Diego Rodríguez de Silva Velázquez (1599-1660)
Pintor español. Desde muy joven se entregó al estudio del natural, pintando bodegones y estudios de figura, como por ejemplo Vieja friendo huevos. En 1623, el rey Felipe IV lo nombró pintor de cámara. En un segundo viaje a Italia, en 1649, logró renovar su arte como se aprecia en el retrato del papa Inocencio X y el de Juan de Pareja. Además del retrato y el autorretrato,[1] cultivó con éxito la pintura de tema religioso y mitológico.
Se han de destacar entre sus obras La familia de Felipe IV o Las meninas,[2] su creación capital que ha devenido una exaltación al espacio y a la luz; Las hilanderas, considerada un anticipo del impresionismo del siglo XIX; los retratos al Príncipe Baltasar Carlos; La túnica de José; Cristo crucificado; El triunfo de Baco o Los borrachos; y La fragua de Vulcano.
José Martí profesó una gran admiración por la obra de Velázquez, al que consideró “rey de pintores”,[3] “poeta de la tierra”,[4] que “creó de nuevo los hombres olvidados”,[5] “en el tiempo en que otros artistas pintaban santos”.[6]
[Tomado de OCEC, t. 24, p. 423. (Nota modificada por el E. del sitio web)].
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] “Desde su autorretrato, Velázquez me mira al sesgo, profundamente ofendido, el triángulo nocturno de la melena fantasmal (tan parecida, como un pájaro a otro pájaro en la sombra, a la melena de su Cristo crucificado) enmarcado el triángulo de lumbre de vela mortuoria del rostro pálido, encendidamente pálido como un pergamino al trasluz; la guía fiera del mostacho, con el toque grana, grueso, extrañamente vital, del labio superior, subrayando la mirada de un solo ojo lleno de objetividad, desdén, reproche, y el otro que de pronto asoma como atisbando con la curiosa trivialidad de un ojo de fotógrafo; y la manga granate, sobre el terciopelo negro que sólo rompe el filo de luna del cuello que lo decapita dejando la cabeza flotante, vaporosa, en otro plano, se dobla afectada, señorial, negligente, imperiosa, en el guantelete de oro viejo a la cintura, con el meñique rematando la inaudita impertinencia en una última tilde fría de indecible, sobrepasada, casi melancólica exquisitez; irguiéndose la aparición desde los siglos, como entre el humo pardo y lejano del incendio de las cosas, frente al salón del espejo que lo apresó para nosotros, para su pincel que lo está pintando en el espejo del salón que no podemos ver, y se acerca y se aleja, con la cabeza ladeada, con otro mirar más cariñoso y más herido de modestia, mejorando siempre, en el silencio de la piedad de su pintura, la imagen absoluta de su orgullo”. (Cintio Vitier: “El autorretrato de Velázquez”, La luz del imposible (1957), La Habana, La Isla Infinita, 2017, p. 24).
[2] “Ningún cuadro que yo haya visto me ha perseguido tanto como Las Meninas, y es inútil que trate de conjurarlo poniéndolo en la galería de las obras maestras, en la vulgaridad de la fama. Todo es inútil. Yo lo estoy viendo, solo y oculto detrás del cortinaje tenebroso de la clandestinidad, como la revelación incomprensible que estaba prohibido mirar. ¿Por qué? Porque contiene en cifra la suma de las cosas, el cómputo de lo real y lo imaginario, la súbita cuantificación de lo que el ojo sólo puede ver, de la primera a la última generación, en aleaciones sucesivas. Pero mi castigo consiste en que, por más que miro y remiro desde mi cámara oscura, no doy con la clave que haga girar esa caja de caudales”. (“Las Meninas”, La luz del imposible, ob. cit., p. 17).
[3] JM: “Los viejos maestros en Leavitt” (traducción), The Hour, Nueva York, 5 de junio de 1880, OCEC, t. 7, p. 84.
[4] JM: “El centenario de Calderón. Primeras nuevas”, La Opinión Nacional, Caracas, 15 de junio de 1881, OCEC, t. 8, p. 122.
[5] M: “Nueva York y el arte. Nueva exhibición de los pintores impresionistas”, La Nación, Buenos Aires, 17 de agosto de 1886, OCEC, t. 24, p. 93.
[6] JM: “Mariano Fortuny”, The Sun, New York, 27 de marzo de 1881, OCEC, t. 7, p. 401.