DESDE NEW YORK

FERMÍN VALDÉS DOMÍNGUEZ[1]

Los grandes crímenes son útiles, porque demuestran hasta dónde puede llegar la nobleza necesaria para perdonarlos. Hace dieciséis años arrancó un niño[2] una rosa que florecía en nuestro cementerio,[3] y, habituados a mirar la muerte sin temor, esperaban otros, paseando entre las tumbas, la hora de estudiarla.[4]

     Una cohorte de demagogos poderosos, no menos terribles que los que prosperan al amparo de las libertades, fingió creer, por acaudalar fama política, el rumor de que aquellos adolescentes, culpables solo de la alegría que en la juventud infunden el espacio y la luz, habían puesto la mano en un histórico cadáver.[5] ¡El hierro no se ha calentado todavía a fuego bastante intenso para marcar como fuera debido la frente del primer infame! Por la ola de sangre se vieron impelidos los mismos que para ganarse el favor de la opinión la levantaron: ¿quién sabe dónde va el odio una vez que se le desata? Se llenó nuestra Habana de turbas engañadas y coléricas: temblaron ante ellas los que hubieran podido desarmar la furia con mostrar a sus jefes el ataúd: todavía se estremecen de pavor los que recuerdan las cárceles cercadas, el palacio sitiado, los caballos de los pacificadores muertos a bayonetazos, los toques de corneta, anunciando en el lúgubre silencio, las gallardas cabezas que caían: hoy solo quedan de aquel drama tremendo unas hebillas de plata, una corbata de seda envuelta a un hueso, y ocho cráneos despedazados por las balas.[6]

     Encoge la prudencia, sujeta la generosidad, contiene el respeto al remordimiento de los culpables y sus cómplices, la fuerza de himno con que saluda esos restos, recobrados con un valor heroico, el alma enamorada de sus mártires. ¡Oh, quién pudiera, en una fiesta pública, para atenuar el crimen con la reparación comparable a él, ver en silencio, desceñidas las armas y con las cabezas descubiertas, a aquellos mismos mal aconsejados que nos los arrebataron! Esa sí es paz, la que se afirma en el arrepentimiento. Ese sí es olvido, el que empieza en la confesión honrosa de la culpa. ¿A qué el miedo de escribir la verdad en un pueblo donde nadie lo tiene? Nuestra sangre no sabe de miedos, ni en padres ni en hijos. Con el valor sencillo y la palabra[7] franca se cautiva y convence a los que los poseen. Sí: 1as rodillas dobladas de los que pecaron serían aquí la prueba verdadera del valor. Sí: la historia sería entonces clemente para los que la mancharon. ¡Hasta entonces vagarán, sin consuelo, viendo allá en las alturas preñarse las nubes y aglomerarse la tempestad, aquellas ocho almas!

     ¿Qué hay en nuestra historia tan bello, desde que cesamos de morir, como ese joven que se acerca refrenando las lágrimas, al ataúd de donde surgió la muerte de sus ocho compañeros, para pedir a un hijo conmovido[8] que no deje ir cargadas con el crimen las cenizas nunca ofendidas de su padre?[9] ¿Qué manos temblaron como las suyas, cuando al abrir el ataúd, abría su propia gloria? ¿Qué trágico sepulturero bajó como él a la fosa donde consumió la tierra a sus amigos, y puso en ellos las manos, y lloró como no se vuelve a llorar, y con los ojos triunfantes miró al cielo, que enviaba sobre los cráneos destrozados su luz vengadora?

     Fermín Valdés Domínguez, pródigo siempre de nobleza, llevaba en los ojos, desde que heló aquel horror su juventud, como la sombra de una culpa involuntaria: la culpa de no haber vindicado a sus amigos. Él narró con desorden patético aquellas escenas[10] que el mismo que pudo impedirlas, el general Crespo, declaró en un documento publicado en Madrid “solo comparables a la época del terror de la República Francesa[11] por su sangriento colorido”.

     Él, tan bueno y tan justo, sacudió en días difíciles su ira sobre los que el rumor público acusaba de instigadores de aquella extraordinaria maldad. Él, con la sencillez de la grandeza, alzó la mano en nombre de Dios frente al cadáver que decían profanado por sus condiscípulos, y en un dramático momento, digno de que el pincel lo perpetúe, levantó las sombras de sus amigos inocentes entre el féretro intacto del padre y el primer beso apasionado de su hijo. Él propaló la vindicación, congregó en su casa propia a tímidos y valientes, aceptó en cartas bellas el tributo de un hombre acusado sin justicia, y al fin, símbolo triste y hermoso de nuestra historia, bajó a buscar al seno de la tierra los restos de sus amigos muertos, con los brazos desnudos! ¡Glorioso joven! ¡Ya puede morir, puesto que no ha de prestar a su patria un servicio mayor!

     Grande ha sido en Valdés-Domínguez la lealtad a los muertos—¡que tienen pocos amigos!—;grande su arrojo; grande la fuerza que su prueba añade a nuestros derechos olvidados. Pero lo más grande en él, a semejanza de su pueblo, donde no encuentra raíz el odio, es ese acento inefable de perdón que embellece su digna tristeza. ¡Perdón es la palabra, y aquí se trata solo de merecerlo! Ya quiere bálsamos esta tierra triste donde los vencedores cuentan tantas heridas como los vencidos: ya se siente en el aire el tácito acuerdo de los que aprendieron a odiarse en la opresión para estimarse después por sus virtudes comunes en la guerra: ya asoma acaso la hora de marchar juntos a la conquista de toda la justicia.[12] Mueva sus lenguas como un flagelo el aire sobre esas catervas de viciosos que pudren nuestras ciudades, y nos convierten en un bazar inmundo; pero florezca por sobre estas llamas la indulgencia sincera que hermosea el combate, y debilita más a los enemigos que la amenaza estéril o la odiada lisonja.

     ¿Qué son ya, más que polvo y memoria, aquellos que en un sueño de sangre salieron sin culpa y sin miedo de la vida? Cuatro esqueletos estaban tendidos de sur a norte: cuatro esqueletos estaban tendidos de norte a sur: ¡pero los muertos son las raíces de los pueblos, y, abonada con ellos la tierra, el aire nos los devuelve y nutre de ellos; ellos encienden en el corazón cansado el fuego que se apaga; ellos vigilan, sentados en la sombra, a los que pierden la virtud en ocio cobarde o diversiones viles; en ellos, por decreto supremo de la naturaleza, se juntan los victimarios y las víctimas! ¡Día radioso será para Fermín Valdés- Domínguez, y digno de su carácter y su gloria, cuando al entregar a la patria el mausoleo de los muertos vindicados por su esfuerzo, alcance a ver, en el silencio religioso del gentío, a los mal aconsejados que nos los arrebataron, desceñidas las armas, y con las cabezas descubiertas!

José Martí

La Lucha, La Habana, 9 de abril de 1887.

Tomado de José Martí: Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2015, t. 25, pp. 240-242.

Otros textos relacionados con el 27 de noviembre de 1871.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Este artículo fue escrito el 31 de marzo de 1887. Véase la carta a Fermín Valdés-Domínguez, de igual fecha, en OCEC, t. 25, p. 340.

[2] Alonso Álvarez de la Campa y de la Gamba (1855-1871). Véase la referencia que José Martí hace en su discurso “Los pinos nuevos” (OC, t. 4, p. 284) a la altivez y valentía con que este joven mártir y su condiscípulo Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871) encararon la terrible sentencia, levantando “el ánimo patrio” de sus amigos también condenados al paredón, “cuando el tambor de muerte redoblaba, y se oía el olear de los sollozos, y bajaban la cabeza los asesinos”. (N. del E. del sitio web).

[3] Cementerio de Espada, entonces necrópolis de La Habana. (N. del E. del sitio web).

[4] Referencia a los acontecimientos que desembocaron en el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871. Véase el texto “La sangre de los inocentes” (traducción), que explica este hecho, en el Anuario Martiano, La Habana, Sala Martí de la Biblioteca Nacional, 1969, no. 1, pp. 225-228.

[5] Alude a la supuesta profanación de la tumba del periodista español Gonzalo Castañón.

[6] Referencia al fusilamiento de los ocho estudiantes de primer año de Medicina en la explanada de La Punta, en La Habana, el 27 de noviembre de 1871: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba (1855-1871), José de Marcos y Medina (1851-1871), Juan Pascual Rodríguez y Pérez (1850-1871), Anacleto Bermúdez y Piñera (1851-1871), Ángel Laborde y Perera (1853-1871), Eladio González y Toledo (1851-1871), Carlos Verdugo y Martínez (1854-1871) y Carlos de la Torre y Madrigal (1851-1871).

[7] Roto el periódico. Se sigue la lección de OC, t. 4, pp. 356-357, hasta “sangriento colorido”.

[8] Fernando Castañón.

[9] El 14 de enero de 1887, Fermín Valdés-Domínguez asistió a la exhumación de los restos de Gonzalo Castañón y obtuvo el testimonio por escrito de los señores Fernando Castañón y José Triay de que la tumba del periodista español y coronel de Voluntarios no había sido profanada, lo que demostraba, una vez más, la inocencia de los estudiantes de Medicina.

[10] Referencia al libro El 27 de noviembre de 1871, de Fermín Valdés-Domínguez. La primera edición vio la luz en La Habana, en abril de 1887, con una tirada de cuatro mil ejemplares y se agotó en pocas semanas. Hubo una segunda edición ampliada, ese mismo año en La Habana; y una tercera, con nuevas adiciones, en Santiago de Cuba, en 1909. (OCEC, t. 25, p. 472). Véase la recopilación “La opinión de Cuba” (Patria, Nueva York, 2 de marzo de 1894, no. 101, pp. 3-4), que contiene las valoraciones de Manuel Sanguily, Enrique José Varona, Antonio Zambrana y otros acerca de esta obra y del digno proceder patriótico de su autor.

[11] Véase Revolución francesa. (N. del E. del sitio web).

[12] Nótese la similitud temática con las cartas al general Antonio Maceo, Nueva York [16 de diciembre] 1894, MMCC, p. 108 y a Juan Gualberto Gómez, [New York, 29 de enero, 1895], EJM, t. V, p. 39; y el apunte personal, OC, t. 22, p. 142. (N. del E. del sitio web).