Del caos al cosmos: El Gran Museo Egipcio del Cairo

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Detalle de la máscara funeraria de Tutankamón.

La apertura del Gran Museo Egipcio en la meseta de Giza representa, sin lugar a dudas, el acontecimiento cultural más relevante de la década y, aunque peque de absoluto, me atrevería a decir de todo este primer cuarto de siglo. Su emergencia es, más que la mera adición de otro recinto expositivo al panorama cultural global, un acto de reconfiguración epistemológica y una reafirmación de la centralidad del Nilo en la narrativa histórica universal. Si el hallazgo de Howard Carter en un 4 de noviembre de 1922 desveló una cámara sepulcral intacta, ofreciendo una fotografía congelada de un momento de esplendor; el Gran Museo Egipcio inaugurado este noviembre, a 103 años de aquel otro, es la materialización de una secuencia cinematográfica completa. Constituye la totalidad de la historia faraónica desplegada en un solo espacio arquitectónico de escala colosal. Este proyecto es un acto de restitución simbólica, un gesto que reclama, desde la linde misma de las tres pirámides perfectas, la potestad narrativa sobre una civilización cuya magnitud temporal y coherencia estilística permanecen como un fenómeno único en la historia de la humanidad.

     La propia existencia del museo, con sus más de 480 000 metros cuadrados, constituye una afirmación elocuente sobre la prodigalidad material de la cultura del delta y el valle. A pesar de que las salas de antigüedades egipcias son, desde hace siglos, las joyas de la corona en instituciones como el British Museum, el Louvre, el Neues Museum o el Museo Egizio de Turín, las reservas de Egipto han demostrado una capacidad casi inagotable. El museo no solo alberga lo que estaba disperso o en almacenes; presenta una narrativa continua y densamente poblada que abarca desde la época predinástica hasta el período grecorromano. Esta abundancia obliga a una reflexión sobre la longevidad y la productividad artística de una civilización que mantuvo, durante más de tres milenios, unos principios estéticos y religiosos de una coherencia asombrosa, permitiendo a la vez una evolución sutil y significativa. Si la egiptología, como disciplina, nació en Europa; con este museo, Egipto asume la rectoría definitiva de su legado, ofreciendo una lectura contextual e integral que ningún museo foráneo, por ilustre que sea, puede replicar.

     La colección es, en esencia, una sinfonía de la historia del arte antiguo, donde cada periodo encuentra su voz a través de piezas emblemáticas. Del Periodo Tinita, aquella alba de la estatalidad faraónica, la Paleta de Narmer establece el paradigma fundacional. A simple vista es un simple utensilio cosmético, pero constituye el primer manifiesto político y estético, donde la iconografía del poder (el faraón sometiendo al caos) se codifica en bajorrelieves de una elegancia lapidaria. Su presencia en el museo actúa como piedra angular de todo el desarrollo posterior. Del Imperio Antiguo, la era de las pirámides; la triada de Micerino, procedente de su templo funerario en Giza, encarna la solidez teológica y la maestría escultórica del momento. La figura del rey, flanqueada por la diosa Hathor y una personificación de un nomo, trasciende la representación individual para convertirse en una declaración de orden cósmico y territorial, tallada en diorita con una perfección técnica que desafía el paso de cuarenta y seis siglos.

     El Imperio Medio, con su capital en Tebas, introdujo una dimensión de introspección y realismo psicológico. La estatua de Sesostris III, con su rostro marcado por la preocupación y una fatiga casi existencial, rompe con la idealización serena del Imperio Antiguo, sobre todo por la peculiar representación de las orejas. Esta pieza no glorifica un poder incuestionable, sino que reflexiona sobre el peso de la corona, anunciando una humanización del retrato real que no volverá a encontrarse con tal intensidad hasta el arte helenístico. Le sigue el Imperio Nuevo, el período de máximo esplendor territorial y sofisticación cultural. Aquí, el museo despliega sus tesoros más celebrados: el ajuar completo de Tutankamón, por primera vez reunido en su totalidad. Lejos de la fascinación meramente aurática que genera la máscara de oro, la colección en su conjunto, desde los carruajes de guerra hasta los taburetes plegables, ofrece una lección de artesanía y diseño; una ventana a la vida cotidiana y ceremonial de la realeza en la dinastía XVIII. La máscara funeraria, con su oro, lapislázuli y vidrio, sintetiza la creencia en la eternidad y la maestría de los talleres reales de Amarna y Tebas.

     Los períodos intermedios, a menudo subestimados, encuentran su representación en piezas que hablan de fragmentación y renacimiento. La efigie de la reina Karomama, de la dinastía XXII, es un ejemplo sublime de la orfebrería del Tercer Período Intermedio. Realizada mediante la técnica del bronce repujado e incrustado con oro y cornalina, la diosa danzante cobra una ligereza y dinamismo que contrasta con la monumentalidad de épocas anteriores, demostrando la vitalidad y capacidad de innovación artística incluso en fases de descentralización política. Finalmente, el período tardío, con su renacimiento saíta, produce obras de un arcaísmo deliberado y una perfección técnica casi industrial, como lo demuestran los sarcófagos de plata del faraón Psusennes I, hallados en Tanis, cuyo brillo frío y detalles exquisitos rivalizan con cualquier obra de orfebrería antigua.

     La trascendencia del Gran Museo Egipcio, por tanto, reside en su capacidad para tejer estas obras maestras individuales en un discurso histórico continuo. No es un almacén de tesoros; es la puesta en escena de una civilización matriz. Egipto no es un capítulo más en el manual de historia del arte; es el prólogo fundamental. En el delta y el valle del Nilo se forjaron, por primera vez, la monumentalidad en arquitectura, el retrato escultórico y una cosmovisión que equiparaba el orden terrenal con el cósmico. Nuestra civilización, en sus fundamentos judeocristianos y helenísticos, bebe de manera indeleble de esas fuentes. El museo, en su escala y ambición, nos recuerda que pocas culturas han nutrido de forma tan profunda y persistente nuestro imaginario colectivo, desde los obeliscos que se alzan en las plazas hasta los arquetipos en nuestra literatura. Es, en definitiva, el regreso del canon a su origen, un acto de justicia histórica y una invitación a contemplar, en toda su complejidad y esplendor, la civilización que, en gran medida, inventó la eternidad.