I.
La Casa Vitier García Marruz, ese espacio donde la verdad, la belleza y el amor son el pan cotidiano «y de cada pedacito de día», al cumplir sus dos primeros años no se conformó con una celebración. Exigió una confidencia. Y José María Vitier, en un acto de generosa valentía, la ofreció. Ante nosotros, despojado de la sonoridad habitual de quintetos y orquestas que suelen vehicular su obra más próxima, se sentó ante el piano. Era como si, tras años escuchando el majestuoso correr de un río, nos invitara por fin a beber directamente del manantial.
Un silencio expectante, cargado de esa humedad peculiar que dejan los aguaceros copiosos del diciembre habanero, precedió al primer acorde. En ese instante comprendí que la velada sería una revelación íntima, una llave a un taller de verso y piano esencial que por lo general permanece reservado.
La decisión de un recital predominantemente pianístico fue, por tanto, conceptual. Vitier, centro gravitatorio magnético para talentosos instrumentistas, ha construido recientemente una discografía y actividad concertística donde el piano dialoga, conduce y cede protagonismo a otros virtuosos. En esta ocasión, sin mediaciones, el instrumento se convirtió en latido, en voz, en respiración única. Liberado de la exigente coordinación del conjunto, el compositor se transformó en intérprete absoluto, otorgándose una libertad creadora para variar, improvisar y reimaginar sus propias partituras.
II.
La velada se inauguró con la dualidad de «Tiento y Habaneras». El tiento, ese preludio renacentista que explora las posibilidades táctiles del instrumento, fluyó bajo sus dedos con una riqueza contrapuntística que justifica su vida autónoma en otras obras, incluso acompasado con las rimas de San Juan de la Cruz. A este estudio de atmósfera siguió la «Habanera», cuya frase central, de una dulzura arquetípicamente cubana, demostró su cualidad seminal, germen de desarrollos posteriores, como los del violín solista del «Habana Concerto». Vitier abordó ambas secciones con una articulación nítida, donde cada voz independiente conservaba su pulso dentro de la textura general.
Al terminar este introito, el piano se fundió con el éxtasis de la sala. No hubo un estallido inmediato de aplausos. Surgió una pausa, un respirar colectivo. Ese momento de quietud, ese silencio final que también es parte de la obra, fue quizás el mayor tributo. Había comenzado un itinerario artístico donde era necesario deponer el oído crítico ante la percepción atenta.
Este viaje continuó por un terreno fértil para José María: la música cinematográfica. Una fusión de temas de «El siglo de las luces» mostró su maestría para la narrativa instrumental. Del «Preludio de Sofía», con su aire introspectivo y melancólico, se transitó sin solución de continuidad hacia «La danza de fin de siglo», donde el ritmo inherente a la isla emergió con una vitalidad más sugerida que explícita. Luego, se ofreció un adelanto de su contribución a «Neurótica anónima», el último filme de Jorge Perugorría que se estrena por estos días en el 46 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano; pieza que, al intercalar variaciones sobre dos temas de la película, evidenció su capacidad para condensar climas complejos en estructuras musicales depuradas.
Siguiendo ese recorrido por sus paisajes fílmicos, llegó «Romántico»; cuyo título es toda una declaración de principios. Abordó esta pieza sin la menor ironía posmoderna, entregándose a una melodía de arco amplio. No había dramatismo superfluo, sino la calidez de una emoción que se afirma sin estridencias. Ahí el romanticismo trasciende el estilo para convertirse en condición natural del ser humano, en un modo de habitar el tiempo con una progresión voluntariosa y afectuosa.
Luego, la voz. La entrada de Bárbara Llanes en «Canción de cuna a Yemayá» fue una aparición natural, como si hubiera estado cantando desde siempre en otra habitación de la Casa. Aquí, la potencia de Llanes se templó al servicio de una musicalidad exquisita. Su timbre, redondeado por la madurez pero que conserva su brillo cristalino, se entrelazó con el piano en una sonoridad de ascendencia yoruba. Vitier construyó un lecho armónico de simplicidad engañosa, una nana que suspendía el tiempo, donde el español y la lengua original se fundían en un mismo lamento amoroso.
Regresando al dominio absoluto del teclado, Vitier abordó «Tus ojos claros». Libre de la carnosidad vocal de Silvio o Pablo, cuyas interpretaciones la han hecho nuestra; la pieza se reveló en su arquitectura íntima. La introducción, una marcha de reminiscencia clasicista y aire mozartiano, funcionó como un espejismo formal que pronto se quebró ante el éxtasis cromático del desarrollo. Entendí, por fin, que esta no es una canción de amor, sino su definición misma hecha sonido.
El reencuentro con Llanes trajo una de las joyas de la noche: la musicalización de un brevísimo poema de Fina García Marruz. El hechizo residió en el contraste de lenguajes. Vitier, descubriendo una faceta vocal de timbre conversacional y sinceridad emotiva, entonó los versos en español. Acto seguido, Llanes los transformó al francés, elevando la frase a un lirismo sublime, donde el legado de la prosodia francesa se impregnó de calidez antillana. Fue un dueto de almas más que de voces.
La clausura, «Solía un ángel», con texto de Silvia Rodríguez Rivero, musa y cocreadora de José María, constituyó un microcosmos de la estética viteriana. Llanes desplegó un vibrato de control absoluto y fermatas que suspendían la respiración del público. La pieza inició en un misticismo pausado, fue interrumpida por un interludio de sincopación jazzística y retornó al final a su halo inicial. Este periplo emocional demostró la imposibilidad de encasillar su composición en moldes añejos.
Al escuchar, sin embargo, el sustrato de las obras ejecutadas, se evidencia un romanticismo esencialmente cubano. Su espíritu, más que en Chopin o Schumann, se afinca en el lirismo de un Ignacio Cervantes o las armonías de la trova santiaguera. Es un romanticismo que incorpora la hesitación rítmica de la danza, la nostalgia sin lágrimas y una espiritualidad secular. La modernidad, por su parte, reside precisamente en esa síntesis; no evoca un pasado, construye un presente sonoro cargado de memoria propia.
La interpretación pianística de ayer fue un estudio de libertad responsable. Cada variación introducida, cada tempo flexible, cada énfasis dinámico inesperado, parecían surgir de una relectura instantánea de la partitura salida de sus propias manos. Era la convicción de un creador que, al no tener que traducir sus intenciones a otros ejecutantes, podía permitir que la obra respirara según el aliento del momento. Así, piezas mil veces escuchadas se presentaron bajo una luz nueva, casi inédita.
Esta libertad, sin embargo, nunca comprometió la integridad formal. El virtuosismo, siempre al servicio de la expresión, se manifestó en un toque que podía ser delicado como la duda o rotundo como una afirmación. Su ejecución generó veladuras y resonancias que expandían el espacio sonoro de la sala sin empastar las líneas melódicas. Su técnica es la del compositor-pianista: todo es estructura, todo es canto.
III.
Entre las entregas musicales de esta velada, emergió una secuencia de distintas resonancias. La lectura, por el propio compositor devenido también bardo, de un conjunto de poemas de su autoría intercaló versos nuevos con los acordes de siempre. Este interludio verbal se erigió como un acto paralelo de revelación que exigía, sin embargo, una escucha diferenciada.
Si el piano mostraba la arquitectura sonora en su esencia; la voz, al declamar, exponía los cimientos líricos y la savia filosófica que alimenta toda su obra. La poesía de José María se presenta como la contrapartida esencial de su música, regida por los mismos principios de claridad emocional, economía expresiva y una hondura que rehúye la grandilocuencia.
El primer texto exploró la fenomenología de la amistad compartida. El poema hila sus percepciones en torno a oxímoros fundacionales: «rito compartido y cambiante», «trinchera de suspicacias y ternuras». Esta contradicción aparente es la clave de su acierto, captando la naturaleza dual del vínculo, fortaleza y vulnerabilidad pactada a un tiempo. La mirada del poeta es contemplativa, nunca intrusiva; registra los rituales —el descalzarse, el fumar de nuevo— como signos de una temporalidad sagrada y suspendida. El tono coloquial, salpicado de frases largas que imitan el fluir de la confesión, logra un equilibrio delicado entre la cercanía y un distanciamiento casi reverencial.
Con «Madre», ingresamos en el territorio de la memoria y la inversión ontológica. La poesía es un artefacto de doble filo. Evoca la imagen de la madre escribiendo: «aquella letra menuda y urgente»; para, en su giro final, trastocar por completo las posiciones. «Ahora tú eres la niña. / Y yo soy el que tiembla». Esta inversión trasciende lo sentimental; opera una transferencia de la carga existencial, del «temblar de amor por cada cosa» que ahora experimenta el hijo. La anécdota de los soldaditos, «la batalla entre los dos bandos… no ha terminado todavía», funciona como una metáfora contenida y brillante de la lucha interior, perpetua e inmutable frente al paso del tiempo lineal. El lenguaje es íntimo, doméstico; cada objeto (la libreta escolar, la silla incómoda) se carga de una significación que palpita bajo la superficie del recuerdo.
«Padre» es, tal vez, el ejercicio intelectual y emocional más arriesgado del conjunto. Vitier aborda el duelo y la trascendencia desde una postura teológica personalísima, rechazando con suave firmeza las consolaciones convencionales («No te imagino en el Paraíso / esperando a mamá»). Su fe, declarada de modo explícito, busca una formulación que honre a la vez su razón y su afecto. El poema es una paciente argumentación lírica. La repetición anafórica de «Vivo» no es un grito, es una afirmación meditada, escalonada, que busca definir una existencia postrera «infinitamente consciente, fecunda, inmemorial y melodiosa». Esta palabra, «melodiosa» traza el puente esencial con su universo sonoro, imaginando la plenitud última como un estado de armonía. Es una elegía serena donde el lamento cede su lugar a una certeza.
«Bienaventurados» constituye una reescritura laica y contemporánea del pórtico del Sermón de la Montaña. José María expande el concepto de bienaventuranza más allá de lo religioso, hallándola en los gestos de la percepción creadora («ver el fruto en la semilla»), en la espera activa, en una suspensión atenta al mundo. El poema es una catalogación de santidades cotidianas. Su estructura en letanías imita un salmo; su contenido es profundamente humano: bendice a «los insomnes, / los que se quedan al borde de la noche», a «los que temen», a «los que confiesan / que no saben». El cierre genial: «Bienaventurado ese desconocido que toca a mi puerta… / e interrumpe para siempre este poema, / que ahora es suyo», es una lección de poética y ética. Desarma la solemnidad del discurso, reintegrándolo al flujo impredecible y sagrado de lo real, en un acto definitivo de desposesión y entrega.
«Silvia», por su parte, es un estudio sobre el poder hipnótico de la memoria sensorial. La repetición obsesiva, casi musical, de los detalles de la vestimenta («un suéter verde y un jean marrón») actúa como un estribillo que intenta fijar un instante fundacional. El poema no describe a la amada, captura el impacto de su presencia en la percepción del hablante. Los colores imprecisos se convierten en «los colores / fijos de la noche». El giro hacia los ojos verdes («Verdes de primera vez, / de nunca antes»), eleva la anécdota a una experiencia de resurrección: «Así que nací y morí en ese instante». Es un poema de amor que habla menos de la persona amada que de la transformación irreversible del que ama, fijada en la economía de un detalle vestigial.
La culminación llega con «Patria», un poema de ambición conceptual que desmonta la noción alambicada de la nación para reconstruirla desde lo íntimo y perdurable. Es una definición por acumulación, por metonimia afectiva. La patria, aquí, es desterritorializada: es «el patio que caminas», «un olor, un verso, unos sonidos», «una cama, / una casa, un portal, una cocina». Vitier ejecuta una reducción al mínimo: «La patria es pequeñita»; para, acto seguido, revelar su vastedad: «se torna inmensa cuando alguien le canta». El poema es un acto de equilibrio entre lo personalísimo («mi pequeña y propia cicatriz») y lo colectivo («el amor de los cubanos la levanta»). La duda final: «si ya le di la flor que se merece»; es la pregunta crucial del creador comprometido, la inquietud de si su obra ha estado a la altura del fervor que profesa. Cierra así, no con una respuesta, sino con la vibración de una deuda de amor, la más poderosa y fecunda de las motivaciones artísticas.
Estilísticamente, la poesía de José María se caracteriza por una claridad deliberada, un alejamiento de la opacidad vanguardista en favor de una transparencia que profundiza. Su sintaxis es fluida, coloquial sin ser trivial; se apoya en recursos musicales como la anáfora y el paralelismo, creando un ritmo interno de reflexión serena. El tono dominante es el de una voz que piensa en alto, que confiesa, que enumera las cosas queridas con la paciencia de quien sabe que el valor reside en la precisión del nombre.
En conjunto, estos poemas revelan a un creador cuya voz literaria es consustancial a su voz musical. Ambos canales emanan de una misma fuente: una sensibilidad que encuentra lo sagrado en lo cotidiano, que concibe la memoria como un órgano de percepción activa, que entiende el arte —ya sea sonoro o verbal— como un acto de discernimiento. La lectura de Vitier no fue, por lo tanto, un paréntesis en el concierto; fue la exposición del texto original, de la partitura primigenia de sentimientos e ideas que, después, su piano se encargaría de orquestar en el aire. Nos permitió escuchar, por un momento, la melodía antes de que se hiciera sonido.
IV.
El recital, que había comenzado como un acto de confidencia pianística y se había expandido en la revelación dual de la palabra poética, encontró su clímax en el encuentro de poesía y música. Fue, en resumen, un acto de humildad y de coherencia artística; el compositor, tras exhibir el árbol frondoso de su obra en todas sus ramas, sinfónicas, fílmicas, vocales, líricas, señaló siempre con un dedo tranquilo la semilla de donde todo brotó. El sonido se extinguió en un fundido con el silencio de la sala, y, ahora sí, la ovación contenida fue la respuesta definitiva, el espacio donde la revelación acababa de acomodarse para quedarse.
La íntima revelación del verso y el piano desnudo culminó, así, con una apertura más que con una conclusión. Lo presenciado fue la ceremonia de un artista que, temporalmente, desmontó los mecanismos de la representación para exhibir los engranajes vivos de la creación. Nos hizo testigos del qué, y más aún, del cómo y, sobre todo, del desde dónde. El taller estuvo abierto, y en él vimos que la materia prima no es el virtuosismo técnico o la genialidad distante, sino la sensibilidad que procesa la memoria, el amor, la fe y la patria a través de un filtro sonoro y verbal de una claridad casi ascética.
Esta tarde-noche en la Casa Vitier García Marruz trascendió con creces la conmemoración de un aniversario. Se consagró en una lección de poética práctica. La modernidad de José María Vitier reside en la capacidad de hilar, con hilo dorado y firme, la tradición lírica de la isla con una conciencia universal, el rigor estructural con el latido espontáneo, la hondura filosófica con la inmediatez de la emoción sentida y compartida.
La noche había terminado. Fuera, la humedad fresca de la lluvia envolvía la calle. Pero dentro de cada uno de los testigos, como un don secreto, ardía la calidez de un manantial que, una vez descubierto, no deja de fluir. El río majestuoso de su música pública seguiría su curso, ahora todos, para siempre, conoceríamos el secreto del origen.

