JULIÁN ORBÓN

Julián Orbón es la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana. Nacido en 1926,[1] una increíble precocidad lo libró de las mudas dolorosas, de las renunciaciones a regañadientes, de los manuscritos arrojados al fuego —de ese período de escarceos, de pruebas, de errores, del que, dada su edad, no debería haber salido aún. Pero este músico que vive su creación, sin embargo, con furor adolescente, siempre supo lo que quiso y lo realizó como quiso —sin que esto signifique que su autocrítica no pueda mostrarse severa, algún día, con determinado tipo de “mise en oeuvre” que le hubiera bastado hasta ahora. Enfrentado con el obstáculo, lo derriba a puñetazos, si no quiere sortearlo por las buenas, sin perder la línea ni el garbo. Siempre dispuesto a romper con todo y con todos, pasó por el Grupo Renovación como un meteoro, antes de declararse disidente, ejecutando el Concierto de Falla, cantando y tocando de memoria, El retablo de Maese Pedro, citando a León Hebreo, a Unamuno y el Romancero, entusiasmándose con la tonadilla escénica[2] un día, al otro con La Guacanayara, acoplando a Scarlatti con Isolda o improvisando boggie-woggies, en espera de dar el más inesperado viraje de orden romántico —ah! pero sin renunciar a la forma clásica!… Una opinión suya lo sitúa en la fase actual de su evolución. Para Julián Orbón el error capital de la música española contemporánea (dejando de lado a Falla, por quien tiene un verdadero culto)[3] está en haber esquivado la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica.

     —El músico que logre ser un Brahms español, con un idioma que responda a nuestra sensibilidad, de hoy —afirma a veces— habrá dado con la clave del problema. El neoclasicismo suele ser un refugio para evitar la riesgosa pero necesaria aventura del lirismo.

     Esta preocupación por lo hispánico y su destino, tan ajena a la trayectoria habitual del compositor cubano —vuelto más bien, como el argentino, como el brasileño, hacia París— obedece en Julián Orbón a una serie de circunstancias que marcaron la formación de su temperamento. Hijo de un músico español (Benjamín Orbón, casado con una cubana y cubano por ciudadanía, con larguísima residencia en la isla), el compositor pasó sus mocedades en Oviedo, madurando su voluntad creadora a la sombra de Falla y de los Halffter. Vuelto a Cuba en la adolescencia, escribió algunas obras cuyos títulos iluminaban la orientación de su espíritu: Sonata “Homenaje al Padre Soler”, para piano (1942); Dos canciones, con textos de García Lorca (1942); Cantar a Nuestra Señora, sobre un poema de Fray Luis de León (1943); Romance de Fontefrida, para cuatro voces mixtas (1944). En estas obras, Orbón aparece directamente vinculado con la gran tradición española, lo cual, en verdad, nos parece mucho más lógico, para un compositor cubano, que vivir con la mente puesta en lo que se halla más arriba de los Pirineos. (Para Cervantes esa actitud era necesaria, ya que el siglo xix español, en su segunda mitad poco tenía que ofrecerle). Un estilo fiel a las tradiciones scarlattianas, a la herencia de la Escuela Napolitana, o a los villancicos del Cancionero de Palacio, no constituía en esencia, un hecho nuevo dentro de la música cubana, relacionándose, por encima del tiempo transcurrido, con los ejemplos ofrecidos por un Esteban Salas o por un Saumell. Al menos, Orbón, se situaba con ello, en un punto de partida más razonable e históricamente justificado, que quien pretendiera arrancar, en Cuba, de Prokofieff o de Schoenberg. Claro estaba que solo podía tomarse en cuenta esta circunstancia en los inicios de una carrera. Pero es interesante quedar atentos a una evolución posterior.

     Con la música incidental para la Numancia de Cervantes (1943), y las Dos danzas con un Interludio para La Gitanilla de Cervantes, del mismo año, Orbón dio un considerable paso de avance sobre sus concepciones primeras, rebasando la “etapa Ernesto Halffter” por una razón de dinámica lírica. Si bien esas obras permanecían fieles a los procedimientos de la moderna escuela española, había en ellas un ímpetu, una violencia, una intensidad de acento —expresados, sin embargo, con un estilo claro y rigurosamente horizontal— que situaban a Orbón mucho más acá, tanto en lo geográfico como en lo cronológico. En su Capricho concertante, para orquesta de cámara (1943), apuntaba un sentido ecuménicamente americano, con ráfagas venidas de todos los rincones del Continente en que hubiera hincado raíces la tradición hispánica. Claro está que ello permanecía muy lejos de Roldán y de Caturla; sin embargo, se marcaba un adelanto cierto sobre las modalidades que hasta entonces habían guiado a Orbón, haciendo de este hispano-criollo la punta de lanza, la extrema avanzada de una tendencia que había atravesado el Atlántico, trayendo, estéticamente, la imagen de Santiago al Nuevo Mundo, para vestirla con colores nuevos. Era interesante observar que un cierto espíritu renaciera y se desarrollara de este lado del Océano —en Cuba—, con anhelos de ajustarse a un clima nuevo, en los días que Falla vivía en Argentina y Rodolfo Halffter en México.

     Con el Pregón, para voz, flauta, oboe, fagot, trompa y piano, sobre una poesía de Nicolás Guillén (1943); con un Quinteto, para clarinete y cuerdas (1944), el intenso, fuerte, dinámico Concierto de cámara, para corno inglés, trompeta, trompa, cello y piano (1944), cierra la primera etapa de la producción de este joven compositor, ofreciéndonos una partitura de una eficiencia singular, fruto de madurez espiritual, que rompe con muchas ataduras y libera muchos valores líricos —en el Interludio, particularmente— bajo un discurso que revela, a veces, una especie de ferocidad juvenil, sin romper, empero, con los módulos de una sólida arquitectura.

     La Sinfonía en do mayor (1945) abre una nueva etapa en la obra de Orbón. No significa esto que el músico renuncie a nada de lo adquirido o reniegue de su pasado —el tiempo final se relaciona directamente con la Toccata para piano (1943) y las Danzas de La gitanilla. Pero nuevas preocupaciones se afirman en esta partitura con fuerte relieve. Ante todo, el deseo de evitar el desarrollo escolástico, ejecutado en frío, así como la pérdida de materiales, relacionándose el menor detalle de la obra con una amplia idea central (hay, por lo tanto, una cierta voluntad de remozar la construcción cíclica). Luego, el anhelo de ignorar el neoclasicismo de un tipo retórico —“lo clásico que se aprende en clases”, diría Milhaud— conciliando la observancia de la forma con una máxima intensidad de expresión. Hay en esta obra, muy importante para la historia de la música latinoamericana contemporánea, toda la viril belleza que puede desprenderse del celo atajado antes del exceso, del lirismo sin trivialidad, de la invención nunca dispersa, de la inspiración —¿a qué rehuir el término?— hecha materia noble. El Scherzo, con toda su violencia rítmica, encierra un trío en que un tema de catadura popular aparece tratado con una tosquedad de discantus.

     Julián Orbón, heredero cubano de la tradición española, no ha tratado aún —fuera del Pregón— de escribir una partitura de neto acento criollo. Pero su admiración por La Rumba de Caturla, su apasionado interés por la supervivencia, en la isla, de melodías venidas del romance (como La Guacanayara), su amor por ciertos Choros de Villa-Lobos, nos reservan todavía grandes sorpresas. Por lo pronto, se encuentra en una línea, situada al margen de lo afrocubano, que bien puede llevarlo a encontrar un enfoque nuevo de la realidad sonora de la isla. Incapaz de contentarse con miniaturas, ávido de riesgos y de logros difíciles,[4] Orbón está decidido a permanecer en el mundo de las formas grandes, enfrentándose con los problemas más serios que puedan ofrecer a un músico de nuestro continente. Ante de haber doblado el cabo de los veinte años, Orbón se encuentra ya en posesión de una obra considerable, que no contiene una página carente de interés. ¿No hemos de otorgarle nuestra total confianza?

Alejo Carpentier

Tomado de La música en Cuba. Temas de la lira y del bongó, prólogo de Graciela Pogolotti y selección de Radamés Giro, La Habana, Ediciones Museo de la Música, 2012, pp. 235-238.

Otros textos relacionados:

  • Cintio Vitier: “El Homenaje a la tonadillade Julián Orbón” (Diario de la Marina, La Habana, 15 febrero de 1953, p. 4), Crítica 2. Obras 4, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2001, pp. 173-176. (Crítica sucesiva, La Habana, Editorial Contemporánea, 1971, pp. 230-234; Cuadernos de teoría y crítica musical, México, D. F., enero-marzo de 1987, vol. VI, no. 21, pp. 40-43).
  • Cintio Vitier: “Orígenesen la música: tres notas sobre Julián Orbón”, Unión, La Habana, enero-marzo de 1995, pp. 53-57.
  • Cintio Vitier: “Julián Orbón: música y razón”, La Gaceta de Cuba, La Habana, mayo-junio de 1997, pp. 18-19. (Presentación del estreno en Cuba de Tres versiones sinfónicas, Sala Avellaneda del Teatro Nacional, 16 de marzo de 1997).
  • José Lezama Lima: “De Orígenes a Julián Orbón”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, Úcar García, s.a., 1955, año XII, no. 37, pp. 59-62.
  • Alejo Carpentier: “Orbón, premio Landaeta” (1954) y “Tres versiones sinfónicasde Julián Orbón” (1955), La música en Cuba. Temas de la lira y del bongó, prólogo de Graciela Pogolotti y selección de Radamés Giro, La Habana, Ediciones Museo de la Música, 2012, pp. 635-636 y 637-638, respectivamente.
  • Alejo Carpentier: Diario (1951-1957), introducción de Armando Raggi, con notas de Armando Raggi y Rafael Rodríguez, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2013, pp. 98, 111 y 147-148.
  • Mario Lavista: “[Julián Orbón]”, Cuadernos de teoría y crítica musical, México, D. F., enero-marzo de 1987, vol. VI, no. 21, p. 4.
  • Gina Picart Baluja: “Julián Orbón, la música inocente”, Clave, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 2001.
  • Ana V. Casanova: “Julián Orbón y el silencio del exilio”, Espacio Laical, La Habana, no. 2, 2016.
  • José Sánchez Guerra: “Cantos a Guantánamo. La Guantanamera”, Revista de la Sociedad Cultural José Martí, La Habana, mayo-agosto de 2017, no. 50, pp. 21-26.

Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Julián Orbón de Soto nació en Avilés, Asturias, el 7 de agosto de 1925.

[2] Véase Julián Orbón: “Las tonadillas”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, verano de 1946, año III, no. 10, pp. 23-28; y Cintio Vitier: “El Homenaje a la tonadilla de Julián Orbón” (Diario de la Marina, La Habana, 15 febrero de 1953, p. 4), Crítica 2. Obras 4, prólogo de Enrique Saínz, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2001, pp. 173-176.

[3] Véase Julián Orbón: “Y murió en Alta Gracia”, Orígenes. Revista de Arte y Literatura, La Habana, invierno de 1946, año III, no. 12, pp. 14-18.

[4] “Julián Orbón es, decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido. Hay, en su mente, un horror instintivo por las soluciones fáciles, que maravilla. Toda cuestión es puesta en entredicho, siempre, por su espíritu. Sus observaciones acerca del cuarteto (Beethoven, Bartok), de ‘la salvación del artista por la fidelidad al estilo propio’ (relacionada con la Suma teológica), acerca del mito de ‘los temas humanos y universales’, puesto que estos son obra de la interpretación y de la ejecución (el ejemplo de Edipo Rey escrito por Vargas Vila), absolutamente extraordinarios”. [1º al 20 de abril de 1953] [Alejo Carpentier: Diario (1951-1957), introducción de Armando Raggi, con notas de Armando Raggi y Rafael Rodríguez, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2013, p. 111].