EL ÁLBUM DE CLEMENCIA GÓMEZ

En servicio de la Patria, a caballo en el alazán que le prestó un general del país,[1] llegó hace meses un viajero a la puerta de una casa que nunca podrá olvidar,[2] en el rincón, amasado con sangre de independientes, de Montecristi. Antes echó pie a tierra por breves momentos frente a un grande almacén,[3] tan vasto, ordenado y activo como el mejor de las tierras pomposas del comercio: y el niño ágil y esbelto, fino en el traje y maneras, con el genio y virtud en los ojos, clavado a su mesa humilde, aunque parecía ser el alma y confianza de la casa, era sobrio ya como un hombre probado, centelleante como luz presa, discreto como familiar del dolor, el primer hijo de Máximo Gómez: Francisco Gómez, de dieciséis años. A la par de él, niño otra vez el viajero y crecida de pronto la criatura, llegaron, como amigos jurados, a la casa modesta: alrededor de la madre bondadosa, a quien la prueba sublime de la guerra dio la augusta sencillez que señala a los que han vivido largo tiempo en el heroísmo, se agrupaban como recién nacidos de ella, los hijos amorosos:[4] las manos eran calor, las miradas bienvenida, la conversación, una de las pocas que dan valor y fe para encarar la vileza de este mundo. La casa no vivía en la vanidad egoísta de la gloria del padre, ni como gloria hablaban de él, sino como padre: en lo que vive aquella casa es en la pasión de Cuba; la pasión no se ve en la protesta lenguaraz, en el patriotismo artesonado o postizo, ni en la virtud ostentosa, sin el recato que la hace natural y amable: en los recuerdos todos, en el cuento íntimo, en la alusión alegre a las penas de otros días, en la conformidad magnífica, lección a tantos hombres, de aquel hogar que pueden volver a afligir la orfandad y la viudez, es donde, como el aire, se respira la Patria: y todo el fuego y la esperanza de ella, la aurora de libertad en la palidez del rostro y la raza del indómito valor en los ojos abiertos a la luz en los combates, brillaban en la hija mayor, muy leal y elocuente de naturaleza, que es ya, antes de entrar en la vida, tierna como compañera y sufrida como madre. Francisco, que ya se ve como el guardián en la soledad; Máximo, niño pensador que a los catorce años adivina el alma de los libros y le ve en ellos la sangre a quien los escribe; Urbano, valiente de nueve años, que a la madrugada había de aparecerse al estribo del viajero cargando al hombro las piadosas alforjas, todos oían, con ojos enamorados los recuerdos de ayer, los sueños de mañana. Se hablaba de los amigos firmes del destierro, de la necesidad y justicia de tener al fin un rincón donde vivir, del cariño y cultura de la ciudad gallarda de Santiago, de Regina y María de Jesús, las dos hermanas prudentes y generosas que el bravo general ha llevado de su brazo por la vida. ¡En casas como esa, de amor doméstico y sacrificio natural, debieron vivir los poetas de las primeras epopeyas!

     Hurtó el viajero su álbum a Clemencia, y le copió las páginas que siguen, y son espejo fiel de aquella casa.[5]

Patria, Nueva York, 29 de abril de 1893, no. 59, p. 3; OC, t. 5, pp. 20-21.

Pensamientos
Del álbum de Clemencia Gómez

     Mis queridos Papá y Mamá:

Ya que ustedes me han regalado el autógrafo, escríbanme un recuerdo de ustedes.

                                                                                              —Clemencita.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Pudiera tratarse del general dominicano Benigno Corona.

[2] José Martí visita por primera vez la casa de la familia Gómez Toro, el 9 de septiembre de 1892.

[3] La casa comercial de Juan Isidro Jiménez, donde trabajaba Francisco Gómez Toro; Panchito.

[4] Además de los mencionados más abajo directamente por sus nombres, los otros tres hijos más pequeños del matrimonio Gómez Toro eran Bernardo, Andrés y Margarita.

[5] Durante su visita al hogar de la familia Gómez Toro, Martí conoce de la existencia del álbum de Clemencia y pide a uno de sus hermanos que se lo transcriba y envíe a Nueva York. Véase la carta a Panchito Gómez Toro, de 13 de septiembre de 1892, EJM, t. III, pp. 206-207.