El 27 de noviembre de 1871 tras una sumarísima “farsa judicial”[1] por la supuesta profanación de la tumba del periodista español y coronel de los Cuerpos de Voluntarios, Gonzalo Castañón, fueron fusilados en La Habana ocho estudiantes de Medicina,[2] para aplacar el furibundo odio anticubano de los miembros de esa organización paramilitar, pretendiendo castigar y amedrentar con ese “bestial crimen”,[3] “por donde [mostró] España la crueldad permanente que la incapacita[ba …], para reinar sobre el alma altiva y pía de América”,[4] el espíritu de rebeldía de la juventud cubana frente al intransigente colonialismo español.[5]

     En la tarde del jueves 23 de noviembre los alumnos del primer curso de Medicina de la Universidad de La Habana, esperaban en el Anfiteatro Anatómico la llegada de su profesor, el doctor Pablo de Valencia y García. El anfiteatro estaba ubicado en lo que hoy es la calle San Lázaro, entre Aramburu y Hospital, muy próximo al cementerio de Espada, entonces necrópolis de La Habana. Al enterarse los estudiantes de que el profesor tardaría en llegar, se dispersaron en varios grupos, a esperar la hora de la clase de Disección. Mientras unos se entretenían conversando entre sí; otros entraron en el camposanto y recorrieron sus amplias galerías. Un joven estudiante de 16 años, amante de las flores, arrancó una rosa de un pequeño jardín que estaba a la entrada del lugar. Otros cuatro, entre bromas, risas y burlas, como es propio de la juventud, se entretenían montando y paseando, por la plaza que se encontraba delante del cementerio, en el vehículo que conducía los cadáveres a la sala de disección.

     Llegó la hora de la clase esperada. El día terminó sin ningún contratiempo y el siguiente también. Nada parecía presagiar la terrible tragedia que la calumnia, la mala fe y el odio desencadenarían apenas unas horas después.

     Con los priemeros albores de la mañana del sábado 25 de noviembre de 1871, el gobernador político Dionisio López Roberts se personó en el cementerio de Espada. El objeto de su visita era averiguar qué habían hecho los estudiantes del anfiteatro anatómico en ese lugar, la tarde del día 23, pues tenía noticias que habían realizado ese día actos delictuosos. En ausencia del capellán Mariano Rodríguez Armenteros fue atendido por el celador peninsular Vicente Coba y Quiza, y en su compañía recorrió los distintos patios de la necrópolis. Fue el vigilante Coba la persona que, según afirmó el capellán tres lustros más tarde, le dijo al gobernador que los estudiantes habían rayado el cristal que cubría el nicho de Gonzalo Castañón. Acto seguido, López Roberts, a quien le acompañaba el inspector de policía Manuel Araújo, se presentó en la clase de Anatomía del segundo curso, que impartía el doctor Juan Manuel Sánchez Bustamante y García del Barrio. Allí quiso reducir a prisión a todos los estudiantes presentes por profanadores, pero la actitud viril y digna del profesor se lo impidió.

     Tras este fracaso, López Roberts se apareció en la tarde del mismo día, en el aula del doctor Pablo Valencia y García.[6] Iba acompañado por una fuerza de voluntarios al mando de Felipe Alonso, uno de los acompañantes de Castañón en su fatídica aventura a Cayo Hueso y principal instigador después del castigo más severo para los estudiantes. Allí repitió su acusación y esta vez tuvo éxito, contando con la complicidad del catedrático español, a pesar de las protestas de inocencia de los alumnos. Se decretó prisión para todo el primer año de Medicina, excepto cuatro estudiantes ausentes y un sanitario militar, español, que asistía a la clase en calidad de oyente. El resto de los compañeros —45 en total— entraron en la cárcel a las ocho de la noche.

     En la tarde del día siguiente, domingo 26, tenía lugar una parada militar en el Prado. Unos diez mil voluntarios, y la escasísima tropa del Ejército español que quedaba en la ciudad pasaban revista ante el general Romualdo Crespo, segundo cabo en funciones de gobernador y capitán general interino. Mientras el desfile tenía lugar, de la tercera compañía, perteneciente al quinto batallón, de la que era capitán Felipe Alonso, partieron gritos de ¡Viva España! ¡Viva el general Crespo! ¡Mueran los traidores!, que fueron secundados por otras compañías. Al anochecer unos tres mil voluntarios ocupaban la Plaza de Armas, exigiendo, atronadoramente, el castigo más severo para los culpables. El general Crespo, débil y pusilánime, consintió, violando los más elementales principios de la legalidad vigente, que los estudiantes fueran juzgados por un tribunal militar.

     Hacia la medianoche del domingo 26 y primeras horas de la madrugada del lunes 27 comenzó a funcionar el primer Consejo de Guerra, donde leyó su defensa, a duras penas, el capitán Federico Capdevila, obligado a echar mano a su espada, para defenderse de las agresiones verbales y físicas de los voluntarios allí presentes. No se sabe a ciencia qué dictamen evacuó el primer Consejo.[7] Algunos autores afirman que el fallo fue absolutorio; otros, que los estudiantes fueron condenados a prisión correccional, en correspondencia a las penas que imponía por la supuesta profanación, el Código Penal de 1850, vigente aún en Cuba.

     Los voluntarios que sitiaban la cárcel, convertidos ya en una jauría feroz incontenible, sedientos de sangre, manifestaron airadamente su inconformidad con la sentencia y exigieron que se formara otro Consejo de Guerra más severo y más cruento. El general Crespo, prácticamente, bajo el asedio de las bayonetas, se vio obligado a formar un nuevo Consejo, presidido por el coronel veterano Alejandro Jaquetot, con un total de 15 vocales, seis de ellos capitanes del ejército como vocales veteranos y nueve capitanes más como vocales voluntarios.[8] Con tal membresía se garantizaba la mayor representación del lado de los que estaban a favor de la pena de muerte. Las formalidades de este segundo Consejo de Guerra, constituido bien entrada la madrugada, no se conocen documentalmente. A las cinco de la mañana sacaron a los estudiantes de la galera, para declarar, uno a uno, ante los miembros del Consejo. Dicha diligencia se prolongó hasta el mediodía del 27 de noviembre. La deliberación de los jueces duró alrededor de una hora. A la una de la tarde dictó el Consejo la sentencia: ocho condenados a la pena de muerte por fusilamiento (Alonso Álvarez de la Campa y Gamba, Anacleto Bermúdez y Piñera, Ángel Laborde y Perera, José de Marcos y Medina, Juan Pascual Rodríguez y Pérez,[9] Carlos de la Torre y Madrigal, Carlos Verdugo y Martínez y Eladio González y Toledo[10]); once condenados a seis años de presidio; veinte condenados a cuatro años de presidio; cuatro condenados a seis meses de cárcel; y dos dejados en libertad.

     Una comisión que presidía el capitán de voluntarios José Gener y Batet, llevó la sentencia al general Crespo. Y con el dictamen del Auditor de Guerra, estampó su firma, y con ella la sanción de España, por él representada, en aquel repudiable asesinato jurídico.

     Leído el fallo a los ocho infelices estudiantes que debían morir, entraron en capilla poco antes de las 4:00. Allí escribieron sus líneas postreras a la familia, les remitieron algunos objetos personales y se confesaron. Se les condujo con las manos esposadas y un crucifijo entre ellas hasta la explanada de La Punta, donde se llevaría a cabo la ejecución. Colocados de dos en dos, frente a los paños de pared formados entre las ventanas del edificio utilizado como depósito del Cuerpo de Ingenieros, de espaldas y de rodillas, cual si fueran traidores a la patria, fueron fusilados por el piquete al mando del capitán de voluntarios Ramón López de Ayala,[11] alrededor de las 4:20 de la tarde.

     Los cadáveres se trasladaron a un lugar extramuros, actualmente el cementerio de Colón, conocido con el nombre de San Antonio Chiquito. Iban acompañados por una compañía de voluntarios, sin que se permitiera a sus familiares reclamar a sus muertos para darles sepultura. En el lugar fueron arrojados los cuerpos sin vida, cuatro de Norte a Sur y cuatro de Sur a Norte, en una fosa de dos metros de largo por dos metros y medio de ancho y dos de profundidad. Dos meses y medio más tarde, fue que se asentaron sus partidas de defunción en los libros del cementerio de Colón, donde aparece que los cadáveres fueron inhumados de limosna.

     El fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina no fue el único hecho de sangre que tuvo lugar aquel fatídico 27 de noviembre. También fueron asesinados por los voluntarios, cinco personas negras del sexo masculino, en sitios diversos, pero aledaños a la explanada de la Punta.[12] Uno de ellos era apenas un adolescente, de unos catorce años de edad. Fueron enterrados de limosna en el cementerio San Antonio Chiquito, sin nombres ni generales conocidos.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] JM: “Sangre de inocentes” (traducción), Anuario Martiano, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1969, no. 1, p. 225.

[2] “[…] ocho hermanos míos, rifados, pregonados, asesinados, que me hirió en el corazón”. (JM: “El parte de ayer”, Revista Universal, México, 21 de marzo de 1875, OCEC, t. 1, p. 248).

[3] JM: “El 27 de noviembre”, Patria, Nueva York, 28 de noviembre de 1893, no. 88, p. 1; OC, t. 2, p. 449.

[4] JM: “Discurso en honor de Fermín Valdés-Domínguez”, Salón Jaeger’s, Nueva York, 24 de febrero de 1894, Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, p. 3; OC, t. 4, p. 326.

[5] La tesis defendida por Luis Felipe LeRoy y Gálvez —aceptada por otros autores cubanos— en su documentado libro A cien años del 71: El fusilamiento de los estudiantes, La Habana, Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, es que, si bien los estudiantes fusilados en 1871 eran completamente inocentes del cargo que se le imputaba, el de haber profanado el nicho sepulcral de Castañón, mentor y líder del más intransigente integrismo español, “no fueron en lo absoluto ajenos al fermento de rebeldía estudiantil contra la metrópoli que de antiguo existía en la Real Universidad de La Habana. Por esto, al ser víctimas del furor homicida de los voluntarios, que se cebó en ellos como venganza y escarmiento, resultan con propiedad los primeros mártires del estudiantado universitario en la lucha de los cubanos por su independencia”. (L. F. LeRoy y Gálvez: “Análisis en 1974 del 27 de noviembre de 1871”, Dos conferencias sobre el 27 de noviembre de 1871, La Habana, Universidad de La Habana, Centro de Información Científica y Técnica, 1975, p. 22).

     En otro texto del mismo año, Leroy y Gálvez vuelve aseverar: “No lucharon con las armas en la mano, no conspiraron, fueron insurrectos en potencia. Pero sacrificados cruelmente a la ferocidad de los Voluntarios, su inmolación prestó a la causa de la patria un concurso sin precedentes”. (La inocencia de los estudiantes fusilados en 1871, La Habana, Universidad de La Habana, Centro de Información Científica y Técnica, 1971, p. 15).

     Cincuenta años más tarde, Francisca López Civeira reafirma: “Los sucesos ocurridos el 27 de noviembre de 1871 forman parte de la tradición histórica de los estudiantes universitarios en Cuba. En su conmemoración se unen el homenaje a los mártires, el combate frente al dominio externo y la lucha por una universidad científica, incluyente, al servicio de la nación, como cuestiones más generales. Aquel martirologio es icónico y no casual, pues se inserta en un contexto que condicionó esa represión abominable como parte del intento por amedrentar a quienes ya se destacaban como fuente de lo que las autoridades españolas denominaban ‘laborantismo’, es decir, patriotismo, combate por la independencia”. (“El 27 de Noviembre en el imaginario universitario”, en José A. Baujin y Mercy Ruiz: “Con un himno en la garganta”. El 27 de noviembre de 1871: investigación histórica, tradición universitaria e Inocencia, de Alejandro Gil, La Habana, Editorial UH y Ediciones ICAIC, 2019, p. 35).

     Siguiendo el mismo curso argumentativo, Cintio Vitier escribe: “El resentimiento de los Voluntarios españoles contra aquella porción ilustrada, generosa y dispuesta al sacrificio, de la burguesía criolla, tuvo ocasión de ensañarse en la ‘carne fresca’ —como ellos mismos aullaban bestialmente— de los ocho jóvenes mártires, y estos, al saber ‘morir dignamente por su patria’, según escribió Valdés-Domínguez en su alegato, ajenos a la inexistente profanación de que se les acusaba, pero no al espíritu patriótico que sus acusadores perseguían, tuvieron la ocasión de subir de golpe a la esfera del heroísmo y sumarse a la legión de sus hermanos mambises”. (“Martí y el 27 de Noviembre” (1974), Temas martianos. Segunda serie, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2011, p. 18).

[6] Como dato curioso, su hijo Pablo Aureliano de Valencia y Forns, doctor en Medicina, graduado en España, especializado en práctica forense, fue la persona elegida por el general Juan Salcedo, jefe del distrito militar de Santiago de Cuba, para realizar el embalsamiento del cadáver de José Martí, en Remanganaguas, el 23 de mayo de 1895. (Véase Luis F. Leroy y Gálvez: “Los médicos Valencia en 1871 y 1895, Patria, año 23, no. 6, no. 6, La Habana, junio de 1967, pp. 1-2; e Igor Guilarte Fong: “José Martí y las reliquias de la muerte”, Bohemia, La Habana).

[7] El sumario de la causa y los autos de los dos consejos de guerra jamás se han encontrado. La causa de los estudiantes condenados en noviembre de 1871 no se custodia en el Archivo General Militar de Segovia. (Luis F. Le Roy y Gálvez: “El 27 de Noviembre cien años después”, Centenario del fusilamiento de los estudiantes de Medicina, La Habana, Academia de Ciencias de Cuba, Serie histórica no. 24, 1973, p. 6).

[8] La elección de estos nueve capitanes se hizo teniendo en cuenta los nueve batallones de Voluntarios en servicio; un capitán por cada batallón.

[9] Estos cinco jóvenes fueron los primeros condenados a morir, ya que, de acuerdo con el criterio de los jueces, de una forma u otra, tuvieron participación directa en los sucesos acaecidos en el cementerio: Álvarez de la Campa arrancó una flor del jardín; los otros, jugaron y pasearon con el carro que se utilizaba para transportar los cadáveres en el camposanto.

[10] Estos tres últimos fueron elegidos al azar, para completar la cifra de ocho, que resultaba de la operación macabra de quintar —es decir, seleccionar uno de cada cinco, como exigían, terminantemente, los voluntarios— la cifra 43, que era la cantidad de estudiantes que serían juzgados, una vez eximidos dos de culpabilidad, por el segundo Consejo de Guerra. Hay que señalar, además, que, en el colmo de la arbitrariedad, el joven Verdugo, natural de Matanzas, que el día de los hechos se encontraba en su hogar y había llegado a La Habana el 25, pocas horas antes de la detención de toda la clase del primer año de Medicina, fue elegido al paredón, en aciaga suerte, en el demencial sorteo.

[11] Véase Luis F. Le Roy y Gálvez: “Personajes nobles y figuras viles del 27 de noviembre de 1871”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, septiembre-diciembre de 1971, no. 3, pp. 5-33.

[12] Véase Lázara Menéndez: “Los abakuá en Inocencia y las provocaciones a la Historia, la memoria y la justicia”, “Con un himno en la garganta” …, ob. cit., pp. 193-200.