POEMA DE DOLOR
A medida que transcurre el tiempo, me felicito más y más de la inspiración que me condujo a pedir a mi distinguidísimo compatriota el Sr. Dr. Fermín Valdés Domínguez su venia para publicar en mi periódico este libro,[1] el cual desde hoy penetra en las casas para recordar santos deberes y despertar conciencias adormidas.
Emprendo la tarea de vulgarizar en los últimos rincones de Oriente su obra, obra patriótica siempre, necesaria hoy, en que el hado adverso cada vez más implacable con nosotros, los parias de América, ha de estrechar los vínculos naturales que unen a todos los que gimen en la misma desgracia y llevan en su espíritu anhelos de justicia y libertad.
Extiende la hoja diaria, sutil como el relámpago y como el rayo poderosa, su imperio más allá del punto donde pierde el folleto su dominio. Merced a ella, El 27 de noviembre de 1871 circulará con profusión no alcanzada hasta la fecha, desde la gentil Baracoa que se adelanta, centinela avanzado entre sus cocales, presta a dar el grito de alarma hasta Victoria de las Tunas que enlaza este abrupto departamento con las llanuras del legendario Camagüey. Y lo leerán con emoción creciente en las ciudades de la costa, a la vista del mar, intranquilo como nuestra azarosa existencia; en los pueblos del interior, en presencia del cielo, indiferente y mudo testigo de la iniquidad entronizada; en los llanos y en las laderas de las altivas montañas, al amor del pajizo alero de la rústica choza o junto al tronco secular, a la orilla del bosque por donde vagan errantes las sombras de héroes insepultos.
Juzgo de oportunidad la nueva edición de estas páginas nutridas de lecciones en la sencillez de su narración sincera y elocuente. Moribunda la fe, marchita la flor de la esperanza, marchando nosotros a la buena ventura en un período de crisis, en una época de transición, epílogo de la que se va y prólogo de la que adviene, indecisos los ánimos ante las consentidas vergüenzas del presente, se convierten los ojos al pasado en busca de enseñanzas para descubrir las misteriosas vías de lo futuro.
Nos consumen la atonía y la inercia, atentos nada más que a retóricos pugilatos de ociosa literatura con que se nos distrae de altísimas obligaciones. Permanecemos insensibles a los tormentos materiales, y requiérense eléctricas conmociones que nos sacudan por el brazo y arranquen el sueño que nos aletarga. Quizás nuestra alma se muestre menos endurecida al ardiente contacto de las penas morales, al recordar aquellas tristes horas cuando unas autoridades condenaban a la manera de Pilatos, por ceder al clamoroso farisaico que esparcía por los aires las voces de ¡crucifícalos!
El libro de Valdés Domínguez es una advertencia, acaso imponga una expiación. De él decía el general Marín que era una proclama. No me detendré a examinar la exactitud del calificativo. Merézcalo o no, es un poema de aflicciones infinitas que, en el castigo aplicado a madres purísimas en la inocencia de sus hijos, resume toda la amargura hecha apurar a mi patria durante cuatro centurias en la copa del infortunio.
¡Quién sabe si servirá para confundir a los proscriptos y vilipendiados en la sagrada comunión del dolor y encaminarlos con renacientes bríos a la conquista de sus eternos ideales! ¡Quién sabe si contribuirá con la patética exposición de la verdad terrible a levantar los corazones, a congregarlos en torno del hogar amenazado por audaces aventureros, a avisar a los gobiernos que a los ataques dirigidos contra la dignidad de un pueblo se responde con explosiones de sentimiento y que, después del largo reposo consiguiente al cansancio que sobreviene de los grandes esfuerzos, el hombre recobra su pujanza y vuelve a estar en pie!
Bien me consta que el autor, mi ilustre compatriota, se acercó palpitante de pena a la tumba de sus hermanos muertos y entregó estas pruebas a sus contemporáneos y a la posteridad sin odio y sin rencores. El inmolado de ayer es generoso y compasivo. La historia, empero, es inexorable; absuelve o condena, y ya flota en la atmósfera su fallo a semejanza de una maldición del Dante.
De mí puedo afirmar que otras veces he querido hacer algo para mantener viva la memoria de aquel día luctuoso en que la salvaje ferocidad de la demagogia desenfrenada colocó a los niños estudiantes en el coro de los mártires cubanos. Y he rasgado lo escrito, porque al trasladar al papel mis impresiones me aguijaba la necesidad de mojar la pluma en lágrimas o en sangre, y no gusto de invadir los fueros de la mujer.
Hoy, con la angustia en el pecho, cumplo un compromiso. Los que lean hasta el fin y se conmuevan, y se conmoverán cuantos tengan corazón humano, no lloren, no: todo el llanto vertido y por verter no borrará el estigma de los réprobos, marca de fuego grabada en la frente de los asesinos, moradores para siempre en los infiernos de la historia.
Callan ellos ahora; mas se engañan quienes los supongan agobiados por la pesadumbre de los remordimientos o regenerados por el agua de tardía y estéril contrición. Callan porque están persuadidos de que su voz quedaría ahogada por la reprobación universal; callan, pero si mañana se encontrasen en análogas circunstancias a las que determinaron el horrendo crimen, pedirán satisfacción para su rabioso y forzado silencio actual con el sacrificio de otras víctimas.
Levanten los que lean su alma de entre el lodo de la tierra y murmuren una plegaria a Dios, pidiéndole perdón y misericordia para los verdugos del pasado y para los verdugos del porvenir …
(Santiago de Cuba, 30 de junio de 1890).
Tomado de Fermín Valdés-Domínguez: El 27 de noviembre de 1871, 3ra ed., Santiago de Cuba, Imprenta de Juan E. Ravelo, 1890, pp. 11-14.