I.
Bajo la luz oblicua del crepúsculo habanero, la Casa Vitier García Marruz se erige como un bastión contra el prosaísmo circundante. Sus lindes no separan, custodian ese misterio fundamental que late cuando el espíritu humano elige resistir creando belleza. No es un refugio, es taller activo donde se labra, verso a verso, nota a nota, trazo a trazo, la materia prima de la esperanza.
El aire en los alrededores parece densificarse, cargado con el efluvio de generaciones de poesía y música consagradas. Cada objeto, cada libro, cada silencio en sus salas, ha sido impregnado por la devoción de sus patrones. Este sábado, el espacio se preparó para un rito doble: la sonoridad afinada de un quinteto y el diálogo mudo de los trazos sobre el lienzo y el papel. La promesa era comunión íntima con lo esencial.
La tarde fue, pues, un maridaje visual y sonoro por descifrar. Una estirpe creativa encarnada en un apellido compuesto: López-Nussa. La convergencia para tejer una sola narrativa. Del piano de Ernán brota el mapa sonoro de una isla interior; la exposición de Leonel, consagra la simbiosis entre la música y la figura femenina, ofreciendo su partitura silente. Ambos, desde sus nichos de creación, responden con armonía al caos de la hostilidad.
II.
El preludio emergió de las manos de dos jóvenes virtuosos. Él al piano; ella en la misma tesitura instrumental y en la voz de mezzosoprano. Desplegaron un tríptico que transitó desde la energía telúrica del «Malambo op. 7» de Ginastera, pasando por la nostálgica geografía de «Mi aldea» de Ernesto Oliva, hasta la raíz afroantillana de «Carabalí» de Lecuona. Fue un aperitivo de técnica y sensibilidad, una limpieza del paladar para lo venidero.
Entonces, el quinteto tomó posesión del silencio. Un conjunto donde Ernán López-Nussa, desde el piano, ejerce de ensamble creativo, de núcleo gravitatorio. Lo flanquean Mayquel González, trompeta que dibuja colores metálicos; Antonio Guillén, cuyo bajo traza el andamiaje rítmico; Oliver Valdés, la batería que susurra y estalla con precisión geológica; y Lara «Sprite» Rodríguez, una voz de texturas cambiantes.
La primera estocada fue «Claxon». Un retorno al jazz primigenio, al Dixieland de las calles de Nueva Orleans. La trompeta de González emuló el bullicio de un Mardi Gras habanero, una polifonía urbana donde el piano de López-Nussa sembraba contrapuntos juguetones. Era una evocación, no una réplica; un homenaje filtrado por la lente cubana.
El ambiente se transformó con la irrupción de «Love is here to stay» de Gershwin. La voz de «Sprite» se entrelazó con la melodía, despojándola de cualquier grandilocuencia para vestirla de intimidad. Una confidencia en clave de jazz. El bajo de Guillén tejía una red de sostén, mientras la batería de Valdés marcaba el pulso con la discreción de un latido.
La tarde profundizó su viaje con «La espera» de Alejandro Vargas y «Rosa la Salvaje». El quinteto demostró su esencia. La composición solo como punto de partida. La improvisación como territorio de exploración. Entonces, la estructura de «Don’t know why» se desvaneció en una jam session orgánica. Melodías y ritmos se descompusieron y recombinaron, siempre orbitando alrededor del tumbao y el cinquillo, gramática fundamental de la cubanía.
El momento de mayor osadía llegó con Ignacio Cervantes. López-Nussa cometió su «sacrilegio»: jazzear las danzas clásicas del siglo xix cubano. Su piano dialogó con los fantasmas de la contradanza, partiendo de su arquitectura decimonónica para insuflarle un swing contemporáneo. «Capullito de Alelí» siguió, en una versión libérrima, casi aérea, donde la melodía original era un recuerdo que flotaba en un nuevo universo armónico.
El clímax fue un «Go down Moses» que trascendió lo musical para convertirse en ceremonia. La voz de Lara adquirió una potencia gospel, la trompeta un lamento desgarrador. La pieza se expandió hasta envolver al público en un canto antifonal, un diálogo entre el escenario y la sala que borró toda frontera. Como encore, «Lobo’s chá» del propio Ernán cerró el círculo: la fusión de Bach y Villa-Lobos con el alma cubana. El sello de un creador que habita, sin conflicto, entre la tradición y la vanguardia.
III.
Mientras los últimos ecos del quinteto se diluían en el aire; en las paredes aún pervivía otra suite, esta vez en imágenes. Del despliegue acústico se transitó al reino de lo visual, donde la exposición de Leonel López-Nussa, «El dibujo y la música: dos líneas amigas», aguardaba como una resonancia paralela. Ele Nussa, nombre que firma una poética, demostraba con trazo firme esa amistad esencial entre el grafito y el pentagrama, respondiendo con silencios elocuentes a las notas recién escuchadas.
La planta baja acoge sus «Orquestas de mujeres» y «Orquestas». Aquí, el artista aborda la figura de la intérprete a través de un filtro cubista. Los rostros, anónimos, se geometrizan hasta rozar la abstracción o evocar la severidad de las máscaras griegas. Son efigies de una musicalidad primordial, donde los instrumentos de viento —metales y maderas— se integran en una anatomía transformada por el ritmo. La línea, poderosa y sintética, construye volúmenes que vibran en el silencio.
El ascenso por la escalera se convierte en una transición onírica. Las litografías que jalonan el recorrido incorporan, con astucia de collage, fotografías de bailarines etéreos y posters de Chaplin. Este diálogo entre el dibujo puro y la imagen reproducida genera una fricción poética. Lo musical se expande más allá de la ejecución, conectando con el movimiento coreografiado y la comedia física, en un universo donde todo gesto contiene una melodía latente.
La planta superior consagra la serie «Músicas», territorio de una influencia picassiana asumida y trascendida. Leonel logra aquí una simbiosis absoluta: la feminidad y el instrumento se funden en una sola entidad orgánico-mecánica. La sensualidad, lejos de manifestarse en la curva convencional, nace de la arista y la línea recta. Mujeres e instrumentos como unidad intrínseca, construidos con planos y ángulos, cuya carnalidad es pura geometría y cuyo erotismo reside en la tensión estructural.
Estas «Músicas» reformulan un arquetipo: la Venus recostada. Pero la languidez tizianesca se troca por la energía contenida de la vanguardia. Son figuras que, aun en reposo, poseen la potencialidad del acorde a punto de resolverse. El instrumento no es una extensión de su cuerpo, un miembro adicional; es elemento constitutivo, órgano que completa una anatomía reinventada para la resonancia. La tradición no se cita, se transfigura.
El conjunto se enriquece con una vitrina de documentos donde los linajes convergen: libros dedicados, epístolas cruzadas entre los López-Nussa Lekszycki y los Vitier García-Marruz. Este archivo íntimo, coronado por una primera edición de «El Dibujo», teje la red de afectos y afinidades intelectuales que sustenta toda la velada. La exposición, en su totalidad, se revela así como el testimonio material de un diálogo perpetuo entre disciplinas, entre familias, entre el trazo y la nota.
IV.
La noche se cerró sobre la Casa. Dentro, el silencio no era ausencia, sino la respiración de lo recién vivido. Las sillas vacías y los muros poblados guardaban la evidencia de un sortilegio: se había desterrado, por unas horas, la desesperanza.
Dijo Cintio que «donde haya un espacio (…) de belleza, está la Patria y está su defensa». Versículo que es la antítesis de una consigna. La patria no es un territorio que divide, excluye, segrega, ahuyenta, espanta; todo lo propio de la fealdad y la desidia. La patria es un acuerdo tácito sobre lo que se considera digno de salvaguardar, es un consenso que invoca, atrae, seduce, encanta, aglutina, abraza; lo propio de lo bello. Esa tarde, el acuerdo se selló en la comunión de los sentidos, en el reconocimiento de artífices que eligen el diálogo creativo como forma de permanencia.
Fue una defensa sin estridencias, ni enemigos, ni adversarios. No se erigieron murallas, sino que se tendieron puentes entre el piano y el dibujo, entre la voz y el trazo. Se demostró que la verdadera fortaleza no reside en la resistencia pétrea, sino en la permeabilidad creadora, que no líquida; en la capacidad de absorber el caos y devolverlo como orden provisorio, como armonía en fuga.
Al final, la Casa no se yergue contra nada, sino a favor de algo. El bastión no es un fuerte sitiado, sino un taller donde se siembra, con gesto preciso, la semilla de una pregunta esencial: ¿cómo habitar un presente difícil sin claudicar de la excelencia? La respuesta, quizás, es esta coreografía efímera entre el sonido que se desvanece y la línea que permanece. Un acto de fe en el que la belleza, cuando es rigurosa, se convierte en el acto más radical.

