DISCURSO DE FERMÍN VALDÉS-DOMÍNGUEZ

Con toda la fe del último, pero no del menos animoso soldado en las luchas por la honra de la patria, llego a esta tribuna, trémulo y confuso, —y son mis lágrimas testimonio sincero de todo mi agradecimiento.

     Me enaltecéis, —señoras y señores— con vuestro cariño sincero; me saludáis en nombre de la patria, —de esa patria cubana que yo siento en mi corazón, y si su recuerdo me alienta, si agradecido recojo todos vuestros aplausos; —la frase en que yo sepa expresar mis sentimientos no puede llegar hasta vosotros, no puede ser digna de vuestro amor, ni puede llegar hasta mi tierra infortunada, porque me siento, por mi insuficiencia, vencido de antemano; y porque yo no sé con qué palabras pueden pintarse los íntimos dolores del alma y las consoladoras alegrías que a todos los hijos de Cuba hacen hermanos, y a todos unen en la santa religión del deber.

     Yo siento que las ideas llegan a mis ojos ante que la frase cariñosa a mis labios; late agradecido hoy mi corazón, como nunca latió, y es que vuestro aplauso, vuestro cariño, son bálsamo de amor para mis dolores, y testimonio firme de vuestro patriotismo.

     De vuestro patriotismo, porque yo nada valgo y nada merezco, porque en mí solo saludáis al luchador que llega ufano al seno de sus compañeros, de sus jefes y de sus maestros en la lucha heroica de otros días, dispuesto a seguir honrando a la patria, dispuesto a morir, alegre y dichoso, al pie de su bandera, de la bandera del patriotismo verdadero, de la hermosa bandera de Bembeta y Agramonte.

     Y tened por seguro —señoras y señores— que mis palabras no ofenden a mi tierra querida, ni puedo yo ofenderos y ofenderme intentando buscar vuestro afecto levantando hoy, —porque ya vivo lejos de las garras inhumanas del déspota español,—bandera que fuese en mí nueva, o poco conocida, o como amor de última hora; hablo así porque he escrito en un libro mi credo político, y ese credo explica mis palabras: hablo así porque no tengo que arrepentirme de ninguno de mis escritos en El Cubano; ni tengo que hacer aquí más que confirmar lo que allí hice, y porque en aquella publicación ratifiqué mi amor a la independencia de Cuba, pensando y escribiendo como cubano antes que todo.

     Aquí, pues, nos congregamos para saludar a Cuba, para estrecharnos las manos, para dejar una lágrima en las tumbas de los héroes, y para que el recuerdo de sus virtudes nos haga fuertes y nos lleve siempre por el camino de la honra, sin miedos ridículos ni ventajosas transacciones con la conciencia.

     Las cariñosas y elocuentes palabras del dignísimo cubano señor Estrada, traen a mi memoria recuerdos a la vez amargos y alentadores, recuerdos santos que son para mí la religión en cuyos dogmas quiero vivir siempre.

     Y ahora, en estos momentos en que parece que estamos en nueva vida de esperanzas de libertad, el que olvide nuestra historia se olvida de sí mismo; es gladiador que llegará vencido por sus egoísmos, al circo de la honra.

     Ah!, yo no sé olvidar. Y así como el viejo marino, de pie sobre el elevado puente de su ligero bajel, siente verdadera alegría al divisar en lontananza la vela que viene a compartir con él, el dominio que la soledad del vasto océano le da sobre sus embravecidas olas, y sigue con su profunda mirada la blanca estela que marca su curso presuroso, y luego, cuando se pierde en el horizonte, con solemne calma, levanta la callosa mano para despedir, quizás para siempre, al hermano en la lucha con los elementos; —así el hombre, en las soledades de la vida, cuando su alma necesita los consoladores alientos de otras almas, busca en el mar de sus recuerdos, —en donde las olas de las pasiones y de los tristes desengaños se agitan y chocan con igual violencia que las más embravecidas del revuelto mar, —busca en la memoria de la conciencia pura o en las palabras del maestro ilustre, quizás entre  profundas alegrías o salvadoras lágrimas, valor para la lucha hermosa de la inteligencia y fe en la gloria; —y el marino ve en la embarcación amiga amorosas esperanzas, el hombre se encuentra en las virtudes de los que fue y de los que nos quedan ejemplo dignísimo, y en los rasgos del saber, y en los heroísmos de los genios de otros días, motivo de culto y veneración.

     Señoras y señores: La calumnia y la infamia cavaron la honda fosa en donde escondieron los asesinos —quizás espantados ante el crimen— los restos de mis inocentes compañeros; y, como lápida y epitafio, dejaron sobre ella la cadena de los que sufrimos en presidio los cobardes insultos de los esbirros de la Ley.

     Todas las angustias de aquellos días de martirio, todas las vejaciones de los viles que para hacerse más dignos de España nos ultrajaban y nos escarnecían, las recuerdo con orgullo. Aquí llevo en mi pierna la cruz: la marca del grillete. Y en mis pies sin uñas, imborrable testimonio de la más infame crueldad. Pero aún puedo andar, y el día que llegue a donde mis deberes patrióticos me mandan ir, me sentiré fuerte, pues el miserable que me arrancó las uñas no pudo arrancarme el corazón, y ese es todo de mi patria.

     Yo siento en mi frente el beso de despedida de mis hermanos; yo los vi pasar serenos, por rastrillo de la Cárcel; yo vi las descargas asesinas, y yo lloré lágrimas tristísimas aquella terrible tarde y, en mis angustias, juré vengar a mis hermanos. He recogido sus restos: he escrito un libro:[1] he levantado un monumento:[2] he arrancado de la fosa olvidada la tierra y los grillos y he enseñado al déspota cómo sienten los cubanos las penas de la patria; pero … ¡aún no estoy satisfecho! Mis hermanos necesitan que yo sea digno de ellos, y que por ellos muera, ya que he consagrado mi vida a honrar la memoria de su martirio. Esclavo de mis deberes, cumpliré mis juramentos.

     Perdonad, señoras y señores, mi palabra ruda: yo no soy orador ni literato: aquí —y en todas partes— no soy más que cubano.

     Y porque lo soy siento en mi alma la consoladora influencia de las grandezas del patriota distinguido y sin tacha, de mi hermano siempre en sufrimientos y en alegrías, del honrado y noble defensor de las libertades cubanas, de ese amigo y hermano de todos que se llama José Martí. Y porque lo soy me siento orgulloso entre vosotros, porque son vuestros corazones altares consagrados al culto, de esas mismas libertades patrias que él defiende con indomable fe y envidiable perseverancia.

     Su labor de hoy ha sido la labor de toda su vida: por eso mi cariño recuerda cuando, hace cerca de veinte años, decía:

Buena sombra da a la tierra el árbol vigoroso de la libertad: mas no la da para que sus hijos duerman descuidadamente bajo las ramas protectoras: muérese todo árbol sin cuidado y sin riego, y este más que otro alguno quiere que sus hombres constantemente fortifiquen y robustezcan su savia. Triste suerte la de los pueblos que duermen descuidados a su sombra: abatidas las ramas, el tronco seco, extenuadas y perezosas las raíces,—vacilará el árbol, dormirán los hombres, la tierra abandonada no tendrá fuerza para sujetar el tronco, y caerá con estrépito tremendo sobre los viles babilonios[3] el que en cambio de labor honrada habríales dado perpetuamente sombra y robustez.[4]

     Cuando se vive entre tantas virtudes, y a todos mueve el cumplimiento de los deberes que impone el honor patrio, se siente amor, y orgullo por los demás, y fe en la gloria: las pasiones malas huyen, los brazos se mueven inquietos por el deseo de abrazar, y la pasión buena, la fraternidad hermosa, hace nido y morada en nuestro corazón.

     Y vosotras, las hijas de aquellas matronas ilustres que recibieron en sus brazos y calentaron con el fuego de su amor a un pueblo que no sabe todavía amarlas bastante; vosotras las hijas de las que acompañaron a nuestros héroes en el campo de batalla, de aquellas que no supieron nunca temer, que desafiaron todos los peligros y que abrían los brazos al espectro frío de la muerte como queriendo devolverle la vida con el intenso fuego de amor que guardaban para todos los desventurados en su seno; vosotras las que habéis pagado con vuestras lágrimas tributo aún más doloroso que el que paga el hombre con su sangre, levantad en alto el estandarte del patriotismo y del deber, y haced que ante él vitoreen los hombres —sin miedo y sin vacilaciones— la idea de regeneradora libertad que nadie mejor que vosotras puede preconizar, puesto que brilla más que vuestra belleza el esplendor de vuestras almas puras, en las que, como en las alas del cisne, puede haber polvo, pero nunca manchas.

Fermín Valdés-Domínguez

Salón Jaeger’s, Nueva York, 24 de febrero de 1894.

 Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, p. 3.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Fermín Valdés-Domínguez escribió dos libros fundamentales

[2] Véase Luis F. Le Roy y Gálvez: “Exhumación de los restos de los estudiantes y erección del mausoleo”, A cien años del 71: El fusilamiento de los estudiantes, La Habana, Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, pp. 157-178.

[3] Referencia indirecta al imperio babilónico que sojuzgaba a la nación de Israel. Véase en La Biblia el Salmo 137, donde se narra la reacción del pueblo israelita.

[4] JM: “Boletín. La ley de la veneración”, Revista Universal, México, 12 de agosto de 1875, OCEC, t. 2, p. 164.