EL 27 DE NOVIEMBRE
En el crimen del 27 de noviembre de 1871—el día sangriento en que una turba rifó la vida y gozó la muerte de los ocho estudiantes[1] de la Universidad de la Habana, por la falsa culpa de haber atentado al cadáver de un hombre de odio[2] cuyo propio hijo[3] declaró luego intacto el cadáver de su padre,[4]—tuvo su expresión culminante la ira del español bajo y logrero contra el criollo que le pone en peligro el usufructo privilegiado de la tierra donde vive en gozo y consideración que no conoció jamás en su aldea miserable o en su ciudad roída y pobretona. Esa alma cuajó, y todo ese aborrecimiento, en el asesinato de los estudiantes. Por eso es tristemente famoso: porque en él, a la claridad de los tiempos modernos, se expresó el alma rencorosa y cruel de España en América.
Tal fue el caso histórico. Cada bestia obraba con la furia de su privilegio amenazado. La injuria no es preciso, ni el disimulo. No es el honor lo que España defiende en América, porque el honor no está en corromper y asesinar a nuestros propios hijos, cada cual al hijo del otro, y los unos a los de los otros: lo que España defiende en América es la posesión.—Es más horrendo aquel crimen, porque en él, de su nacimiento a su ejecución, se pusieron visiblemente todos los abominables factores del gobierno colonial español: el miedo que denuncia,—la codicia que ve provecho en el rescate, y exagera el peligro para aumentar el precio de la salvación,—la ferocidad del interés amenazado, que se sacia contra los que se le ponen a mano como símbolo de la rebelión que lo amenaza. Hay odios excusables, que nacen de una aberración, de una abstracción, de una pasión nacional. Hay odios, como el del 27 de noviembre, que suben, babeantes, del vientre del hombre. Cada tendero defendía la tienda. Cada dependiente defendía el sueldo. Cada recién venido defendía la colocación del hermano o el primo por venir. “¡Allí están, esos barbilindos, esos felices, esos señoritos que viven sin trabajar, cuando nosotros barremos la tienda y servimos en el mostrador, esos amos: sean criados nuestros una vez al menos!” Y los criados se saciaron en los amos. Esa fue otra faz del crimen. España, en aquella vergüenza, no tuvo más que un hombre de honor: el generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos, tendrá asiento mayor,—y donde haya cubanos.
En verdad, aquel crimen, concreción y estallido de fuerza hasta entonces confusas, o no tan claramente manifiestas, puede ser, y ha de ser objeto de hondo estudio, en que se acomode el resultado sangriento a los agentes sordos, y de siglos, que se enconaron y revelaron en él. Pero hoy, baste con sacar, y sáquense continuamente, del terrible suceso las dos lecciones que de él saltan: fue la una, la persistencia en América del alma inmutable de la conquista española, igual en Ovando hace cuatrocientos años, en Monteverde hace setenta y cinco, en los Voluntarios de la Habana hace diez y ocho: la otra, la que levanta el ánimo y se recuerda con más gozo, es la capacidad del alma cubana, de aquella misma porción de ella que parece tibia u olvidadiza o inerme, para alzarse, sublime, a la hora del sacrificio, y morir sin temblar en holocausto de la patria. Del crimen ¡ojalá que no hubiera que hablar! Háblese siempre—en estos días en que la observación superficial pudiera dudar del corazón de Cuba—del oro rebelde que en el fondo de todo pecho cubano solo espera la hora de la necesidad para brillar y guiar, como una llama. ¡Así, luces serenas, son en la inmensidad del recuerdo aquellas ocho almas!
Patria, Nueva York, 28 de noviembre de 1893, no. 88, p. 1; OC, t. 2, pp. 449-450.
Notas:
Véase Abreviaturas y siglas
[1] Los ocho estudiantes de primer año de Medicina fusilados en la explanada de La Punta, en La Habana, el 27 de noviembre de 1871, se nombraban: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba (1855-1871), José de Marcos y Medina (1851-1871), Juan Pascual Rodríguez y Pérez (1850-1871), Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871), Ángel Laborde y Perera (1853-1871), Eladio González y Toledo (1851-1871), Carlos Verdugo y Martínez (1854-1871) y Carlos de la Torre y Madrigal (1851-1871).
[3] Fernando Castañón.
[4] El 14 de enero de 1887, Fermín Valdés-Domínguez asistió a la exhumación de los restos de Gonzalo Castañón y obtuvo el testimonio por escrito de los señores Fernando Castañón y José Triay de que la tumba del periodista español y coronel de Voluntarios no había sido profanada, lo que demostraba, una vez más, la inocencia de los estudiantes de Medicina.