvación. Al dirigir sus pasos hacia Nicea, su santidad León xiv emprende una travesía hacia el corazón dogmático de la fe, con la esperanza de que ese retorno a las raíces comunes permita irrigar con nueva savia el anhelo ecuménico. El escenario está así dispuesto para un acontecimiento que busca ser, ante todo, una «anamnesis» performativa, un memorial vivo de la unidad perdida y una profecía audaz de su posible restauración.
El momento de mayor intensidad simbólica se desarrolló en las ruinas esplendentes del lugar arqueológico de Nicea. Allí, el papa León xix y el patriarca ecuménico Bartolomé i elevaron al unísono la profesión de fe promulgada en aquel mismo suelo diecisiete siglos atrás. Esta recitación conjunta del «Symbolum Nicaenum» trascendió el ámbito de un gesto protocolario para convertirse en una actualización teológica de primer orden, una invocación performativa de los fundamentos dogmáticos que unen a las Iglesias de Oriente y Occidente.
Para comprender la magnitud de este gesto, es imperioso un retorno a las fuentes que nos sitúe en la coyuntura teopolítica del siglo iv. El Primer Concilio de Nicea, convocado por el emperador Constantino, representaba la respuesta de la iglesia universal a una disolución herética de la divinidad de Cristo propugnada por Arrio. La cuestión axial era la relación entre el Padre y el Hijo. Arrio defendía que Cristo era una criatura excelsa, pero no coeterna ni consustancial a Dios, generando un abismo insalvable entre la divinidad y la creación.
Frente a esta fisura, los Padres conciliares promulgaron el término «homoousios» para definir la relación intratrinitaria (de las tres personas de la Santísima Trinidad). Esta palabra se erigió en dique dogmático contra la herejía y en piedra angular de la ortodoxia cristiana. Afirmar que el Hijo es «homoousios tō Patri» implicaba declarar su plena divinidad, su eterna generación y su igualdad perfecta en la única «ousía» divina. El Credo de Nicea constituye así el «horos», el límite infranqueable de la fe apostólica.
La decisión de los dos primados de proclamar este Credo en el lugar de su gestación opera en múltiples niveles de significación. Es una afirmación categórica de fidelidad al núcleo irreformable de la tradición común. En un contexto donde los fundamentos metafísicos de la fe son a menudo relativizados, este acto conjunto representa un anclaje sólido en la objetividad de la «esentia fides». Es un testimonio ante el mundo de que católicos y ortodoxos comparten una misma fe en el misterio definido en los concilios indivisos.
El gesto posee además el carácter de una «anamnesis» litúrgica plena. No se trata de un mero recuerdo histórico, sino de una actualización sacramental del evento de la fe. Al pronunciar las mismas palabras de los Padres, los dos líderes se unieron a la voz unánime de la Iglesia antigua. La geografía se transfiguró en teofanía; el espacio arqueológico recuperó su condición de «locus theologicus».
Desde una perspectiva eclesiológica, la escena rezuma un profundo simbolismo de colegialidad primacial recuperada. Que el obispo de Roma y el patriarca de Constantinopla reciten allí el Credo sugiere una vuelta a aquel modelo de conciliaridad sinodal, donde la primacía se ejercía en y para la comunión de las Iglesias locales. Es un reconocimiento implícito de que la autoridad doctrinal suprema residió, en aquel momento fundacional, en el cuerpo episcopal reunido en concilio ecuménico presidido, eso sí, bajo la autoridad del obispo de Roma.
Teológicamente, el acto proyecta una luz poderosa sobre la eclesiología de comunión («koinonia»). El Credo niceno es el patrimonio común de todos los bautizados. Su recitación conjunta hace visible la profunda unidad en la fe que aún subsiste. Pone de manifiesto que las divisiones no han logrado fracturar la identidad dogmática esencial compartida.
Finalmente, este momento en Nicea establece un precedente hermenéutico de incalculable valor. La imagen de los dos líderes rezando el «homoousios» juntos reescribe una narrativa alternativa: la de la unidad en la verdad revelada. Ofrece un principio metodológico para el diálogo teológico, indicando que el camino hacia la plena comunión pasa por reafirmar las definiciones dogmáticas como herencia común.
Así, la estela de Nicea se revela no como un monumento estático del pasado, sino como una brújula para el futuro. La confesión de fe unánime demostró ser el terreno más firme para el reencuentro. Lo ocurrido fue un acto de obediencia eclesial a la verdad confesada, un recordatorio de que la búsqueda de la unidad visible está irrevocablemente ligada a la fidelidad al depósito de la fe.
La solemne proclamación del Credo en su formulación original condujo además la reflexión hacia las divergencias que fracturaron la comunión plena. Aquella unidad dogmática se vería tensionada por desarrollos que cristalizaron en el Gran Cisma de 1054. El análisis de estas diferencias exige adentrarse en las matrices culturales y espirituales que gestaron dos tradiciones distintivas dentro de la única catolicidad.
La cuestión teológica más emblemática es la controversia en torno a la cláusula «Filioque» («y del Hijo»). Mientras la Iglesia de Occidente, a partir de desarrollos patrísticos latinos que encuentran en Agustín de Hipona su máxima expresión, incorporó este término al Credo para afirmar que el Espíritu procede tanto del Padre como del Hijo, la teología oriental se atuvo estrictamente a la fórmula conciliar que profesaba la procesión «ex Patre». Para Oriente, la inserción occidental constituyó una alteración ilegítima del símbolo de fe ecuménico, un acto de «hybris» teológica que comprometía la monarquía del Padre como único principio («arche») y fuente («pege») dentro de la Trinidad, arriesgando una confusión de las «hypostasis» divinas y subordinando al Espíritu.
Esta disputa trinitaria es sintomática de diferencias metodológicas más profundas en la aproximación al misterio divino. La teología latina, de acento más racional y especulativo, buscó con el «Filioque» explicitar la unidad de la substancia divina y la reciprocidad absoluta entre el Padre y el Hijo. La teología oriental, de carácter más apofático y mistérico, privilegió la distinción hipostática y custodió el misterio de la procesión como un dato revelado que debe ser venerado más que diseccionado, preservando al Padre como el origen sin origen dentro de la vida trinitaria. Son dos «logoi» teológicos, dos modos legítimos pero distintos de expresar la fe común, que en su evolución histórica se volvieron mutuamente ininteligibles.
Junto a esta cuestión teológica, se erige la divergencia eclesiológica sobre la primacía y la estructura de la autoridad en la Iglesia. La Iglesia Católica, desarrollando una doctrina basada en las promesas petrinas (cfr. Mt 16,13-20 y Jn 21, 15-19), concibe al obispo de Roma como poseedor de una primacía de jurisdicción universal, inmediata y ordinaria sobre toda la Iglesia, incluyendo a los demás obispos y patriarcas, en virtud de su oficio como sucesor de Pedro. La Iglesia Ortodoxa, en cambio, entiende la primacía romana en clave de «presbeia tes times» (primacía de honor), articulada dentro de una estricta sinodalidad conciliar.
Estas diferencias se vieron exacerbadas y solidificadas por el distinto camino histórico recorrido. Occidente, tras la caída del Imperio Romano, forjó una identidad en la que la Iglesia asumió un papel político y social único, por encima o al menos paralelo al poder temporal de reyes y emperadores; mientras Oriente se desarrolló dentro del marco del Imperio Bizantino, bajo la simbiosis teórica de la «symphonia» entre el poder imperial y el patriarcal, casi siempre el segundo subordinado al primero. La experiencia del confinamiento de la Iglesia oriental bajo el dominio musulmán, primero otomano y luego en contextos nacionales, contrasta con la expansión global y la confrontación con la modernidad secular que marcó a la católica. Estos caminos divergentes generaron sensibilidades canónicas, espirituales y pastorales profundamente distintas.
A nivel de la praxis eclesial y la teoría litúrgica, las diferencias también son palpables y significativas. El uso del pan ázimo («azyma») en la Eucaristía latina, frente al pan con levadura («zymi») en la ortodoxia, aunque pueda parecer un detalle ritual, fue históricamente cargado de significados teológicos antagónicos. La espiritualidad latina, con su acento en la satisfacción vicaria y la redención objetiva, presenta matices diferentes de la espiritualidad oriental, centrada en la deificación («theosis») del ser humano a través de la energía divina increada.
Por consiguiente, el diálogo ecuménico se enfrenta a esta compleja red de diferencias. La tarea consiste en un arduo proceso de recepción mutua. Esto implica que cada tradición se esfuerce por comprender la coherencia interna de la otra. El objetivo último es alcanzar una comunión en la diversidad reconciliada, donde las distintas expresiones puedan reconocerse como riquezas complementarias.
La imagen perdurable de este viaje será el abrazo fraterno entre el sucesor de Pedro (León xiv) y el sucesor de Andrés (Bartolomé i). Este gesto proyectó el icono vivo de ambos apóstoles, por demás hermanos, encontrándose de nuevo. Su abrazo sugiere una invitación recíproca a redescubrir juntos al Señor Resucitado que es fuente de su ministerio. La fraternidad apostólica restauró así, al menos momentáneamente, su visibilidad.
Este abrazo constituye una poderosa parábola en acto para el movimiento ecuménico global. Demuestra que el camino hacia la unidad se alimenta necesariamente del encuentro personal, del reconocimiento mutuo como hermanos. La cercanía física y la oración conjunta crean el humus espiritual indispensable para que la gracia opere conversiones de corazón. El viaje representó un ejercicio monumental de esta pedagogía divina.
En definitiva, la peregrinación a las fuentes nicenas marca un hito en el largo camino de la restauración de la comunión. Restablece la esperanza en la posibilidad del diálogo, reafirma la voluntad de perseverar en la búsqueda y ofrece al mundo un testimonio elocuente. El abrazo entre Pedro y Andrés proyecta la sombra de una unidad futura, invitando a todas las Iglesias a caminar hacia aquella plenitud de comunión que permanece como promesa divina.

