PARADA

    Tunantes muy sólidos. Muchos de ellos han explotado vuestros mundos. Sin necesidades, y poco urgidos de emplear sus brillantes dones y sus conocimientos de vuestras conciencias. ¡Qué madurez de hombres! Ojos embrutecidos a la manera de la noche de estío, rojos y negros, tricolores, de acero picado con estrellas de oro; fisonomías deformes, plúmbeas, lívidas, incendiadas; ronqueras guasonas! La marcha cruel de los oropeles! —Hay algunos jóvenes, —¿cómo mirarían a Querubín? —provistos de voces aterradoras y de ciertos recursos peligrosos. Se les envía a la ciudad a descansar, disfrazados de un lujo repugnante.
     Oh el más violento Paraíso de la mueca rabiosa! Sin comparación con vuestros Fakires y las demás bufonerías escénicas. En trajes improvisados, con el sabor de la pesadilla, representan farsas, tragedias de malandrines y de semidioses espirituales como no lo han sido nunca la historia o las religiones. Chinos, hotentotes, bohemios, bobos, hienas, Molochs, viejas demencias, demonios siniestros, mezclan los giros populares, maternales, con las actitudes y las ternuras bestiales. Interpretarían piezas nuevas y canciones “para señoritas”. Maestros juglares, transforman el sitio y las personas y utilizan la comedia magnética. Los ojos llamean, la sangre canta, los huesos se alargan, las lágrimas e hilos rojos chorrean. Su burla o su terror dura un minuto, o meses enteros.
     Solo yo poseo la clave de esta parada salvaje.

CUENTO

     Un Príncipe sentía el fastidio de no emplearse jamás sino en la perfección de las generosidades vulgares. Preveía asombrosas revoluciones del amor, y suponía a sus mujeres capaces de algo mejor que esa complacencia adornada de cielo y de lujo. Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuera o no una aberración de piedad, lo quiso. Al menos poseía un poder humano bastante extenso.
     Todas las mujeres que lo habían conocido fueron asesinadas: qué trastorno del jardín de la Belleza! Bajo el sable, lo bendecían. El no pidió otras. —Las mujeres reaparecieron.
     Mató a todos los que le seguían, después de la caza o las libaciones. —Todos lo seguían.
     Se divirtió en estrangular las bestias de lujo. Hizo llamear los palacios. Se arrojaba sobre las gentes y las tajaba. —La multitud, los techos de oro, las bellas bestias existían aún.
     Puede uno extasiarse en la destrucción, rejuvenecer por la crueldad! El pueblo no murmuraba. Nadie ofreció el concurso de sus opiniones.
     Una tarde, galopaba fieramente. Un Genio apareció, de una belleza inefable, incluso inconfesable. De su fisonomía y su talante brotaba la promesa de un amor múltiple y complejo! de una dicha indecible, incluso insoportable! El Príncipe y el Genio se anonadaron probablemente en la salud esencial. ¿Cómo hubieran podido no morir de ella? Juntos, pues, murieron.
     Pero ese Príncipe falleció, en su palacio, a una edad ordinaria. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Príncipe. —La música sabia falta a nuestro deseo.

REALEZA

     Una bella mañana, en un pueblo lleno de dulzura, un hombre y una mujer soberbios gritaban en la plaza pública: “¡Amigos míos, quiero que sea reina!” “¡Quiero ser reina!” Ella reía y temblaba. Él hablaba a los amigos de revelación, de prueba terminada. Desfallecían, el uno contra el otro.

     En efecto, fueron reyes toda una mañana, en que las colgaduras carmesíes se levantaron otra vez sobre las casas, y toda la tarde, en que avanzaron del lado de los jardines de palmas.

OBREROS

     Oh esta cálida mañana de febrero! El Sur inoportuno vino a reanimar nuestros recuerdos de absurdos indigentes, nuestra joven miseria.
     Henrika tenía una falda de algodón con dibujos blancos y pardos, que debió usarse en el siglo pasado, una cofia con cintas y un pañuelo de seda. Era más triste que un luto. Dábamos un paseo por las afueras. El tiempo estaba nublado, y ese viento sur excitaba todos los plebeyos olores de los jardines destruidos y las praderas agostadas.
     Aquello no debía fatigar a mi mujer en la misma medida que a mí. En una charca dejada por la inundación del mes anterior sobre un sendero bastante alto, me hizo notar la presencia de tres pececillos.
     La ciudad, con su humareda y el ruido de sus oficios, nos seguía muy lejos por los caminos. Oh el otro mundo, la habitación bendecida por el cielo, y los parajes umbríos! El Sur me recordaba los miserables incidentes de mi infancia, mis desesperaciones de estío, la horrible cantidad de fuerza y de ciencia que la suerte ha alejado siempre de mí. No! no pasaremos el verano en este avaro país donde nunca seremos otra cosa que novios huérfanos. Quiero que este brazo endurecido no arrastre más una querida imagen.

     Cielos grises de cristal! Un extraño dibujo de puentes, estos derechos, aquellos rizados, otros descendiendo oblicuamente en ángulos sobre los primeros; y esas figuras renovándose en los otros circuitos alumbrados del canal, pero todos de tal modo largos y ligeros que las orillas, cargadas de domos, decaen y disminuyen. Algunos de esos puentes están todavía cargados de ruinas. Otros sostienen mástiles, señales, débiles parapetos. Acordes menores se cruzan, y siguen; suben cuerdas de los ribazos. Se distingue una veste roja, quizás otros trajes e instrumentos de música. ¿Son aires populares, extremos de conciertos señoriales, sobrantes de himnos públicos? El agua es gris y azul, larga como un brazo de mar.

     Un rayo blanco, desplomándose de lo alto del cielo, anonada esta comedia.

CIUDAD

     Soy un efímero y no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli que se juzga moderna porque todo gusto conocido se ha evitado en los mobiliarios y en el exterior de las casas tanto como en el plano de la ciudad. Aquí no señalaríais los rastros de ningún monumento de superstición. La moral y el idioma, en fin, están reducidos a su expresión más simple! Esos millones de gentes que no necesitan conocerse conducen tan parejamente la educación, el oficio y la vejez, que el curso de la vida debe ser muchas veces más corto de lo que una loca estadística encuentra para los pueblos del Continente. Por eso cuando, desde mi ventana, veo nuevos espectros rodando a través de la espesa y eterna humareda de carbón —nuestra sombra de los bosques, nuestra noche de estío!—, nuevas Erinnias, ante mi casita que es mi patria y mi corazón, pues todo aquí se le parece, —la Muerte sin lágrimas, nuestra activa hija y criada, un Amor desesperado y un lindo Crimen lloriquean en el barro de la calle.

PARTIDA

     Visto lo justo. La visión se ha vuelto a encontrar en todos los aires.

     Tenido lo justo. Rumores de las ciudades, por la tarde, y al sol, y siempre.

     Conocido lo justo. Las pausas de la vida. —Oh Rumores y Visiones!

     Partida en el cariño y el ruido nuevos.

JUVENTUD

I

Domingo

     Los cálculos laterales, el inevitable descenso del cielo, la visita de los recuerdos y la sesión de los ritmos ocupan la morada, la cabeza y el mundo del espíritu.
     —Un caballo se escapa sobre la pista suburbana y a lo largo de las culturas y las plantaciones, atravesado por la peste carbónica. Una miserable mujer de drama, en algún lugar del mundo, suspira después de improbables abandonos. Los desesperados languidecen después del huracán, la embriaguez y las heridas. Pequeños niños ahogan maldiciones a lo largo de los ríos.
     Retomemos el estudio al ruido de la obra devorante que se reúne y remonta en las masas.

II

Soneto

     Hombre de constitución ordinaria, ¿no era la carne un fruto pendiente en el jardín; —oh días infantiles! el cuerpo un tesoro que prodigar; —oh amor, el peligro o la fuerza de Psyché? La tierra tenía vertientes fértiles en príncipes y artistas, y la descendencia y la raza os empujaban a los crímenes y duelos: el mundo, vuestra fortuna y vuestro peligro. Pero ahora, esa labor cumplida, tú, tus cálculos, —tú, tus impaciencias— no son más que vuestra danza y vuestra voz, no fijadas ni forzadas, aunque razón de un doble suceso de invención y triunfo, —en la humanidad fraternal y discreta por el universo sin imágenes; —la fuerza y el derecho meditan la danza y la voz solamente hoy apreciadas.

III

Veinte años

     Las voces instructivas desterradas… La ingenuidad física amargamente sosegada…
—Adagio. —Ah! el egoísmo infinito de la adolescencia, el optimismo estudioso: ¡cómo el mundo estaba lleno de flores aquel estío! Los sones y las formas murientes… —Un coro, para calmar la impotencia y la ausencia! Un coro de vidrios, de melodías nocturnas… En efecto, los nervios pronto van a cazar.

IV

Guerra

     Niño, ciertos cielos afinaron mi óptica: todos los caracteres matizaron mi fisonomía. Los Fenómenos se conmovieron. —Hoy la inflexión eterna de los momentos y el infinito de las matemáticas me persiguen por ese mundo en que sufro todos los sucesos civiles, respetado por la infancia extraña y los afectos enormes. —Sueño con una guerra, de derecho o de fuerza, de muy imprevista lógica.
     Es tan simple como una frase musical.