A LOS JEFES Y OFICIALES DEL EJÉRCITO LIBERTADOR:

[Dos Ríos, 14 de mayo de 1895][1]

A los Jefes y Oficiales del Ejército Libertador:

El pueblo de Cuba está preparado para vencer en la guerra que ha vuelto a emprender para su libertad; pero será inútil tal vez su sacrificio, o costará demasiado sin necesidad, si todo el Ejército Libertador no obedece a la vez al mismo impulso, si no se hace de todas partes lo mismo a la vez, si no se lleva la guerra adelante con un pensamiento enérgico y claro. El valor suele resolver los encuentros aislados, pero solo el orden en la guerra y la unidad de pensamiento llevan a la victoria final. La victoria solo se puede lograr, o se logra más pronto, con el asedio metódico y unánime que aturde al enemigo por su orden implacable, que lo obliga a empezar de nuevo donde cree que ha terminado, que no le deja reposo y lo compele a emplear y dividir sus fuerzas enfermas y cansadas. Hay que fatigar y tener en ejercicio las fuerzas del enemigo, y privarle de recursos, a él, y a las ciudades y poblados donde se asila. Hay que marchar todos, sin descanso y con plan, al mismo fin.[2]  Con la resolución indudable del pueblo de Cuba, es imposible la derrota, si hacemos bien la guerra, si no ayudamos al enemigo perdiendo nuestras oportunidades, dejándolo descansar, y contribuyendo a abastecerlo, si entendemos desde hoy los derechos que la guerra nos da, los medios de que podemos usar en ella, el método que debemos seguir, y las obligaciones que nos impone. Expedimos estas instrucciones generales, para obtener sin pérdida de tiempo esta unidad y energía de acción en el ejército cubano, puesto que ya ha terminado el periodo primero, naturalmente confuso, de formación de las fuerzas, y estamos permitiendo al enemigo que mejore y prepare sus tropas en calma, por no darnos prisa a cortarle sus recursos, a sitiarlo de cerca o de lejos, en las ciudades donde se refugia, a obligarlo a salir a la pelea en busca de provisiones para las ciudades, y a interrumpir todos los trabajos que pueden aprovechar al enemigo, o a los que le paguen contribución, y todas las vías por donde pueda transitar y comunicarse.—Estas instrucciones deben servir de guía constante a los Jefes y Oficiales del Ejército Libertador.

     Este principio se ha de tener constantemente en la memoria, y por él se ha de resolver por el Jefe u Oficial cualquier caso imprevisto:—

     La guerra tiene el deber de destruir todo lo que, de cualquier modo, ayude a mantenerse o defenderse al enemigo:—Y cuando la guerra, como en Cuba, es la patria, cualquier falta de vigilancia, cualquier falta de persecución, cualquier falta de ataque, cualquier descuido que dé al enemigo lo que se le puede quitar, o le permita recibir lo que no debió llegar a él, es un delito de traición a la patria.

     Los trabajos pacíficos de cuyo producto va a aprovecharse el enemigo, bien sea por la contribución que cobra sobre ellos, bien por la ganancia de los que la ayudan,—se han de impedir, todos.

     Las reses que pasan a alimentar al enemigo, o a los poblados que le sirven de estación, o a las ciudades donde se hace fuerte, donde se prepara a atacarnos, y donde se repone de sus pérdidas y enfermedades,—deben ser detenidas y dispersas, sin excepción, y castigados los que las lleven,—o amparen su entrada.

     Las ciudades, deben estar aisladas de todo recurso, en zozobra perenne, recibiendo sin cesar pruebas de la actividad de la revolución; para que estén dispuestas a ayudarla, por acabar las privaciones que le vienen de ella, y por su poca confianza en un gobierno que no las puede librar de la escasez o el hambre.

     Las vías todas de comunicación,—correo, telégrafo, ferrocarril, deben estar siempre inservibles,—los correos, prohibidos; el telégrafo, cortado; el ferrocarril, destruido, o siempre fuera de uso; y los caminos de agua y tierra, ocupados o molestados en sus cruceros principales.

     Cerrar todas esas fuentes de fuerza material y moral al enemigo es el deber de todos, en todas partes, en todos los momentos; y dejar abierta al enemigo, o floja, una sola puerta o vía, es ayudarlo, es contribuir a que se fortalezca y se reponga,—es el delito de traición a la patria.—La parte más importante y decisiva de una guerra no está en las batallas, ni en los hechos de valor personal; sino en el sistema inexorable con que, de todas partes a la vez, se debilita y empobrece al contrario, se le quitan recursos y se le aumentan obligaciones, se le obliga a pelear contra su plan y voluntad, y se le impide que reponga sus fuerzas.—Y en esa condición, son más fáciles y útiles las batallas. Hay que preparar el éxito de las batallas con ese trabajo continuo.  

     Los trabajos.—Se ha de impedir todo trabajo pacífico cuyo producto pueda aprovechar al enemigo. Todo trabajo cuyo producto va al campo enemigo, le aprovecha a él, y aumenta sus recursos contra la revolución. El gobierno cobra contribución sobre esa riqueza; y los amos de ella, por seguir gozando de ella, apoyan al gobierno español que les defiende el trabajo, con el mismo dinero que sacan de él. Permitir el trabajo que va a ayudar al gobierno español, es dar al gobierno español recursos con que pelear contra Cuba. Todos los trabajos que no sean de los cubanos revolucionarios, para el sostén de sus familias y el de nuestras fuerzas, deben ser impedidos. Así, el gobierno no puede cobrar sobre ellos la contribución que emplea en hacernos la guerra,—los que lo ayudan no tienen con que ayudarlo, y le pierden respeto porque no los puede proteger,—y los trabajadores, que ya no tienen interés en ser pacíficos, quedan libres para unirse a la revolución.

     Las reses.—Se ha de impedir el paso de reses a los campamentos, poblados o ciudades del enemigo. Es fácil entender lo grave que sería permitir el paso de provisiones a un campamento. Las ciudades ocupadas por el enemigo son sus campamentos principales, y se les ha de rodear, y privar de provisiones, lo mismo que a una fortaleza sitiada. Al enemigo a quien se hace la guerra, no se le puede estar sirviendo de proveedor. Al enemigo no hemos de darle alimentos, sino privarlo de alimento. El gobierno español no permite el paso a cargas de vianda y animales que vengan a alimentar el ejército de la revolución: la revolución no puede permitir el paso a los alimentos del ejército español, y de las ciudades donde se defiende, se aísla, se cura, y rehace sus fuerzas para volver a atacarnos. Todo el heroísmo de Cuba será estéril, si los cubanos se encargan de reponerle al enemigo en el asilo de las ciudades las fuerzas que en el campo de batalla les hacen perder. Pasar reses, es ser cómplice del enemigo.

     Las ciudades.—Se ha de mantener a las poblaciones privadas de todo recurso, en alarma continua, y sin capacidad de producir provecho a España, de modo que esta, en vez de sacar contribución de ellas, o mantenerlas en abundancia y trabajo, tenga que atender a ellas y que proveerlas, y los habitantes, viendo al gobierno impotente, respeten o deseen la revolución. Las ciudades juzgan de la potencia de la guerra por el modo con que la guerra llega a ellas. Las ciudades llevan al resto del país, y al mundo que viene en los barcos a sus puertos, las noticias de la fuerza de la guerra. Por las ciudades ve el mundo si la guerra es poca o mucha. Las ciudades son la medida de la guerra. Es enteramente inútil el estado brillante de la guerra en el campo, y nuestra victoria en él, si ese estado de guerra y esa victoria no se siente y se ve en las ciudades. Si el resto del país, y el mundo, ven las ciudades bien provistas, sin alarma ni escasez, trabajando en paz como si estuvieran en paz,—la sangre de los héroes y el sacrifico de sus casas serán vanos. España puede probar al país y al mundo que no hay guerra en Cuba, o que la guerra es débil y despreciable. El que hace la guerra débilmente la hace contra sí.—Si las ciudades viven en pánico incesante, si el trabajo es imposible y es grande la estrechez, si ven a las fuerzas del gobierno obligadas a salir en busca de recursos, si sienten la guerra, el país cree en ella, y el mundo.

     Todo el que ayuda a la tranquilidad y al abastecimiento de las ciudades, ayuda al enemigo a presentar a la guerra como impotente e infeliz, y es traidor a la misma guerra que hace.—Por eso las ciudades deben estar, todas a la vez, en alarma y escasez continuas.

     Si no entran a las ciudades alimentos de boca, el gobierno no puede mantener en ellas fuerzas grandes, o tiene que gastar más en mantenerlas. Si no hay alimentos en las ciudades, el gobierno, mientras las ocupa, tiene que procurarlos, a costa de sangre y enfermedades, y los habitantes, apurados del hambre y la pobreza, o abandonan la ciudad, para el extranjero, privando de sus rendimientos al gobierno, o vienen a la revolución, o se disponen a favorecerla. Si no hay trabajo en las ciudades, el gobierno no tiene de donde sacar en ellas recursos con que hacer la guerra a la revolución.—Las familias de los revolucionarios, aunque sean nuestras familias, ayudan prácticamente al enemigo con el gasto de todo lo que consumen, que le paga al enemigo contribución. El gobierno, que ha de mantener su crédito hasta que se rinda, se verá obligado a surtir las ciudades hasta que las pueda ocupar con seguridad la revolución. El miramiento por las familias de las ciudades, que son los mejores campamentos del enemigo, no puede ser razón, en revolucionarios honrados, para herir de muerte a la revolución, abasteciendo en las ciudades a los campamentos enemigos,—y permitiéndole que la paz de las ciudades desacredite y rebaje la revolución.—Por esas razones, todo descuido en el sitio constante de las ciudades, no es menos que traición.

     Caminos, ferrocarriles y telégrafos.—Con el uso de los ferrocarriles, el enemigo saca dos ventajas:—mantiene corrientes las grandes riquezas del país, que le dan recursos con que hacernos la guerra,—y tiene un modo rápido de mover las fuerzas, sin los peligros y la dilación de los caminos, y sin las enfermedades y los obstáculos de la marcha: todos los ferrocarriles deben estar constantemente fuera de uso, para que el enemigo no pueda mover sus fuerzas con una ventaja que no tiene la revolución,—y para que la riqueza del país no tenga recursos que dar al gobierno, y se convenza de que el gobierno es impotente para protegerla, y la revolución es bastante fuerte para impedirle que trabaje.

     Con el telégrafo, el enemigo iguala todas las ventajas que da al cubano el hacer la guerra en su propio país: el telégrafo es el práctico, el denunciante y el espía: continuamente han de estar las líneas por tierra, de modo que sea imposible repararlas.

     —Los caminos pueden ser el mejor auxilio de la revolución, si se atiende bien a este ramo de la guerra. Los transeúntes que pasan por los caminos sin hallarse con nuestras fuerzas, o las recuas y carretas que los andan sin ser molestados, van por todas partes publicando que la revolución no tiene fuerzas con que guardar los caminos, o que sus jefes y oficiales son tan desidiosos y torpes que permiten al enemigo el uso libre e insolente de sus campos. Pero si se impide, sin perder una ocasión, el paso de provisiones por el camino, y los que lo andan ven a nuestras fuerzas u oyen de ellas, se aumenta el respeto del enemigo y del país por la revolución, se le enseña diariamente que la guerra es fuerte y vigilante, y se mantiene a la comarca agitada con la guerra, y se corta la entrada de recursos a las ciudades.—La revolución debe estar dondequiera que se la deba esperar; y así gana fuerza. La revolución no debe dejar nunca de enseñarse donde se espera que esté, y donde es su deber estar,—porque, si no, pierde crédito y fuerza.—Dejar en uso al ferrocarril, es igual al delito de transportar las fuerzas enemigas: dejar en pie el telégrafo, es lo mismo que servir de práctico al enemigo: dejar de vigilar los caminos, y permitir paso libre a carretas y recuas, es confesar que la revolución no tiene fuerzas ni inteligencia con que combatir al enemigo. Es indispensable destruir el telégrafo, mantener interrumpidos los ferrocarriles, y tener siempre bajo vigilancia los caminos.

     El buen trato a los habitantes del país, cubanos y españoles, es otro recurso poderoso de guerra; y el que por el maltrato o el despojo innecesario de los pacíficos espante de los campos a los pobladores que pueden ser ayuda continua de la revolución, u obligue a las familias o a sus hombres a irse al enemigo por justo rencor, o en busca de amparo, es culpable del delito de complicidad con el enemigo. La guerra no podría vencer sin el cariño y la ayuda de los pacíficos: los pacíficos fieles a Cuba son nuestros almacenes, nuestras avanzadas permanentes y nuestros hospitales, y los debemos cuidar y respetar como se cuidan y respetan esos servicios; así como debemos acabar de raíz con los que de cualquier modo ayuden a España, o den albergue y servicios a sus tropas. El peor enemigo de Cuba es el que por su abuso o su maltrato le quita a Cuba servidores, y se los da a España. La guerra tiene derecho a satisfacer sus necesidades legítimas, que son dos: privar al enemigo de toda especie de recursos,—y atender a su alimentación, vestuario y provisión de armas y municiones. Puede tomar la guerra lo que verdaderamente necesite; porque lo que se lleva innecesariamente es un robo a la revolución, que va a seguir necesitándolo,—y porque cada abuso que se comete es un soldado más que se da al gobierno español. Es indispensable que el país ame la revolución, que la vea sin miedo, que la vea llegar con gusto a sus puertas, en la seguridad de que no le llevará más que aquello a que le reconoce derecho porque le está defendiendo los suyos. La naturaleza humana, y en especial la dignidad cubana, aborrece el abuso, y a los que lo cometen. Los Jefes y Oficiales castigarán, como el delito de abrir banderín para el enemigo, a cuantos abusen de la buena voluntad de los pacíficos leales, o consuman y destruyan los alimentos que no necesiten o desagradezcan y ofendan a los cubanos y españoles que nos ayuden.

     La práctica en los servicios de la guerra es indispensable también para vencer. Con hombres precisos, dispuestos a todas horas para todo, con el corazón más alegre mientras más difícil es el empleo que se les da, con su arma limpia y su caballo entero y pronto, se pueden intentar en la guerra las sorpresas y las improvisaciones que son imposibles con hombres que no encajan de prisa y bien en su puesto, como las diferentes piezas de un arma a la hora de montarla. La hora de acción no es hora de aprender. Es preciso haber aprendido antes. Es preciso tener a los hombres disciplinados, que es tenerlos dispuestos a prestar servicios a una voz, sin perder en preparativos, confusiones y torpezas el tiempo que se ha de emplear en caer silenciosamente sobre el enemigo. Los hombres sueltos, con demasiado tiempo a su disposición, sin trabajos de guerra que los acostumbren a estar listos para ellos, sin el hábito del deber a horas fijas, y de atención rápida a las órdenes que reciben, no sirven bien a la patria, ni le pueden dar el ejército sazonado y seguro que necesita para arrancar su independencia a un enemigo que tiene todas esas condiciones. A un enemigo no se le puede vencer si no se tienen las mismas cualidades que él tiene, o más. Un ejército, de hombres descuidados y voluntariosos, un ejército indisciplinado, no puede vencer a un ejército donde todos los hombres tienen la costumbre de ir a la vez a un mismo objeto, montar a los caballos de un mismo salto, de manejar sus armas con facilidad e igualdad, de obedecer la orden al instante en que se recibe,—un ejército disciplinado. Disciplina quiere decir orden, y orden quiere decir triunfo. Puesto que el cubano hace a su patria la ofrenda de su vida, hágala bien, y dele la vida de modo que le sirva, por el orden de sus servicios, en vez de serle inútil o dañar, por su desorden y torpeza en el instante de defenderla.—La mejor disciplina es el empleo incesante contra el enemigo.

     Las propiedades de los que nos respeten y sirvan serán respetadas, siempre que su servicio a la revolución sea tal que permita excusarles su contribución forzosa al enemigo; pero deben destruirse las propiedades donde se albergue o provea, o pueda albergarse o proveerse, el enemigo, y cuanto le valga como posición o ayuda. La guerra debe desde hoy conducirse de modo que no se cause en ella destrucción innecesaria, y de mera venganza o rencor, sino que cada acto de destrucción esté justificado por la utilidad que el enemigo saque de lo que se destruye, o por la enemistad excesiva e irreconciliable de los dueños. Las propiedades extranjeras deben ser tratadas con especial benignidad, siempre que no den auxilio conocido al enemigo, en cuyo caso son instrumentos de él, y deben ser tratados como tales.

     Los españoles deben ser tratados de manera que en todo lo que haga o diga la revolución puedan ver el deseo sincero de que los españoles útiles y respetuosos vivan en paz en Cuba, y en el goce de sus bienes, después de la libertad. Se tratará como a enemigos a los que como a enemigos nos traten; pero debe dejárseles ver bien que pueden ser nuestros amigos, si desean serlo. Como el ejército español de hoy tiene muchos soldados jóvenes, y de idea liberal, que están en la tropa contra su deseo, debe ponerse cuidado en hacer saber a los quintos, por quien pueda acercárseles; que los cubanos ven con pena la necesidad de hacerles fuego, y que en vez de servir a la monarquía que los sacó de sus casas y les roba la libertad, pueden venir sin miedo a las filas de la libertad, que son las cubanas, a ganar puesto desde hoy en la tierra que después del triunfo los verá como a hijos, y les pagará dándoles modo de vivir en ella felizmente.

     Esos principios deben regir los actos todos de los Jefes y Oficiales, y ninguno debe ir contra ellos. En esos principios están todos los derechos que la civilización permite a la guerra; todos los medios de que se puede valer para proveerse y privar al enemigo de recursos, y todas las obligaciones de vigilancia, y acción incesante contra el enemigo, que la guerra tiene inmediatamente que cumplir.

     No es posible que la guerra continúe reducida a encuentros casuales, sin un plan común. No es posible que la impunidad con que las ciudades se están abasteciendo desmienta al mundo diariamente que en los campos de Cuba pelea un ejército valeroso. No es posible que el ejército cubano se desorganice por la falta de ocupación, mientras el enemigo llena de provisiones sus campamentos, campea sin ser perseguido en los caminos, y descansa en la estación de las lluvias para atacarnos en masa, cuando esté repuesto y aclimatado. Y es indispensable que, como sistema continuo en la guerra, haya siempre en las cercanías de las ciudades, fuerzas ligeras, compuestas de hombres escogidos y honrados, que impidan, sin escape ni perdón, toda entrada de provisiones a las ciudades.

     Es indispensable que pequeñas fuerzas, diestras en hacerse sentir sin exponerse a dificultades, vigilen los caminos, como avanzadas permanentes, enseñando la guerra, de modo que la vean y la oigan sin cesar, por donde quiera que pueda ir noticia de ella a las ciudades,—recogiendo, y trayendo al vuelo, todas las noticias importantes que sepan del enemigo; e impidiendo, donde quiera que se intente, todo trabajo de que el enemigo pueda sacar ventaja, o los que están con él.

     Es indispensable que esas fuerzas ligeras mantengan perpetuamente interrumpidos los telégrafos y ferrocarriles.

     Es indispensable que, por esos medios y cuantos más ocurran, se tenga siempre a las ciudades en estado de sitio, privadas de recursos, y alarmadas sin cesar con nuestra cercanía y el efecto de nuestra persecución.

     Es indispensable, para estos fines y la marcha general de la guerra, que los Jefes y Oficiales disciplinen a sus fuerzas, acostumbrándolas a hacer bien y al mando los servicios de guerra, y a adquirir la inteligencia viva, la obediencia pronta, el reparto del trabajo, el conocimiento del arma, el buen uso del caballo, y la acción rápida y de todos a la vez, que aseguran en los encuentros más apurados, la salvación, y logran, aun con fuerzas menores, la victoria.

     Así, ocupados verdaderamente los campos, destruidas las vías de comunicación, vigilados siempre los caminos, sorprendidos con esa recorrida incesante los movimientos del contrario, reducidas al pánico y a la escasez las ciudades; y bien disciplinado y preparado el Ejército Libertador,—podrá mover sus fuerzas, cuando sea necesario, con la grandeza y rapidez con que en su día han de operar para arrancar al enemigo la independencia de Cuba.—Si no, si no hacemos todo eso, todos a la vez, daremos prueba por falta de sistema, a pesar de nuestro heroísmo, de ser incapaces de conquistarla. Lo cual no será,—porque en el pueblo cubano es tan grande la inteligencia como el valor. Tenemos ya las fuerzas suficientes para el triunfo, tenemos Jefes y Oficiales heroicos, tenemos fuerzas de bravura y de resignación invencibles, tenemos el cariño y la ayuda del país. Movámonos con orden, y con ese plan fijo, sin una falla sola, y habremos colocado pronto entre las naciones libres la bandera de Cuba.

[El Delegado]                                                                      [El Gral. en Jefe]
[JOSÉ MARTÍ]                                                                    [MÁXIMO GÓMEZ]

OC, t. 28, pp. 487-496. De esta circular, cuyo original no se halla entre los documentos de Martí atesorados en el Centro de Estudios Martianos, se excluyen los fragmentos que en la edición citada de las Obras completas aparecen entre corchetes con la advertencia de que fueron tachados en el manuscrito original.

Tomado de José Martí: Epistolario, compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Plá; prólogo de Juan Marinello, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1993, t. V, pp. 241-248.


Notas:

Véase Abreviaturas y siglas

[1] Se le asigna esta fecha porque ese día en su Diario de campaña, Martí anota: “Escribo instrucciones generales a los Jefes y Oficiales”, refiriéndose, sin lugar a dudas, a esta circular.

[2] Nótese la similitud temática con los siguientes textos de Martí:

  • “Se pelea, sobre todo, cuando los que han estado limpiando las armas y aprendiendo el paso en los ejercicios parciales e invisibles, en organizaciones aisladas y calladas, se ponen a la vez en pie, con un solo ánimo y un solo fin, cada uno con su estandarte y con su emblema, y todos, a la luz, en marcha que se sienta y que se vea, detrás de la bandera de la patria. // […] Se pierde una batalla cuando en el momento que exige mano rápida y grandiosa en los jefes, y mucho brazo y mucho corazón para la arremetida, tarda en vérseles a los jefes la mano rápida, y se da tiempo a que se desordenen los corazones”. (“El arte de pelear”, Patria, Nueva York, 19 de marzo de 1892, no. 2, p. 3; OC, t. 1, p. 341).
  • “[…] cuando se está dispuesto a morir, se piensa poco en la muerte, ni en la propia ni en la ajena. Estamos en guerra. Con el dolor y la sangre, lo mismo que los hombres, nacen los pueblos”. (“Carta a José Alfonso Lucena”, [Nueva York, noviembre de 1893], EJM, t. III, p. 439).
  • “En la guerra, guerra, puesto que es dable poner en ella, sin estorbo y en línea general, las salvaguardias todas de la República. Yo entiendo la guerra así: despertar con la primera batalla, y no dormir hasta haber ganado la última”. (“Carta al general Máximo Gómez”, New York, 4 de enero de 1893 [1894], EJM, t. IV, p. 9).