En el silencio primordial, antes de la fábrica del verbo, yacía el mundo como un mármol informe, aguardando el cincel que le arrancara su secreta armonía. No fue la palabra, con su lógica lineal y su prisión categórica, la primera hija del entendimiento, sino ese aliento anterior a toda ley, ese «spiritus» que, hallando la proporción numérica en la tensión de la cuerda y la columna de aire, dio a luz a la Música. Así, la «Musica mundana» de los pitagóricos no era una metáfora, sino una verdad ontológica. El cosmos mismo es una fuga inaudible, una polifonía de esferas cuyo compás rige el curso de los astros y el giro de las estaciones. La labor del músico, entonces, es la de un hierofante que, sintonizando su instrumento, ese microcosmos de cuerda, madera, metal y cuero, con la gran ley del número, hace audible lo inefable, corpóreo lo arcano.
En este punto se yergue la memoria de Cecilia, la patricia romana cuyo martirio fue un cántico silencioso a la cacofonía del mundo. Su virginidad fue más que un mero rechazo, la custodia de un espacio interior inviolable, una cámara acústica reservada para el canto que no puede ser profanado. La espada del verdugo, al fallar en segar su vida de tres golpes (símbolo de una trinidad imperfecta y brutal), sólo consiguió abrir una rendija por donde su espíritu, ya afinado para una liturgia superior, se unió al «cantus firmus» de la eternidad. Por ello, su patronazgo es el del músico como «pontifex» en su más esencial etimología: constructor de puentes entre lo sensible y lo inteligible.
La verdadera música, pues, es «mathesis universalis» hecha pathos. Escapa del sentimentalismo efímero que hoy se venera, para asentarse en la encarnación de una arquitectura divina. En el contrapunto de un Palestrina, donde las voces se persiguen en un laberinto canónico, se vislumbra el orden divino, un universo donde cada línea mantiene su identidad mientras teje una trama de relación perfecta con las demás. En el réquiem de un Ligeti, donde se escenifica el drama mismo de la libertad dentro del destino; el sujeto se eleva, se transfigura, pero siempre retorna, reconociendo la soberanía del tiempo primordial. También en el virtuosismo libérrimo de Art Tatum, en los acordes psicodélicos de David Gilmour, en la evocación poética de su nombre por Manuel Corona. He aquí la plenitud del espíritu: no en la mera expresión del yo, sino en la abnegación del artista que se convierte en cauce para una verdad que lo trasciende.
Así, en el día consagrado a su memoria, no celebramos a una doncella con un órgano portátil, imagen cursi y desvirtuada. Honramos, en cambio, a la testigo de que el cuerpo puede ser un instrumento de tortura o un templo de armonía. Y que la Música, en su sentido más elevado, es el lenguaje de lo real cuando es interrogado más que con la razón discursiva, con el oído del alma. Es el sonido de lo permanente detrás del fragor de lo perecedero, la resonancia de que el Caos fue vencido por el Logos, y que este, en su esencia más pura, no habló: cantó.

